El mal Derecho
El ordenamiento jurídico español no define bien las soluciones y obliga a ir a los tribunales
¿Por qué pleiteamos los ciudadanos? Porque tal es nuestro derecho, contestaría raudo cualquiera, porque el art. 24 de la Constitución establece el derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de nuestros derechos e intereses legítimos. Pleiteamos porque hacerlo es un derecho fundamental en un Estado democrático.
La anterior respuesta es sin duda válida, pero no contesta a la pregunta sino en un sentido formal. En último término, es patente que no pleiteamos simplemente porque tengamos el derecho de hacerlo, sino que usamos de este derecho porque creemos que mediante su utilización vamos a obtener una ventaja. Esta ventaja puede ser muy variada, tanto como son variados los tipos de procedimientos judiciales utilizables: que se nos reconozca un derecho violado, que se nos indemnice por un daño, que se cumpla un contrato, que se pague una factura, que se invalide un despido, y así sucesivamente. En todos los casos, pleiteamos porque creemos que mediante la intervención de los tribunales obtendremos algo que de otra forma no recibimos.
De lo cual se deduce que si los españoles pleiteamos mucho (y ciertamente que es así) es porque las expectativas que nos asigna el ordenamiento jurídico no suelen ser espontáneamente reconocidas y cumplidas por nuestros conciudadanos o por la Administración. Vamos a los tribunales porque no se nos da voluntariamente aquello a lo que tenemos derecho. Ahora bien, si excluimos —como parece razonable hacer— una especie de malevolencia genética del español tipo, que le haría negarse por sistema a cumplir con lo que establece el ordenamiento jurídico (lo cual no sería compatible con su correlativa afición a exigir esos derechos ante los jueces), hay una razón concreta que aparece como la causa dominante del recurso a los tribunales: la incertidumbre. Dicho de otra forma, el ordenamiento jurídico español posee un tan alto grado de incapacidad de definición exacta de la solución aplicable a las situaciones jurídicas conflictivas que necesariamente lleva a que las personas, físicas o empresariales, busquen en los tribunales la solución que el ordenamiento no establece con suficiente nitidez.
Casi nadie pleitea cuando el resultado del pleito es predecible de antemano. A casi nadie se le deniegan sus derechos cuando éstos son claros y nítidos. Menos aún si al que pleitea u obliga a otro a pleitear sin razón se le aplican sanciones disuasorias. Por el contrario, si la solución final que un tribunal va a dar un conflicto es relativamente impredecible, o si pleitear por motivos desviados no está sancionado, entonces surge un interés relevante en pleitear, y así se hace de hecho.
La legislación es prolífica, precipitada, desordenada, poco cuidadosa, plural, solapada, técnicamente descuidada, volátil, declamatoria, y así sucesivamente
De manera que, aunque no nos guste reconocerlo, el uso excesivo del derecho a la tutela jurisdiccional deriva entre nosotros de la circunstancia objetiva de que el Derecho Positivo español no proporciona soluciones claras a las situaciones conflictivas, es decir, es un mal Derecho. Y es malo porque el Derecho, con independencia de la justicia de sus soluciones concretas, tiene que proporcionar seguridad jurídica, es decir, proporcionar a las personas pautas reconocibles y estables de actuación. Y si no lo hace, es un Derecho de calidad deficiente que, en lugar de establecer un marco de actuación predecible, genera él mismo un elevado grado de litigiosidad porque no cumple con su función sociológica esencial.
La mala calidad del Derecho Positivo español en lo que se refiere a su seguridad tiene muchas causas, pero lo más lamentable es que la época democrática no ha hecho sino incrementarla: la legislación es prolífica, precipitada, desordenada, poco cuidadosa, plural, solapada, técnicamente descuidada, volátil, declamatoria, y así sucesivamente. Esto ha sido tan comentado que no merece la pena volver sobre ello. Pero quizás sí convenga señalar que nuestros tribunales hacen poco por corregir ese defecto. Más bien lo incrementan con su gusto por interpretar el ordenamiento de forma novedosa, particular o directamente arbitrista (les atrae más hacer justicia que aplicar la norma), de manera que añaden un segundo grado de inseguridad decisional concreta al ya elevado de inseguridad definitoria básica. Resultado: por un lado, que España es uno de los países del mundo con más bajo índice de seguridad jurídica, de lo que deriva que los costes de transacción son de los más elevados del mundo. Por otro, que cuanto más pleiteamos más incrementamos la inseguridad y, por ello, provocamos más pleitos futuros.
Resulta ciertamente lamentable que el propio legislador democrático haya tenido que intentar frenar el uso abusivo del derecho a la tutela jurisdiccional elevando o extendiendo el freno que supone el sistema de tasas, con lo cual se cercena el derecho mismo y no sólo su uso desviado. Pero la crítica al sistema de tasas sirve de muy poco (salvo para quedar bien) si no se es consciente de las causas profundas del problema, que no radican en una genética social anómala (la del español pleitista), sino en la mala calidad de nuestro ordenamiento. Se pleitea porque siempre —y siempre es siempre en nuestro caso— hay posibilidad de que los tribunales le den a uno la razón. Que es tanto como decir que se pleitea porque hay mal Derecho.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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