Terry y los demás perros de la Casa Grande
Al conversar con la escritora Rosa Regás, y pedirle un texto para este blog, nos envió un fragmento de su primera novela, Memoria de Almator,(1991). Ella, como la protagonista del libro, habitaen una masía del Ampurdán acompañada por sus perros y por los árboles que tantos amigos le han regalado.
PorROSA REGÁS
Los días de tramontana, el Señor paseaba sólo con un perro negro llamado Terry, el verdadero guardián de la Casa Grande, el amo incuestionable del valle. Era un inmenso perro alano de orejas pequeñas y tiesas y cola de zorra que, siendo todavía un cachorro escuálido y sarnoso venido nadie sabía de dónde, había rescatado el Señor, cuando estaba la casa todavía en obras, de una horca improvisada que los albañiles le habían preparado entre risotadas como castigo por haberse comido el bocadillo del desayuno de uno de ellos. A partir de aquel momento Terry no se había movido de Almator y al tiempo que crecía había ido adquiriendo sobre todos los demás perros y todos los habitantes del lugar esa supremacía incontestable que sólo puede tener quien ha sido ungido y rescatado de la muerte. Era un perro cariñoso pero altivo y fiel a su amo hasta el delirio, al que seguía sin perder jamás distancia arrimado a la rueda trasera de su Norton durante kilómetros, pero sin aceptar ni pedir tampoco familiaridades domésticas ni gestos de reconocimiento que habrían significado sumisión y sometimiento. Terry nunca se acercaba a la puerta de la cocina, ni pedía de comer frenéticamente como los demás, ni corría detrás del guarda cuando éste se acercaba con una gran olla llena de arroz y carne, ni nadie le hacía sostenerse a dos patas a la vista de un hueso, ni esperaba ansioso junto a quienes comían para recibir un mendrugo. Se mantenía al margen de confianzas excesivas tumbado majestuosamente en un altozano contiguo a la casa desde donde dominaba el valle, la casa, los bosques y algunos días claros el mar, sin aligerar la tensión de los músculos de su cerviz que movía a pequeños trompicones siguiendo quién sabe qué efluvios o pistas que le traían el aire o las sombras o los leves murmullos de los arbustos o un ruido desconocido, y de un salto se lanzaba a la carrera barranco abajo a velocidades de vértigo para descubrir qué oculto animal se atrevía a moverse subrepticiamente junto al arroyo, o qué hombre o perro había osado adentrarse en su territorio. Ladraba enfurecido a los gorriones, a las mariposas y a las moscas de octubre. Volvía siempre de sus excursiones malherido pero victorioso y aun manando sangre no perdía jamás la parsimonia ni la compostura. Su fama de custodio feroz transcendía los límites de Almator de tal modo que no había forastero que se atreviera a hollar el valle en toda su amplitud si no iba acompañado por un habitual del lugar.
En todo el tiempo que duró la construcción de la Casa Grande se mantuvo alejado de los albañiles pero invariablemente todas las mañanas y por las noches cuando se iban, les dedicaba un gruñido feroz que los mantenía a distancia, llenos de temor y odio por aquel cachorro que los había suplantado en importancia y puesto en evidencia ante su señor.
Terry nunca fue amigo de los demás perros de la Casa Grande a los que consideraba delicados y comodones, y a los que no habría consentido ni la compañía ni la ayuda en sus rastreos y escapadas, y muchísimo menos la usurpación del ministerio que, a su entender, le había confiado el Señor al aflojar la cuerda que ya apretaba su gaznate.
Poco a poco la Casa Grande se fue poblando de perros, una jauría descoyuntada de orígenes diversos que corrían por el valle libres, felices e irresponsables y que se atrevían a llegar hasta las masías cercanas donde eran bien recibidos porque no les hacía falta ir en son de guerra ni tenían que pelear a morir cada vez que veían aparecer un desconocido. Ese menester se lo dejaban a Terry al que reconocieron siempre la máxima autoridad y, quizá por esto, se vieron libres de la necesidad de tomar responsabilidades porque nunca le discutieron el derecho y el deber de salvaguardar la casa de intrusos.
