Arquitectura hecha a mano
FOTO: Jorge López-Conde
En el pueblo palentino de Moratinos solo viven hoy 22 personas. En un siglo la pedanía ha perdido a 326 de sus habitantes. Tal vez por eso, una pareja decidió salvar –dándole nueva vida- la bicentenaria bodega del lugar.
“Solo el tiempo construirá esta obra que nunca finalizará”- comienza explicando Fernando Moral-. Aunque en sus proyectos de rehabilitación y reparación (como la recuperación de la Iglesia de San Lorenzo o la Rampa en Sahagún, León) ha demostrado que pertenece a una estirpe que cedió el protagonismo de algunos edificios a los lugares y a la vida, y aunque parece incluso dispuesto a ceder la autoría de este proyecto al tiempo, él es el arquitecto de esta bodega, El Castillo, en Moratinos, al Oeste de Palencia.
El trabajo de Moral ha consistido en recuperar la bodega y en transformarla en restaurante. No ha optado por la vía fácil: ha buscado potenciar una arquitectura de los otros sentidos en la que los espacios y las texturas hablen por encima de las formas. Así, la nueva construcción –que encierra un bar y las cocinas- se asienta como si sobre ella ya hubiera actuado el tiempo. El mismo tiempo que sí dejó su huella en la antigua galería subterránea donde hoy está el comedor del restaurante. Este pre-existente, es el espacio más arriesgado de la intervención: un túnel que atraviesa una colina de tierra compacta como una roca “con unas condiciones energéticas óptimas”, explica Moral.
El arquitecto conoce el terreno al dedillo. Él y su equipo excavaron y tallaron a mano la antigua bóveda. El cuerpo nuevo del inmueble fue realizado con un hormigón tintado, también muy labrado, que recuerda los trabajos artesanos y hace sentir, con fuerza visual, el valor táctil de la arquitectura. Así, Moral habla de “construir las intuiciones previas” cuando explica la función de los listones de madera destinados a pudrirse para capturar, en ese deterioro, el transcurrir de los días.
Este proyecto ha sido realizado in situ, de manera entre manual y experimental. Todos, desde el arquitecto hasta los propietarios, han colaborado en ese hacer artesanal y en equipo que ha reducido el presupuesto “a poco más de 500 euros por metro cuadrado”, cuenta el arquitecto. Como la tierra -marcada por la presión, el clima y el paso del tiempo- que protege la bodega, el nuevo restaurante busca hacerse, y también desaparecer, con el transcurrir de los días.
“La sensación quiere ser la de una boca que te traga y te lleva a sus entrañas”, explica Moral. La aridez del sitio, y la crudeza de los acabados, pone el resto en este trabajo que sumó intuiciones. De este modo, más que acatar las instrucciones de un plano, el proyecto reivindica una arquitectura de la improvisación: capaz de responder a los cambios y a las sorpresas. Más cercana al lugar que a los despachos. Más atenta a la vida que a los planos.
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