La mujer que sangra
Sangrantes es una antología de poetas —poetisas— pero es, también, un catálogo. Sí, la edición de Luna Miguel publicada por la Editorial Origami es, perfectamente, un catálogo. La sangre, con la que la mujer está tan familiarizada, con la que convive y lucha de forma absolutamente natural, es objeto literario para las veintinueve mujeres que se atreven a darle forma de poema. De la misma manera que la maternidad también es algo que concierne sólo a la mujer y por más que se escriba de o desde ello, sólo viviendo la experiencia se puede saber a ciencia cierta qué se siente, la sangre es uno de los temas más universales dentro del mundo femenino y, también, un tabú: leyendas urbanas, prohibiciones, pudor, asco, morbo. Si digo que esta antología es un catálogo es precisamente porque la sangre parece que sólo está vinculada a la mujer una vez al mes, pero hay muchas más formas de convivir con ella sin necesidad de menstruar. En Sangrantes la sangre va desde la regla hasta el pacto sexual entre dos mujeres, pero también pasa por la maternidad, por el asesinato de las mujeres de Juárez, por el despertar, por la vida, por el cordón umbilical, por donantes, por el parto: un catálogo de sangrado.
Muchos de los poemas de la antología no han sido escritos para dicha publicación, sino rescatados, lo que nos demuestra que es uno de los temas que conviven también artísticamente con estas poetas, que van desde consagradas hasta poetas recién nacidas. ¿Qué encontramos en todas ellas? Probablemente la palabra común a la mayoría es una: herida. La mujer sangra por esa herida y esa herida es la que la mantiene unida a un cierto salvajismo, algo animal. Una vez al mes, la mujer, la poeta, se parte en dos y de esa herida nos muestra que hay vida y que la vida es natural de la misma manera que para ellas lo es la escritura. El dolor, que va asociado a esa herida, también forma parte de este catálogo, y ya en Cristina Peri Rossi, la primera en aparición, habla de que Ser mujer duele pero también que ese dolor te enaltece, te humaniza. Para muchas ese dolor, los ovarios, las punzadas en el vientre, está asociado a la confirmación de la vida, a un acto sagrado, como un ritual del cuerpo, y no renuncian a él, sino que les enseña, las moldea. Para Chantal Maillard, cada veintiocho días se siente cielo abajo, piernas adentro, tan habitada, tan ocupada por ese ser que siento tan otra y es, no obstante, la que más me frecuenta. Esa sangre primera, en la que todos pensamos en un primer momento, es otro ser. Es, incluso, memoria. Angélica Liddell habla de cómo todos pueden ver a los colegiales erectos / si pegan el ojo a la herida. Porque la herida, como ya he dicho líneas arriba, es una imagen frecuente entre las sangrantes.
Pero el libro es un catálogo, y una vez superada la menstruación, la mujer que menstrúa como objeto poético, pasamos a otras maneras de enfrentarse a un mismo tema: Estíbaliz Espinosa habla de la donación de sangre. Aunque no sea exactamente algo exclusivo de la mujer, también es otra convivencia. Voy contenta en la mañana, silbando, a donar mi sangre. En el prólogo ya nos advierte la poeta antóloga que la sangre es, para cada una de ellas, un símbolo diferente; ésa es, precisamente, la riqueza de la unión de todas ellas.
Para otras —para muchas— es violencia, y no solamente una violencia física, sino que la sangre de la mujer violenta a la mujer, y de nuevo Estíbaliz nos ofrece otro punto de vista. Dice: Somos un asco. Olemos mal. Y me resulta inevitable acordarme de aquel anuncio de las compresas perfumadas, otra forma de incomodar a la mujer con esa sangre que, de tan natural, es impúdica y te mantiene con las piernas cerradas, pero no la boca.
La maternidad, que también es uno de los temas frecuentes, aunque parece que el hombre no siente tanto respeto por hablar como una madre pero sí como una mujer en el momento íntimo de sangrar, la enfoca Miriam Reyes: a diferencia de lo que podríamos pensar, lo hace desde el lado opuesto, desde la negativa. Miriam en su poema sangra precisamente porque se niega a ser madre, a tener un hijo, y es ése el principal motivo por el que, una vez al mes, sigue sangrando; sigue con el vientre vacío, aunque ya sepamos que el vientre vacío es también habitado por otra: la sangrante.
Leire Bilbao Barruetabeña dice, en su primer poema: Y no sé por qué debería negar / lo que soy: una mujer que sangra. Esto, que parece de una sencillez insultante, y de ahí el título de este artículo, no lo es tanto. Todas las mujeres son mujeres que sangran (pero no todas las mujeres que sangran son madres). No es muy poético, la sangre no es hermosa, a veces resulta insultante, a veces nos preocupa, la mayoría duele: ahí está la mujer. La sangre de la mujer puesta en el centro del escenario, reluciente, con todo lo que arrastra. También de la poeta vasca encontramos otra de las modalidades: la mujer abierta de piernas en una mesa de observación. La mujer violentada, que necesita regular su sangre, darle una explicación. La mujer que sangra y tiene que saber que sangra, hacerse responsable de ello.
Sin embargo, aunque acabo de decir que la sangre no es hermosa, Ana Gorría lo desmiente y la disfraza de ciruelas / que habitan / mi vientre. Pero Natalia Litvinova me da la razón porque la sangre, a veces, no deseada, es la cancelación de un nacimiento y hay que vivir lo no vivido. Y con ocho años, la sangre nunca puede ser hermosa, como para Berta García Faet, a la que su cuerpo le anuncia que llegó el peligro / de poder reproducirme. Y Clara Bueno nos asegura que se renueva mes a mes: / no cambio de piel, / cambio de vida y vuelve a parecernos hermosa.
El catálogo, en fin, es una sucesión de mujeres que sangran y que lo hacen desde sus distintas heridas, y todas van a parar al mismo lugar, un mar rojo que es la literatura, y a convertirse en carne artística: pero esta vez no desde la blanca piel, la dulce boca de fresa, el dorado cabello y las preciosas curvas: esta vez son mujeres que sangran y que huelen y que se manchan y se lavan y abren las piernas y son absolutamente humanas, aunque escriban poemas.
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