'Wild', de Cheryl Strayed: un libro salvaje y cautivador
Cuando Cheryl Strayed se lanzó a recorrer sola un largo tramo del Pacific Crest Trail con Monstruo, una descomunal mochila que pesaba más que ella, sin ninguna experiencia en marchas largas y con unas botas de montaña que le quedaban pequeñas, trabajaba como camarera y su vida hacía agua por todas partes: su familia se había dispersado tras la muerte de su madre por un cáncer cuatro años antes, un golpe que la lanzó a la promiscuidad y a coquetear con las drogas.
“Eran árboles altos, pero yo estaba en una posición aún más alta: por encima de ellos, en una escarpada ladera en el norte de California. Momentos antes me había quitado las botas de montañismo, y la del pie izquierdo había caído entre esos árboles al volcarse sobre ella la enorme mochila, salir catapultada por el aire, rodar hasta el otro lado del sendero pedregoso y despeñarse por el borde. Tras rebotar en un afloramiento rocoso a unos metros por debajo de mí, se perdió de vista entre la enramada del bosque, donde ya era imposible recuperarla. Atónita, ahogué una exclamación, pese a que llevaba treinta y ocho días en medio de aquella agreste naturaleza y a esas alturas sabía ya que cualquier cosa podía ocurrir, y que ocurriría. Pero no por eso dejaba de asombrarme cuando por fin sucedía.
La bota había desaparecido. Había desaparecido de verdad".
"Estaba sola. Estaba descalza. Tenía veintiséis años y también yo era huérfana. «Una verdadera extraviada», había dicho un desconocido hacía un par de semanas cuando le di mi apellido (Strayed significa extraviada en inglés) y le hablé de mis escasos lazos con el mundo”.
Durante más de tres meses y casi dos mil kilómetros, Cheryl Strayed caminó por las cadenas montañas de California y Oregón. Además de sus botas, perdió varias uñas de los pies, aunque encontró a otros mochileros solitarios como ella –-Greg, Matt, Albert, Tom, Doug, Jimmy Carter…-- con los que compartió charlas, risas y comida. Lo cuenta en su libro, en el que mezcla las experiencias del viaje con los recuerdos de su vida anterior, con descarnada sinceridad, con una prosa divertida y conmovedora; enérgica y directa, a ratos (como en el capítulo donde nos habla de su yegua Lady) muy dura.
Pero paso a paso, "a pesar de los osos y las serpientes de cascabel y los pumas; a pesar de las ampollas, las costras, los arañazos y las laceraciones; del agotamiento y las privaciones; del frío y el calor; de la monotonía y el dolor", Cheryl va encontrando su propio camino, con su mochila cada vez más ligera de peso y de fantasmas: “Ahora, de pie y descalza en aquella montaña californiana, se me antojaba que habían pasado años, que en realidad había sido en otra vida cuando había tomado la decisión, posiblemente insensata, de darme un largo paseo sola por el SMP con el propósito de salvarme (…). Observé mis pies descalzos y maltrechos, con sus escasas uñas residuales. Eran de un blanco espectral hasta la línea trazada a unos centímetros por encima de mis tobillos, donde normalmente acababan los calcetines de lana. Por encima, tenía las pantorrillas musculosas y doradas y velludas, cubiertas de polvo y una constelación de moretones y arañazos. Había empezado a caminar en el desierto de Mojave y no pensaba detenerme hasta tocar con la mano un puente que cruza el río Columbia en el límite entre Oregón y Washington, cuyo magnífico nombre es Puente de los Dioses.
Miré al norte, en dirección a él: la sola idea de ese puente era para mí una almenara. Miré al sur, hacia donde había estado, hacia la tierra agreste que me había aleccionado y abrasado, y me planteé mis opciones. Solo tenía una, lo sabía. Desde el principio había tenido solo una.
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