¿De qué tendrían que saber los arquitectos?
“Los estudiantes ni leen ni saben leer. A lo mejor, como mucho, hojean revistas. Y eso es algo dramático. Todos los años hago una especie de encuesta el primer día de clase. No es un examen: los alumnos pueden hablar entre ellos y no tienen que firmar. Se trata, esencialmente, de saber a qué me enfrento. Pero el objetivo real es que ellos sean conscientes de sus carencias”.
¿De qué saben los arquitectos? ¿Y sus profesores? Ignacio Vicens, que hizo tres cursos de derecho antes de descubrir, ayudando a un amigo a preparar una entrega por la noche, que lo suyo era la arquitectura, asegura que la carencia de una formación humanística pasa factura a los arquitectos del futuro.
Vicens tiene, ciertamente, una formación más allá de la técnica. No solo por edad, sobre todo por inquietud. Fue la pasión, que relacionaba creatividad con nocturnidad, la que le llevó a estudiar arquitectura. Lo cuenta en una entrevista de Pablo Beltrán con la que arranca su libro de escritos e ideas Dicho y hecho (Nobuko, 2012), que, curiosamente, cambia la disyuntiva por la conjuntiva del título que empleó Oriol Bohigas para sus memorias (Dito o fet). En Vicens, la decisión de estudiar arquitectura llegó con energía, pero requirió el esfuerzo de ponerse al día. Alguien que había apostado por las letras puras tuvo que repartir su tiempo entre la escuela y las academias de matemáticas y dibujo para poder seguir los estudios.
Lo que Vicens demuestra en sus escritos es que las letras puras se notan. Pero, por encima de eso, deja claro un deseo: le gustaría transmitir su propia pasión a sus estudiantes. Y eso es difícil. Las pasiones son privadas. Y cuesta mucho esfuerzo, mucha cercanía y una parte importante de azar llegar a transmitirlas.
“Su formación humanística es casi nula. Pero mucho peor es que carecen de las herramientas intelectuales básicas para enfrentarse con su propia vida”, continúa Vicens. Habla de los alumnos. Y está claro que él sabe bien que nadie sale de una facultad, o escuela, formado. Formarse exige probarse, ponerse a prueba. Las opiniones solo se pueden defender cuando son propias. A él se lo dejó claro su maestro Javier Carvajal: “solo se enseña lo que se sabe”. Puede ser. Pero seguro que a Vicens no se le escapa que creer que se sabe es un camino clásico para dejar de saber. Que la relatividad de las certezas, y de las incertezas, no sea refugio para perezosos depende de la labor de un buen profesor.
Lo que a Ignacio Vicens le gustaría transmitir a sus alumnos es criterio, capacidad para decidir. Dice que el criterio viene de la formación. Formación es experiencia, aprendizaje, exposición y reflexión. Pero, ¿de dónde sacan los alumnos hoy la experiencia? Probablemente nuevas fuentes. Es verdad que no hay que descartar las antiguas. Es evidente que el viaje a Roma es un manantial eterno, pero el viaje a Roma de un tipo de 20 años no puede ser el mismo hoy que hace cuarenta años. La propia Roma no es la misma. Y esos cambios son la vida.
Así, a medida que la historia acumula capas (y muchas se han acumulado en el siglo XX), quien trata de mirar y pensar tiene más con qué entretenerse y más con qué comparar para poder decidir. Es cierto que, al final, todos recordamos tres profesores y lo que les agradecemos es siempre lo mismo: su entusiasmo. Callados a veces, mal hablados, bebedores, impuntuales o malhumorados, la circunstancia se pierde casi tanto como la enseñanza. Lo que los buenos profesores enseñan es a dudar. Un sermón solo contagia miedo, nunca entusiasmo. Y es contra el miedo, la ignorancia y el odio (“los grandes enemigos del progreso de la humanidad”) contra los que advierte Vicens. Convencido de que la aventura del hombre es la de la creatividad y, sabedor de que no hay aprendizaje sin alegría, Vicens llama a emplear el ocio como principio activo. Se trata de aprender a partir de lo que más nos interesa.
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