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Descalzos en el avión

El pasajero de al lado una vez fue ese hombro sobre el que llorar. Ahora solo es ese hombro sobre el que quedarse dormido

Xavi Sancho
La gran aportación de la serie Pan Am fue desenmascarar a las azafatas como respsonsables de la moda de descalzarse en los aviones.
La gran aportación de la serie Pan Am fue desenmascarar a las azafatas como respsonsables de la moda de descalzarse en los aviones.

¿Qué fue del compañero de fila que charlaba sin parar, mostraba fotos de su familia y se ofrecía a llevarle a casa al aterrizar? ¿Adónde fue la desconocida con miedo a volar que le agarraba de la mano al despegar? ¿Qué fue del que tenía una frase para ligar específicamente diseñada para vuelos intercontinentales? El elemento social que conllevaba volar ha desaparecido. Unos le dan la culpa al Ipad, otros, a la obsesión que tenemos por llevarnos el salón de casa a todas partes y a trasladar nuestro mundo allá dónde vamos. Empezamos llenando las cafeterías de sofás, luego enchufamos nuestros portátiles en cualquier parte, más tarde nos dijeron que salir a la calle en pijama era estar de moda y ahora hemos convertido los aviones en enormes dormitorios en los que la gente se descalza, apoya sus pies desnudos en asiento de enfrente, come cuando le da la gana lo que le da la gana y aprovecha el pasillo para hacer estiramientos y el baño, en vez de para fumar, para llamar a la familia. Antes, el pasajero de al lado, era el hombro sobre el que llorar nuestras penas con la alegría del que sabe que jamás le devolverán la faena. Ahora es el hombro sobre el que quedarnos dormidos. El drama es tal que incluso los que jamás hemos cruzado palabra con nuestros vecinos de asiento, fingimos dormirnos cada vez que sentimos el aliento del que pide permiso para ir al baño cada dos por tres o incluso parece que devoramos la revista de la línea aérea con verdadero interés, echamos de menos interactuar con esa entrañable raza: el plasta del 6D. Y es que más vale un pesado que un descalzo.

El declive del nivel de socialización y, en cierto modo también, de la pérdida de las más elementales normas de etiqueta en la cabina de clase turista, se ha producido, según escribía Scott MacCartney en The Wall Street Journal, “al mismo ritmo en que las compañías aéreas ha rebajado los estándares de confort y han, progresivamente, ido aumentando las normas y las tasas. Al estrujar los asientos, vender cada vez más los puestos colocados en el centro, sustituir el entretenimiento abordo por más tasas, las compañías han logrado sacar lo peor de sus clientes”. En una pieza reciente publicada por The New York Times era Stephanie Rosenbloom quien admitía que, una vez perdida ya la batalla contra las compañías aéreas y aceptado el hecho de que jamás podrás tener espacio para tus piernas, ella se conformaba con “sentarse al lado de alguien que no se quite los calcetines”.

Réquiem por el plasta del asiento 6D

A pesar de lo desagradable, son varios los manuales de etiqueta aérea que no censuran el descalzarse en pleno vuelo. Incluso hay alguno que advierte al pasajero de que no debe mojar el suelo del baño, no porque sea feo, sino porque es muy probable que detrás suyo entre otro pasajero descalzo. Desde que lo leímos, no paramos de inundar inodoros en todos los vuelos de la alianza One World haciéndolos solo practicables par Mireia Belmonte y similares. Y es que, en cierto modo, la etiqueta aérea siempre ha tenido diferentes y, a veces incluso, contrapuestas líneas de pensamiento. Otro ejemplo podría ser el eterno debate quién tiene derecho a apoyar los codos en el reposabrazos. En el artículo de Rosebloom, un pasajero habitual ofrece una solución casi keynesiana: o los pones muy adelante, o muy atrás, siempre dejando que el vecino se quede con el otro espacio. Pero, por ejemplo, en la pieza que escribió McCartney para el Wall Street Journal se pregunta a varios expertos (pilotos, profesores de etiqueta, viajeros habituales, solo falta el que diseña esos yogures que dan en el menú abordo y que siempre que los abres se desparraman) y cada uno ofrece distintas réplicas. Uno aboga porque el que está en medio siempre se queda el reposabrazos; otro, porque se debe compartir; e incluso un hijo de la escuela de darwinismo social apuesta porque el primero que llega, se hace con ambos.

Curiosamente, algo mucho menos tóxico que un vecino descalzo, o sea, nuestro entrañable vecino del 6D sí aparece censurado en muchos de estos manuales –si no directamente, sí se le coarta la libertad para expresarse y enseñar fotos del ahijado a extraños somnolientos-, cuando su existencia es mucho menos nociva que una pléyade de indocumentados obstinados en que todos los vuelos parezca que parten del aeropuerto de Roquefort. Y así es el ser humano, desprecia al prójimo hasta que empieza a echarlo de menos. O le huele los pies.

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Sobre la firma

Xavi Sancho
Forma parte del equipo de El País Semanal. Antes fue redactor jefe de Icon. Cursó Ciencias de la Información en la Universitat Autónoma de Barcelona.

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