El libro viajero
Hasta hace cuatro días, y no es una forma de hablar, ni siquiera sabía qué era la goma EVA. Para el que haya sobrevivido hasta hoy sin ese espacio de su cerebro ocupado, como moi, lo cuento. ¡ATENCIÓN, SPOILER! Es un polímero termoplástico conformado por unidades repetitivas de etileno y acetato de vinilo. Bueno, vale, eso es lo que dice la Wikipedia. Es ese material parecido a la gomaespuma que se vende en pequeñas planchas tamaño folio de un milímetro de grosor y que sirve para hacer manualidades. Porque de manualidades vamos a hablar. Concretamente, como reza el título de este artículo, de un bonito libro viajero.
Sí, amigos. La semana pasada recibí el encargo de dejar mi huella -bueno, no la mía, la de toda la familia- en un ejemplar de esos que yo llamo falsa moneda, que de mano en mano va y ninguno se la queda. El tomo ya estaba empezando a parecerse al incunable con el que Ned Stark ata cabos y decide que a santo de qué el hijo mayor del rey Robert Baratheon, orondo, barbado y moreno, es delicado y rubicundo. En una palabra, que tenía ya un calibre considerablemente más allá de la capacidad de las anillas de plástico. Cada una de las familias por las que había ido pasando había cebado el tocho de forma inmisericorde. Ahí teneis la imagen del libro.
Lo primero que se hace cuando se recibe un encargo de estos es, evidentemente, y más en un país como España, en el que la envidia es deporte nacional, echar un vistazo a lo que han hecho los otros padres, a ver si bajan las musas. Así que, así lo hicimos. ¡Dios santo! Había topado con el creador de Art Attack y toda su parentela. De ahí el volumen del cuento. Todos los materiales se habían utilizado: desde cartulina a fieltro (sí, sí, mirad la foto, saludad a Pepe), pasando por pegatinas, sobres, bramante, plumas, purpurina, uralita, uranio enriquecido y hasta agua del río Jordán. Había troquelados, figuras en relieve, trenes, naves espaciales, barcos, cofres... Solo faltaba un audio de Mariano Rajoy con instrucciones sobre los recortes. Dura tarea. Había que estar a la altura, así que nos pusimos manos a la obra.
Para no desmerecer, hubo que diseñar mentalmente dónde íbamos a mandar de viaje al pollito Pepe, protagonista del cuento. Tras un arduo debate de unos 10 segundos, decidimos que la selva era el escenario indicado para la nueva aventura del bípedo. Allí iba a llegar Pepe a lomos de una silla voladora, heredada de la familia inmediatamente anterior, y allí se iba a encontrar con animales variados, con el habitante selvático y con el hechicero Romero, que con su escudo mágico le daría la clave para la siguiente etapa de su viaje. Un escudo, por supuesto, practicable: un audaz recurso permitía levantar una parte del escudo para descubrir dicha clave. Además, había que repartir plantas y personajes por los incontables metros cuadrados de las dos páginas. Por allí apareció Bagheera, la pantera de El libro de la selva, por ejemplo. Y para que no se sintiese sola, hubo que traer también a la serpiente Kaa y al elefantito. Pusimos una palmera, un árbol, hierba, las nubes, el sol...
Vale, reconozco que lo pasé como un enano con las tijeras, la goma EVA, las cartulinas y el pegamento -y no, no me dediqué a esnifarlo-. Es cierto que me quitó horas de sueño durante un par de días, pero es que la goma esa es un vicio. Te pones a recortarla y a hacer cucadas y no puedes parar. Igual desprende alguna sustancia. Cada pieza que recortábamos y pegábamos -cortar y pegar, ¡cuán alejado de Internet!- se nos ocurría otra, que había que recortar y pegar. Un no parar. ¡Y venga pegamento! ¡Y venga cartulina! ¡Y venga dibujitos sacados de Internet! ¡Y venga vino! Era sábado por la noche y no podíamos dejarlo. Un frenesí, un desenfreno. Aquí está el fruto. Más arte que Falete.
Ahora
es cuando alguien viene y dice que vaya fastidio eso de que la
guardería te ponga deberes, que ya tenemos bastantes problemas y vamos
hasta el cuello de obligaciones como para ponernos a pintar, pegar,
recortar e inventar historias. ¡Que ya está bien, hombre! O el otro que
te diga que está muy bien eso de implicarse en la educación de los
hijos y que qué mejor que ayudarles con sus tareas. Y los dos tendrán
razón, seguramente. Por un lado, llegar a casa cansado, con las tareas
domésticas pendientes, con las extraescolares, con la guerra diaria de
baños y demás, recoge esto, vamos, come o te vas a la cama sin cenar,
etc., ya es suficiente como para echarle demasiadas ganas al libro
viajero. Y por otro, es cierto también que, a veces, con uno de estos
trabajos, puedes conseguir un rato de esos que valen la pena, todos
tijera en mano, unas risas, y que es la educación de un hijo, qué
caramba, y que estará encantado de que ver que una cosa suya te
interesa. Yo me veo incapaz de decidir una cosa o la otra.
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