Me acuerdo de todos ellos juntos aunque no coincidieran probablemente en el tiempo, ni sé cuál fue el primero en llegar y el último en desaparecer. Había tres bassets de pelo blanco y marrón, de ojos lánguidos y húmedos, con las patas cortas y el cuerpo demasiado largo, torpes como patos, que intentaban seguir a los demás sin haber logrado nunca, ni siquiera cuando fueron cachorros, más que un trotecillo descontrolado y retrasado, arrastrando por el suelo las orejas llenas de espinos. Se tumbaban al sol en cuanto podían porque eran perezosos y carecían del ímpetu necesario para cualquier esfuerzo. Uno de ellos, Mistu, más lánguido aún que Nina y Hugo, tenía un solo objetivo en la vida, el único estímulo que lograba sacarlo de su letargo habitual: comer. Era el terror de las mujeres, sobre todo de Manuela, por su apetito insaciable y porque en cuanto podía se escurría silenciosamente en la cocina, las puertas de cuyas neveras y alacenas había aprendido a abrir, y comía todo lo que lograba agarrar con su pata tan corta que sólo alcanzaba hasta la mitad del anaquel, ya fuera un pollo entero, una fuente de verdura, una cazuela de compota de manzana o dos docenas de chuletas, que luego le dejaban una barriga con la que no podía ni siquiera arrastrarse. Una mañana estaban las mujeres cogiendo higos, echándolos unas en cestos y cajas de madera mientras otras los ataban en ristras para secarlos luego al sol, cuando las llamaron de la cocina. Y para cuando volvieron Mistu se había comido todas las ristras con el cordel incluido. Hugo y Nina eran quizá igualmente voraces pero la pereza los dominaba: se tumbaban al sol despanzurrados y no se movían ni para mear. A Nina que era la más hermosa la debieron robar, Mistu murió bajo las ruedas de un tractor y a Hugo se lo llevó una solterona austriaca, amiga del Señor que, dijeron, se había enamorado perdidamente de él o quizá de su mirada triste y prolongada.
Quino fue otro de los perros que acabó bajo las ruedas de un tractor. Era pequeño y estaba mal hecho como muchos perros de las casas de campo a los que siempre parece que algo les falta o les sobra aunque es difícil saber en qué consiste la anomalía: o tienen las patas demasiado largas o demasiado cortas, o las orejas demasiado pequeñas o grandes, o carecen de cuello o tienen la cola excesivamente larga y enroscada como la de un cerdo, o un color distinto en cada parte del cuerpo como si fueran restos de serie. Quino era un perro humilde, consciente de su poca gracia y de que no estaba nunca en situación de igualdad con los demás. Conocía su lugar y lo ocupaba sin tristeza ni resentimiento: se sabía inferior sin más y lo aceptaba no alegremente pero sí con naturalidad. En las peleas, se apartaba y desaparecía en el acto porque era pacífico por naturaleza y quería dejar bien claro que no había tenido intervención ninguna en el asunto; le constaba que él era carne de cañón y que cuando dos pelean siempre recibe un tercero, y él era ese tercero.
Y Lea, la perra cazadora del color de los garbanzos que perseguía las abubillas más por diversión que por ganas de cazar; o Fiba que vivía en la primera masía del valle, la de la palmera, aunque andaba día y noche con los perros de la Casa Grande y debía de ser hija de alguna zorra y de Terry porque tenía su corpulencia negra y la cola larga, poblada y sedosa como una estola de lujo y la movía con tal ímpetu que siempre estaba manchada de sangre; y Ron, el dulce, tierno y sentimental Ron que el día que vino mi padre a buscarme no siguió el coche ni lo ladró como hacía siempre, sino que permaneció inmóvil, sentado en el camino mirando como se alejaba porque sabía que ya no había de verme nunca más, y que yo no había de volver hasta que vivieran en Almator los hijos de sus biznietos tan mezclados entre sí que ni a mí, que lo había amado y acariciado tanto, me sería posible reconocer la huella de su linaje.
