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Blogs / Gastro
Gastronotas de Capel
Por José Carlos Capel

Pan y sexo por San Blas

José Carlos Capel

Ayer, en la iglesia, después de la misa de media mañana, asistí a la procesión del santo que concluyó con la bendición de las roscas y los cachetes que venden las panaderías de la zona.

¿Desde cuándo se elaboran? Nadie lo sabe. Se reconozca o no el cachete (también llamado machote) emula un falo desproporcionado, con sus correspondientes genitales más o menos desfigurados. La rosca, que se asemeja a un roscón de reyes, es una alegoría del sexo femenino. Ambos, con la superficie lisa o rociados de anisitos se acoplan entre sí por penetración de uno en otra. Dentro de la iglesia los niños -- pocos -- portaban los cachetes; las chicas las roscas. A la salida degustamos varias porciones a sabiendas, según recalcó el cura, que una vez benditos son buenos contra las dolencias de garganta.

Más allá de las apariencias, detrás de estas piezas se ocultan ritos paganos de exaltación de la fertilidad cuyos antecedentes nos retrotraen a los fastos de Roma.

Cuando hace más de quince años yo escribía el libro “El Pan Nuestro” (RB) me hacía la misma pregunta ¿Por qué en algunos pueblos españoles desde San Antón hasta la Pascua se elaboran panes rituales a los que se les atribuyen propiedades extrañas? No tardé en comprender que para las antiguas civilizaciones cruzamos ahora el ciclo de regeneración de la luz, periodo cósmico estratégico. Y que algunos de estos panecillos, con una enorme carga simbólica, son todavía el débil cordón umbilical que nos une al pasado. Antropología pura.

En su obra El Carnaval, Julio Caro Baroja explica el sentido de los fastos en honor de dioses concretos. Su objetivo, no era otro que procurar la fertilidad de los campos, la abundancia de las cosechas y evitar las enfermedades de hombres y animales. El cristianismo no arrasó determinadas tradiciones, simplemente las cristianizó colocando santos donde antaño había deidades. En un segundo paso las trivializaría al transformarlas en fiestas infantiles.

Al pobre San Blas, obispo armenio, lo convirtieron en protector de las enfermedades de garganta, un antídoto contra el pavor atávico de fallecer sin poder exhalar el alma por la boca. Por eso a los panecillos y rosquillas del santo se les han reconocido desde antaño propiedades contra la tosferina y la difteria. ¿Pero qué pintan ese falo gigante (cachete) y la rosca de Laguardia junto a San Blas en un día como el que estamos? Nada. Para mí son vestigios de alguna ceremonia de la fertilidad de orígenes remotos superpuesta a esta efemérides religiosa. Acaso una herencia de las lupercales romanas.

Que los falos tallados en piedra presidían la entrada de muchas mansiones romanas puede comprobarse hoy en las ruinas de Pompeya. Y que entre los romanos eran frecuentes los panes fálicos en homenaje a Príapo lo ratifica el epigrama que el poeta Marcial les dedicó en su momento: “Priapus siligineus (Martial, lib.XIV, ep LXIX).

Aparte de su innegable valor nutritivo y gastronómico el pan ha jugado un papel antropológico trascendental en las civilizaciones mediterráneas. En Francia, Italia y Centroeuropa hay testimonios parecidos al de Laguardia. Si alguna circunstancia no lo impide en pocos años la indiferencia de la sociedad y el rodillo de la civilización industrial terminarán por exterminarlos. Ignoro el camino a seguir pero deberíamos salvarlos. Está en juego una parte de nuestra cultura, y no precisamente la gastronómica. En twiter: @JCCapel

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Sobre la firma

José Carlos Capel
Economista. Crítico de EL PAÍS desde hace 34 años. Miembro de la Real Academia de Gastronomía y de varias cofradías gastronómicas españolas y europeas, incluida la de Gastrónomos Pobres. Fundador en 2003 del congreso de alta cocina Madrid Fusión. Tiene publicados 45 libros de literatura gastronómica. Cocina por afición, sobre todo los desayunos.

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