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Tribuna
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La dignidad de Cataluña

El debate en torno a la apuesta soberanista y la unidad de España está marcado por un insoportable maniqueísmo

Víctor Gómez Pin

Hace más de tres décadas, en los años de la Transición española, una de mis alumnas de la Universidad de Dijon, hija de republicanos exiliados, me mostraba estupefacta y herida desoladores versos de un poeta vasco que acababa de encontrar en la biblioteca de la facultad de letras. El autor creía manifestar su compromiso con la causa del pueblo vasco, entonces mutilado por la dictadura. Pero lo hacía, por cierto en castellano, jerarquizando a sus habitantes frente a los españoles, en un muestrario del cúmulo de prejuicios sobre los otros que, por desgracia, tantas veces es el pantano en el que se incuba la representación de la propia identidad. Cito las líneas menos injuriosas, por desgracia de inesperada resonancia: “Los vascos combatimos. Los vascos golpeamos / levantando la vida / Los vascos somos serios. Serio es nuestro trabajo / Seria es nuestra alegría. / Los vascos somos hombres de verdad, no chorlitos / que hacen sus monerías... ¡Que en el Sur los tartesos/ se tumben panza arriba... acariciando una melancolía! / Nosotros somos otros... / Nuestros cantos terrenos son cantos de trabajo, / victoria y alegría”.

La desolación de mi alumna se debía a que no se trataba de un escritor marginal, sino de alguien asociado a otros versos posteriores que reivindicaban la poesía como instrumento mayor en el combate por la restauración de la dignidad humana. Causa que, en la otra región industrial de inmigración, Cataluña, hacía suya el poeta Joan Oliver, al incluir en un canto a su tierra y a su lengua las siguientes líneas: “Por ser catalanes y sentirnos tales / amamos y buscamos en el libre abrazo / el espíritu y el ejemplo / de otros pueblos de razas y lenguas diversas / y el trato con todos y el contacto / en provecho de la tarea común y urgente / de mudar el mundo y los hombres /en la paz solidaria / y en la lengua fecunda”.

Eran tiempos en los que militantes catalanes de diversos orígenes luchaban —¡con éxito!— para impedir que el objetivo de la recuperación lingüística y cultural de Cataluña pareciera contrapuesto a la causa de esos “fugitivos de tierras exhaustas”, a los que también se refiere Joan Oliver en su poema, para los cuales Cataluña habría de convertirse en tierra propia, sin que ello implicara dejar de sentirse fraternalmente unidos a los que habían permanecido en la España rural.

Es obvia la tremenda derrota que supone para este ideario la actual proliferación en Cataluña de discursos dirigidos a los ciudadanos con raíces en otros lugares, que apuntan a convencerles de que una España tachada de arcaica, indolente, castiza e intrínsecamente cerrada a la Europa que Cataluña representaría... definitivamente ya no puede ser su patria. Para los que esgrimen tales discursos la apuesta por la soberanía de Cataluña no es tanto afirmación de sí como repudio del otro, y para una franja de la población inmigrante a quien van dirigidos supone invitación al repudio de una parte de sí mismos.

Proliferan los discursos sobre el arcaismo de España, dirigidos a los catalanes con raíces de otros lugares 

Un conocido escritor, cronista en un diario barcelonés, interrogándose con escepticismo sobre la posibilidad de que a Cataluña se le deje la posibilidad de autodeterminarse, formula la pregunta en estos términos: “¿Alguien piensa que España —da igual el Gobierno que tenga— renunciará a seguir ordeñando la teta catalana que tantos beneficios le da?”. Es importante la precisión de lo indiferente que para el caso es el Gobierno que tenga una España considerada intrínsecamente parasitaria, como consecuencia del bien sabido carácter ocioso de sus habitantes... los del sur sobre todo, como se encargó de recordar un dirigente de CiU en su tristemente famosa invitación a “votar con la cabeza, el corazón y la cartera” a fin de no seguir subvencionando a los que pasan la mañana en la taberna, haciendo así (¡hoy!) suyas las líneas del poeta vasco al que antes me refería, “que en el sur los tartesos...”.

No es trivial el hecho de que el político que así se dirigía en lengua castellana a los andaluces y otros inmigrantes de una popular barriada barcelonesa se declare nacionalista, pero no independentista. Precisión que le redime a los ojos de ciertos defensores de la unidad de España a cualquier precio, y en consecuencia poco receptivos a la evidencia de que el sentimiento independentista en un amplio sector de la población catalana, de ninguna manera puede ser vivido como una ofensa. La ofensa solo surge cuando los términos del debate son voluntariamente fijados por un insoportable maniqueísmo y el que habla de España, sea independentista o no, se apunta a la metáfora de la vaca expoliada, parangonando a aquellos que, sin rechazar la unidad europea, se refieren a los pueblos meridionales en general con los estereotipos al uso y acrónimos como el de PIGS.

Cierto es que la otra parte no va a la zaga. Se diría que muchas veces en esa España que retóricamente se ha denominado plural, Cataluña solo tiene cabida al precio de su reducción, de la dilución de los rasgos que la singularizan como comunidad. En algún lugar y ocasión este rechazo lo provoca la mera percepción del acento, de tal manera que —es doloroso decirlo— parece que el fenotipo catalán moleste. Los españoles que no resisten a estos prejuicios deberían ser conscientes de que están contribuyendo a hacer la sutura imposible, y sopesar las consecuencias.

El independentismo no puede ser vivido como una ofensa a la unidad española

¿Y los que deploramos esta distribución de los papeles? Pues simplemente hemos perdido la batalla, y no es difícil barruntar las causas. En ausencia de un objetivo común de dignificación social, la culpa de la miseria ha de ser necesariamente imputable al otro. Cuando no hay rebeldía frente a los escandalosos desequilibrios económicos culturales y sociales que se dan en el seno de una comunidad, se enfatiza el peso de los desequilibrios entre balanzas fiscales respecto a otras comunidades. La cantinela es monótona y universal: “Padanos” contra hijos del mezzogiorno, flamencos contra valones, Europa sobria trabajadora contra sur despilfarrador y holgazán. Los PIGS se multiplican en el seno de cada país y hasta de cada región. Todo el mundo tiene su sur, reencarnación de esos tartesos que “se tumban panza arriba”. Simplemente... ¡qué derrota y qué tristeza!

Sentimiento de derrota que no exime del deber. Deber de denunciar las condiciones sociales que han permitido la sustitución del ideario reflejado en lengua catalana en los evocados versos de Pere Quart por el tan abyecto espíritu de los versos del citado poeta vasco. Por la recuperación de esta actitud, se sea o no independentista, pasa hoy, en relación con España, la dignidad de Cataluña.

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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