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Tribuna
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Al diablo el consenso

El prestigio del pacto no debe ser utilizado para escamotear reformas necesarias

Irene Lozano

Según todos los indicios, vivimos en el año 2013, por tanto conviene actualizar los prejuicios y no pensar con los de 1975. Viene esto al caso de la noción de consenso, un valor político muy apreciado por la sociedad española y que, sin embargo, ha sufrido su última derrota con la humillante eliminación de Madrid como sede olímpica.

Con gran afectación, los delegados españoles se mostraron orgullosos porque, pese al fracaso, la candidatura de Madrid había revelado qué bien hacemos las cosas cuando todos remamos en la misma dirección: las instituciones, los ciudadanos y la mayoría de los partidos (no así UPyD, por cierto). Y una se preguntaba si no estábamos más bien asistiendo a la demostración de que cuando muchos coinciden en un error, consiguen equivocarse juntos. Nada más.

Resulta evidente que el prestigio del consenso es una herencia de la Transición, a su vez marcada sensu contrario por el recuerdo de la Guerra Civil, la más cruel expresión del disenso. Cuando se invoca el consenso como infalible bálsamo político, solo nos estamos dejando arrastrar por los demonios de hace 35 años, con la convicción de que repetir lo mismo garantizará, por ejemplo, una salida a la crisis política e institucional.

El consenso puede no sólo resultar inoperante para resolver la crisis política, sino también provocar efectos contraproducentes

Algo parecido detectó Ernest May en Estados Unidos. Su juicioso libro Lessons of the Past explicaba cómo los políticos norteamericanos recurrían con tanta ligereza a las analogías históricas que casi siempre realizaban sus análisis con una generación de retraso. En los años treinta veían la situación internacional similar a la anterior a la I Guerra Mundial, en consecuencia, aplicaron una política de aislamiento que hubiera impedido la entrada de EEUU en aquella guerra, pero no evitó su entrada en la II Guerra Mundial. May no sugería despreciar la historia, sino profundizar en su estudio riguroso y, sobre todo, “preguntarse de qué forma esas analogías nos pueden inducir a confusión”.

Trasladada a España, su recomendación pasa por revisar la analogía histórica que opera en favor del consenso, aunque sea sobre el más peligroso disparate: el aura de infalibilidad del pacto lo convierte en el señuelo tras el cual nos pueden escamotear las urgentes reformas políticas que son necesarias. El consenso puede no solo resultar inoperante para resolver la crisis política, sino también provocar efectos contraproducentes y echar a perder las posibilidades reales de cambio que a día de hoy están abiertas.

Al morir Franco en 1975, el consenso presentaba tres rasgos fundamentales que no se dan hoy. En primer lugar, había que pactar un régimen de libertades democrático con sus instituciones fundamentales, un acuerdo básico que sigue existiendo hoy. Pero también había que abordar el más complejo asunto de la descentralización, para lograr del País Vasco y Cataluña eso que llaman “encaje”. Aunque existe el mito de que se consiguió, el fracaso está a la vista y basta leer el Título VIII de la Constitución para darse cuenta de que su redacción es un engendro sintáctico y jurídico destinado, no a resolver el problema, sino a aplazarlo con ambigüedades para no romper la ilusión de consenso.

Aunque se creyó que el Título VIII de la Constitución permitía el encaje de Cataluña y el País Vasco, el fracaso está a a la vista 

En segundo lugar, en la Transición el consenso político y el consenso social coincidían, tal como quedó reflejado en el respaldo de la población a la Ley de Reforma Política en referéndum. Sin embargo, esa coincidencia entre consenso político y social no se da hoy. Los ciudadanos desean cambios que profundicen en la democracia (para limpiarla de corrupción y hacerla transparente, responsable y participativa), pero las élites políticas no comparten esa necesidad, pese a toda la retórica en sentido contrario.

En el PP predomina la idea de que resolver la crisis económica apaciguará el malestar ciudadano con la política, sin necesidad de mayores cambios. En el PSOE probablemente también, y aunque estar en la oposición les permite disimular de vez en cuando, allí donde gobiernan se suman a prácticas extravagantes, como las primarias de gatillazo, la democracia hereditaria o los ataques a los jueces.

En tercer lugar, en la Transición no se buscó cualquier consenso, sino el de los demócratas frente a los partidarios de mantener alguna forma de dictadura remozada. Los hombres del régimen no quedaban excluidos de antemano, empezando por el propio Suárez, siempre que ellos mismos descartaran la continuidad del régimen. Incluso se contó con quienes no formaban parte de ese consenso a priori, aunque fueron expulsados poco a poco: el más claro ejemplo es Arias Navarro.

Hoy, las gentes sinceramente convencidas de la necesidad del cambio —que las hay tanto en el PP como en el PSOE— aún fantasean con la posibilidad de pactar con la vieja guardia de ambos partidos, lo cual tendría sentido, y daría cierta vigencia a la analogía con la Transición, si hubiera alguien en esas cúpulas dispuesto a liquidar de verdad la democracia demediada, corrupta, opaca e irresponsable que tenemos. Pero resulta que no: los de la cúspide están concentrados en salvar a sus hombres de la cárcel y evitar el descalabro electoral. Mientras, los discrepantes miran con un ojo su desazón y con el otro su carrera política profesional.

Si bien el prestigio del pacto va camino de cumplir cuatro décadas, el consenso real pasó a mejor vida en tres años 

Por último, si bien el prestigio del pacto va camino de cumplir cuatro décadas, el consenso real y verdadero pasó a mejor vida en cuestión de tres años, hasta la aprobación de la Constitución de 1978. A quien tenga dudas sobre el grado que alcanzó el enfrentamiento político entre 1979 y 1981, le recomiendo releer Anatomía de un instante, de Javier Cercas, en particular ese pasaje donde habla de “una clase dirigente cuya pasión conspirativa contra Suárez le llevó consciente o inconscientemente a conspirar contra la democracia”. El fallido golpe de Estado del 23-F les hizo darse de bruces con su insensatez.

Sin base real para la analogía histórica, la invocación al consenso puede inducirnos a errores mucho más graves que la malograda candidatura olímpica. El riesgo de que se utilice para legitimar cambios políticos lampedusianos que dejen el sistema intacto es real y amenazador. Podría ocurrir, podría estar ocurriendo ya, que bajo la capa de un sacrosanto pacto de Estado para dar respuesta a la crisis política, las élites del bipartidismo negociaran un poco más de oxígeno para su supervivencia.

Bajo el aura dorada del consenso, podrían garantizarse la impunidad con leyes anticorrupción, asegurarse la opacidad mediante una ley de transparencia, o garantizarse donaciones jugosas con una reforma de la financiación de los partidos. Todo esto podría ocurrir porque los españoles amamos el acuerdo, y porque amparados en el mito del pacto podrían ejecutar su última estafa: simular que el consenso lo encarnan ellos cuando la mayoría ya hemos comprendido que el consenso ha de ser contra ellos.

Irene Lozano es ensayista y diputada de UPyD. Su último libro publicado es Lecciones para el inconformista aturdido. Twitter: @lozanoirene

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