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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa
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La villa Müller y el comunismo

Anatxu Zabalbeascoa

Las escaleras son las protagonistas principales de esta vivienda y, sin embargo, están pensadas para pasar desapercibidas. Los peldaños rompen el espacio para no molestar: para generar intimidad. Los cuatro pisos están así llenos de rincones, de rutas alternativas y, por lo tanto, de espacio privado. La casa Müller que Adolf Loos levantó en Praga es una vivienda moderna y, sin embargo, aboga por una privacidad antigua, por una compartimentación que la modernidad tendió a romper. Hija del autor del panfleto Ornamento y delito, la mansión fue levantada desnuda, pero, de nuevo paradójicamente, hace un uso del color (en carpinterías exteriores, en radiadores y suelos), de las maderas (caoba en el salón o limoncillo en la salita de la dueña de la casa) y de la piedra y las cerámicas (baldosas de Delft en el dormitorio principal o mármol verde Cipollino en el salón) claramente decorativo. Así, aunque el ornamento sea bidimensional, envuelve y acicala esta sobria casa, eso sí, sin disfrazarla.

El ingeniero Frantisek Müller la hizo construir en una colina del barrio praguense de Stresovice, cerca del castillo de la ciudad. Y aunque él mismo se dedicaba a la promoción inmobiliaria, le pidió a Loos que la pensara para él, su mujer Milada y su hija Eva, de –entonces- cuatro años. Corría el año 1927 cuando Müller, que había heredado la empresa constructora familiar en Pilsen y quería mudarse con su familia a Praga, se puso en contacto con el arquitecto vienés. El ingeniero buscaba intimidad y comodidad. Calculó que para poder disfrutar de los 600 metros de su nueva vivienda iba a necesitar los servicios de un chófer, una niñera, un cocinero y tres criadas. Quería, además, dar fiestas. El 60º cumpleaños de Loos fue la celebración que inauguró la vivienda en su versión más pública, el 10 de diciembre de 1930.

Müller estaba agradecido. El mayor ingenio de su arquitecto no tenía que ver con los acabados (fueran estos o no ornamentales) tenía relación con el aprovechamiento espacial no de la superficie sino del volumen completo de las estancias. Es ese uso del espacio (“No diseño dibujando sino construyendo espacios”) en el que cada estancia tiene una altura diferente (el famoso Raumplan) el que permite a una vivienda de cuatro plantas como esta tener, en realidad, hasta nueve niveles distintos. Las escaleras resuelven la circulación de un laberinto así. Y permiten no solo que la vida cotidiana fluya sin tropiezos, sino también que las fiestas estén a la vez cuidadosa y discretamente atendidas. Para eso servían las escaleras. Para que los sirvientes pudieran encargarse de que todo funcionara sin ser vistos, sin molestar, sin recordar a quienes charlaban, bebían y bailaban que la casa tenía, entre otros secretos, una doble vida.

Desde el despacho de la señora Müller, una ventana interior, cubierta por una densa celosía, permitía escuchar las conversaciones que su marido pudiera tener en el salón principal de la casa. Al estudio que coronaba la vivienda se podía llegar de tres maneras distintas. Muchos metros y pocos tropiezos fue la clave de lectura para una vivienda burguesa radicalmente moderna. Hasta que, superada la Segunda Guerra Mundial, llegó el comunismo y la casa tuvo que aprender a vivir sin criados.

 En 1948, el golpe de estado del comunista Klement Gottwald abolió la propiedad privada. Los Müller conocieron entonces la necesidad de elegir. Y la de apretarse: tuvieron que vivir en su propio dormitorio y en el famoso estudio, con el Raumplan –el cambio de alturas en un mismo espacio- en su interior, desde el que la Sra. Muller tenía acceso a las conversaciones de los caballeros. Cuando el nuevo régimen prohibió también el servicio doméstico, la familia conoció la casa que habían encargado mejor que nunca. Tuvieron que aprender a cuidarla. Y les costó muy caro hacerlo. Frantisek Muller murió en 1951 inhalando gases de la caldera del sótano cuando trataba de alimentar el fuego con leña.

Milada permanecería en su estancia, decorada con baldosas de Delft hasta 1968, cuando murió. En esos años vería cómo la vivienda en la que con tanto afán Loos había velado por su privacidad se convertía en el espacio público de un almacén del Museo de Artes Aplicadas y en el Instituto Marxista Leninista del Partido Comunista. La pequeña Eva recuperó la casa en 1989, cuando había cumplido 58 años. Para entonces vivía en Londres y no tenía ganas de regresar a su famosa vivienda que hasta Vaclav Havel pensó en adquirir con su primera mujer, Olga, en 1995. Finalmente, fue el Estado el que la recuperó, restauró y abrió al público.

La última paradoja de la casa es esa: fueron sus múltiples usos, es decir su utilidad, lo que la conservó y ha hecho posible que hoy ofrezca una impagable lección. No solo de arquitectura. Tal vez el mejor regalo que ofrece esta vivienda al visitante es que le hace dudar. Todo lo pone en duda la Casa Müller de Adolf Loos: de la importancia de los espacios abiertos al tamaño ideal que debe tener una vivienda.




Comentarios

Pregunto... ¿qué tiene que ver el comunismo con esa villa? El título del artículo es obviamente tendencioso. Es como asociar el museo de los aparatos de torturas de la santa inquisición (que hay en Londres) con el cristianismo. Con ese juego de palabras sería interesante escribir... la alegría y la corrupción.
Opino igual que Ramón!! Jajaja pero creo que tampoco es para tanto. Buen artículo!
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