En todo el tiempo que yo lo conocí Terry sólo aceptó la compañía de una perra delgada y ágil como un galgo, de pelo corto y levemente tostado y claro que a veces, cuando el cielo estaba gris y el aire húmedo se volvía asalmonado, escurridiza y tímida, sin permitir jamás acercarse a nadie, inclinada la cabeza en un gesto de turbación y temor como para dar a entender que no era arisca, ni huraña, ni le movía el odio, y si no aceptaba los contactos era simplemente por un temor inexplicable a los humanos, un temor tan arraigado que nada se lo había de quitar, ni siquiera el trato afectuoso que recibió durante meses, ni la prueba de que nadie había de hacerle daño.
En las tardes de mayo y junio se los veía cruzar en diagonal como flechas los campos de trigo, apareciendo y desapareciendo sus cuerpos elásticos entre las espigas al compás de un galope casi horizontal para escurrirse por una cañada persiguiendo enemigos imaginarios o adentrándose en los bosques por caminos entre la maleza que sólo ellos conocían, siguiendo el rastro de una presa. Debían sentirse más seguros al amparo de las espigas altas que les protegían de miradas porque cuando terminaba la siega y aparecían sobre la tierra las pacas prensadas como mojones marcando los cuadrados de un damero gigantesco, daban un rodeo buscando zanjas y gargantas que escondieran su aprensión a correr a campo abierto y desnudo, y si no tenían más remedio que atravesarlo porque los apremiaba el temor a perder una pista, adquirían el mismo aire un tanto indefenso y avergonzado de los perros pastores y de las ovejas cuando los acaban de esquilar.
La guarda que había entonces en la Casa Grande contaba que Linda había llegado escuálida y asustadiza un amanecer de aquel verano que fue caluroso, seco y polvoriento, con otra perra igual que ella aunque mucho mayor, y que se habían acercado lenta y silenciosamente a la piscina para beber, y ella al verlas tan depauperadas les había puesto un plato con restos de arroz y patatas al que no se acercaron a pesar del hambre hasta mucho después de haber comprobado que ya no quedaba un ser vivo junto a la comida que ventilaron en un abrir y cerrar de ojos. Y después, sin saber cómo, la madre había huido cuando la perra pequeña dormía dejándola junto a Terry que había aparecido por el prado y del que ya no se separó.
Linda se quedó en Almator durante el día pero nadie sabía dónde dormía de noche. Desaparecía de vez en cuando durante semanas y la guarda decía que se iba con los suyos, perros salvajes y montaraces que corrían por las montañas de bosque tupido en la extensa zona de selva que se extiende hacia poniente y de donde descendían los perros cimarrones cuando ya no soportaban la sed porque los arroyos de montaña estaban secos por el agostamiento de veranos como aquél, y una versión más elaborada de la misma historia atribuía a la anciana madre de Linda esporádicas y furtivas visitas a la piscina las noches de luna, aullando de soledad y añoranza.
Lo cierto es que cuando Linda ya formaba parte de Almator desapareció otra vez tan silenciosamente y misteriosamente como había venido. Los guardas y los jornaleros que le habían tomado el mismo afecto que se les toma a las personas humildes en exceso que nunca se enfrentan a nuestra voluntad ni causan la menor molestia, salieron al monte y se adentraron en los bosques en busca de esas trampas cuya autoría queda siempre en el anonimato y cuya utilidad es difícil de descubrir, porque era el tiempo en que se había abierto la veda y las gentes del campo les temen a los cazadores, pero buscaron inútilmente su cadáver. Al poco de dar por terminada la exploración, Linda cayó en el olvido como poco a poco iban cayendo todos los perros de Almator víctimas de la crueldad de los humanos o de su propia e ilimitada ansia de libertad.
