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Tribuna
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Las cosas que la universidad debe cambiar

Hay que buscar un verdadero mecanismo de incentivos basado en las personas

La entrada de España en la Unión Monetaria Europea obligaba a realizar una serie de reformas estructurales que lamentablemente quedaron pendientes. Dentro de este programa de transformación económica, el sistema educativo y, más en concreto, la universidad, juega un papel esencial.

Está fuera de discusión que el sistema universitario español ha llevado a cabo una transformación espectacular en los últimos treinta años, multiplicando su capacidad formativa, acogiendo a cientos de miles de estudiantes y aumentando la producción científica española hasta situarse en lugares prominentes en áreas clave del conocimiento. En España más del 60% de dicha producción científica la realizan los miembros de la comunidad universitaria. Sin embargo, también es cierto que el intenso crecimiento del sistema universitario ha conducido a ineficiencias que deben ser corregidas, máxime en tiempos de crisis (mapa universitario desajustado; mala adaptación al Espacio Europeo de Educación Superior, exceso de burocratización; duplicidades competenciales; incapacidad para evitar la endogamia; dificultades para establecer un sistema claro de señalización a la sociedad de quiénes son los mejores estudiantes, los mejores centros docentes y grupos de investigación en cada especialidad; problemas de gobierno…). Mi experiencia me indica que desde la universidad se es consciente de que hay cosas que deben ser cambiadas y existe en ella voluntad de transformación, por lo que tengo una visión optimista y esperanzada de su futuro. Creo firmemente que es necesario y posible ir hacia una nueva etapa en el desarrollo de la universidad en la que el énfasis bascule desde el esfuerzo en infraestructuras hacia un verdadero mecanismo de incentivos basado en las personas y donde el esfuerzo coordinador del Estado se centre casi exclusivamente en el control de los resultados finales alcanzados (conocimientos adquiridos por los alumnos y producción científico-tecnológica del profesorado) y no en la calidad de los procesos aplicados, delegando esta importante labor a las comunidades autónomas o a las propias universidades.

Hoy en España la comunidad universitaria engloba a alrededor de millón y medio de personas, contando alumnos, profesores, investigadores y personal de administración y servicios. Cuando se habla de la universidad española, ésta no es ni un ente abstracto ni un conjunto homogéneo. La universidad no la constituyen las instituciones sino ese amplísimo número de personas y cualquier reforma que no las tenga como referencia principal estará abocada al fracaso.

El Gobierno debe evitar la improvisación y ejercer  su liderazgo en la búsqueda del interés común

Plantear de forma pormenorizada cómo debe ser esta reforma escapa al alcance de este artículo. Sin embargo, no puedo dejar de exponer los cuatro principios rectores que, a mi parecer, deberían presidir la misma. En primer lugar, debe ser simple y flexible, estableciendo un marco de incentivos financieros (becas e incentivos salariales) que premie a los agentes del sistema universitario (estudiantes y personal universitario) en función de sus resultados y dejando que sean ellos los que tomen sus decisiones académicas y de especialización profesional. En segundo lugar, debe buscar la transparencia, permitiendo saber por áreas de conocimiento dónde se consiguen los mejores resultados en términos docentes y de investigación. En tercer lugar, debe facilitar la movilidad, tanto del personal universitario como de los alumnos, especialmente en postgrado. Esta movilidad también debería promoverse entre el sistema universitario y el resto del sistema de ciencia e innovación. Como piensa una buena parte de la comunidad científica, la actual Ley de la Ciencia es manifiestamente mejorable, pero es necesario aprovechar las oportunidades que abre para mejorar la eficiencia del sistema universitario y científico en su conjunto. Finalmente, dado que las competencias sobre universidad recaen sobre varios niveles de la Administración, el principio de responsabilidad debe guiar la gestión, respondiendo cada uno de ellos de los resultados obtenidos en relación a los objetivos fijados.

Se está hablando mucho de los sistemas de gobierno de las universidades y nadie discute la autonomía de las mismas. Sin embargo, el servicio público que prestan les ha sido delegado y, a mayor autonomía, cabe esperar también mayor transparencia, rendición de cuentas y evaluación de los resultados. En ello está la clave del gobierno de las universidades: no en el método de elección del rector sino de que su continuidad en el cargo dependa de los resultados obtenidos. Reformas centradas en las superestructuras de las universidades y no en las motivaciones e incentivos de su capital humano nunca conseguirán campus de excelencia. Como ya nos dejó por escrito Santiago Ramón y Cajal en 1898 : “El problema central de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical …. de la comunidad docente. Y hay pocos hombres capaces de ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros”. Aunque puede que la comunidad universitaria sea quien mejor se conozca a sí misma, el Gobierno debe evitar la improvisación y ejercer, con diálogo y fructífera discusión, pero también con un programa claro de líneas y objetivos de reforma, su liderazgo en la búsqueda del interés común. Mi experiencia a lo largo de tres años al frente del sistema universitario valenciano es que cuando se muestra un camino claro con los instrumentos y los incentivos adecuados es posible generar un clima de confianza y respeto mutuo en el que es la propia comunidad universitaria la que encabeza el cambio.

María Amparo Camarero es catedrática de Economía en la Universidad Jaume I de Castellón y ex secretaria general de Universidades del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

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