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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Negro

Fabra omitió la propia historia de Canal Nou y quería reivindicarse como salvador de los derechos populares frente a la avaricia de periodistas

Juan Cruz

El editor Manuel Borrás (Pre-Textos) contó el otro día en la librería Alberti, en diálogo con su colega Santiago Tobón (Sexto Piso), que él seguía empeñado en sacar adelante su empresa en un lugar excéntrico, la Comunidad Valenciana, donde sucedían cosas oscuras.

Esa misma mañana, los periódicos habían saludado con estupor la última de esas cosas oscuras que ocurren en lugar tan luminoso: la explicación que el presidente Fabra había dado para cerrar Canal Nou y las culpas que había elegido para pasar a negro esa radiotelevisión pública.

Disculpar culpando estaba penado en la escuela, pero Fabra debió de pasarse esas semanas, así que se disculpó culpando a otros. En concreto, a la directora general que pilotó los últimos seis meses de la historia de ese fracaso y a los sindicatos, que son malos y no entienden.

Ya todo el mundo ha oído la demagogia que usó el presidente valenciano para defender su ocurrencia, tan aplaudida por los suyos, periodistas incluidos. Pero enseguida le han sacado los colores: el dinero que no se quiere gastar en salvar esos medios se lo gasta en sufragar fastos nefastos y para pagar adornos, como el aeropuerto de Castellón, cuya utilidad es cero.

En ese desquite de culpas, Fabra omitió la propia historia de Canal Nou de manera tan aviesa que ahora parece que no solo aspiraba a ser eficaz enterrador de una idea que le sirvió a los de su clase, los políticos, y a los de su partido, sino que además quería reivindicarse como el salvador de los derechos populares frente a la avaricia de periodistas y sindicalistas.

Y es que si él hubiera tenido presente la historia chunga de Canal Nou, se habría detenido en culpas anteriores. Habría explicado cómo sus antecesores obligaron a los directivos del canal a desfigurar la realidad para que esta les resultara placentera. Ignoraron la obligación de ser rectos en el control de su poder y pusieron al frente de la radiotelevisión que llevaron a la ruina a sus más directos servidores y se garantizaron siempre la supervivencia de su imagen frente a toda contingencia. Uno de esos presidentes, Francisco Camps, logró convertir en inexistente a su antecesor, Eduardo Zaplana, que también había hecho lo suyo a su favor y a favor de otros. Bajo esos mandatos lograron enriquecimientos ilícitos, pero sobre todo distorsionaron la verdadera función pública de la radiotelevisión, que pusieron a sus órdenes sin escrúpulo alguno.

La lista de barbaridades que se hicieron entonces, y que Fabra no citó entre las culpas que evocó el último miércoles, ofrecen un panorama que recuerda, y no tan lejanamente, aquellas manías del Ceausescu rumano, que para parecer más guapo se hacía retratar como si no hubiera cumplido nunca más de cuarenta años. Ahora nos sorprendemos, sobre todo fuera de Valencia, pero todo eso se sabía, allí pasaban cosas oscuras, como decía Borrás; ocurría como pasaba en Rumanía, no se decía muy alto porque la oscuridad estaba disimulada por la mayoría absoluta. El problema de la mayoría absoluta es que permite el poder absoluto si la conciencia del poder no está obligada por la dignidad de su uso. La tentación de culpar, como ha hecho Fabra, es una consecuencia de la mayoría que heredó de los antecesores de los que no ha querido acordarse. Se sentirá su igual.

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