La marcha de Linda no afectó a Terry. Seguía acechando el horizonte desde su atalaya, o persiguiendo conejos o animales que enterraba en lugares misteriosos, o caminando altivo junto a su amo como si aquella perra humilde y tímida de la que no se había separado en tantos meses de correrías no le hubiera dejado huella en el corazón o quizá, nos decíamos, su dignidad no le permitía mostrar añoranza o desconcierto ante su inesperada desaparición. Pero nos convencimos de que la imperturbabilidad no procedía de su arrogancia, cuando una tarde lluviosa, muchos meses después, descubrimos la silueta familiar de Terry cabalgando junto a Linda en el campo de olivos de la masía de enfrente como en los tiempos felices, para desaparecer ella de nuevo durante semanas o meses. Otras veces nos sorprendían recortados contra el cielo en lo alto de una roca tapizada de matas de romero y en invierno, decía la guarda de la Casa Grande, Linda aparecía ladrando en la viña detrás de los cobertizos de las vacas hasta que Terry emergía de la oscuridad y se le unía, e iban ambos a desenterrar sus trofeos que guardaban celosamente en un lugar escondido. Hasta que de repente ya nunca volvió.
A medida que envejecía, Terry se iba cubriendo de cicatrices cada vez más visibles al mismo ritmo que aumentaba el progresivo deterioro de sus facultades de lucha, sin que por ello se sintiera derrotado ni cediera su lugar de jefe supremo a ninguno de los demás perros que seguían corriendo felices por el valle, ajenos a todo lo que no fuera su propio placer e incapaces de estructurar una jerarquía de la que surgiera un sustituto, sucediéndose y sustituyéndose unos a otros en un ciclo de nacimientos, muertes y desapariciones como si lo único que importara fuera su ser colectivo. Perdió un ojo en una pelea a muerte, sabe Dios con qué perro, hombre o jabalí, caminaba con una pierna algo envarada fruto de un golpe o una caída que debió de luxar un hueso que ya nunca había de volver a su sitio, y en el lomo las cicatrices de dentelladas y desgarros, como un cinturón de muescas que contabilizara sus innumerables batallas, dejaban al descubierto buena parte de su maltrecho pellejo. Se levantaba con mucha mayor dificultad, había perdido elasticidad y agilidad, pero su trote era, fue durante mucho tiempo aún, sólido y seguro aunque eran precisos más alicientes para sacarlo de su ensimismamiento, y sólo en los últimos tiempos, su paso se tornó cansino y mesurado.
Ya al final la mirada de su único ojo perdió ferocidad y adquirió un aire vagamente lánguido que no reclamaba piedad para su cuerpo maltrecho ni conmiseración, sino que reflejaba la misma pesadumbre que debió oscurecer la mirada de los ancianos cuando eran todavía portadores de la sabiduría del mundo.
En su larga y azarosa vida, Terry nunca había mendigado, nunca había molestado, no se le conocían fechorías ni siquiera cuando fue cachorro, ni se lo había atrapado jamás robando gallinas de las masías del valle, y debía alimentarse sólo de lo que cazaba o robaba en otras tierras porque jamás exigió alimento, ni protección, ni cobijo. Vivía de sí mismo y entregado a su misión, considerando que nadie tenía por qué darle nunca nada porque ya había cobrado de antemano el salario de toda una vida el día que su adorado amo se la había salvado, y cuando se cercioró de que su tiempo terminaba, para soslayar el inevitable espectáculo de su fin, desapareció un día para siempre para dejarse morir quien sabe si acurrucado en la misma guarida donde pernoctaba con Linda en los tiempos felices de sus cacerías de invierno, o en un claro del bosque donde los rayos del sol mantuvieran el calor unos instantes más cuando se acercara a su cuerpo el frío de la muerte.
La fotografía de Rosa Regás en su masía fue tomada por SOFÍA MORO para un artículo de la serie Cara y Cruz de JUAN CRUZ publicado enEl País Semanal.
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