Aproximación a Goytisolo en la plaza Xmáa-el-Fna
Autor invitado: Pablo Cerezal (*)
Hay una imagen que permanecerá cosida ya, por siempre, al envés de mis pupilas: el escritor Juan Goytisolo, ligeramente encorvado, al lento paso que la edad le permite y que el gusto por el paseo le impone, se aleja de mí internándose en una estrecha y sucia calleja de la medina de Marraquech. Camina hacia su domicilio, regresado del matutino “medineo” diario.
Ocurrió al día siguiente de que tuviese la oportunidad de compartir con él un delicioso té a la menta y una suculenta charla, amigablemente enredada de significativos silencios, a la mesa desvencijada de uno de los cafetines que brotan vida y palabra en la noche de la Plaza de Xmáa-El-Fna.
Una plaza, la de la imperial Marraquech, que la UNESCO declaró, en 2001, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Con sinceridad: poco nos importan las deliberaciones del internacional organismo, pero mucho el hecho de que jamás se hubiesen siquiera iniciado de no ser por la campaña emprendida por el autor “marrakchí” para obtener la mundial defensa del espacio cultural (que no físico) de la plaza.
La escena que pude contemplar, al día siguiente de mi reunión con Juan Goytisolo, y que jamás podré olvidar, fue producto de la casualidad (o no), al encontrarme yo realizando mi último recorrido por la medina, antes de partir hacia latitudes de temperatura más amable, y no puedo más que imaginarla metáfora urgente de mi temporal adiós. Yo me despedía de Marraquech, y la ciudad, cargada sobre los hombros del poeta, se despedía así de mí, caminando en sentido opuesto, ofreciéndome su espalda de verbo y tiempo latentes.
El encuentro del día anterior se había producido, ya digo, en la terraza del café que, a día de hoy, más frecuenta el escritor. Una terraza desde la que asistimos al espéctaculo crujiente de la vida en plena ebullición. Porque, afirmo, quien no haya visitado, al menos una vez, la plaza de Xmáa-el-Fna, nunca podrá asegurar que ha vivido. Puntualizo: más que visitarla es preciso naufragar en ella.
Personalmente, si ya desde antes quedé prendado de la irregularidad de su perímetro, y de las vidas de quienes lo recorren, a partir de aquel día he comenzado a amar más esta milagrosa explanada, al comprender que se trata de la principal creación de quien considero imprescindible artesano de la lengua en que nos comunicamos, ya lo dejé dicho al día siguiente del encuentro y momentos antes de la partida.
Por intentar un breve e ineficaz trazado histórico del lugar que nos ocupa, podríamos decir que la Plaza de Xmáa-El-Fna debería haber conocido su fundación como epicentro emocional de la ciudad de Marraquech el mismo año que ésta, más o menos en 1071, bajo el mando de los gerifaltes del Imperio Almorávide, que trazaban líneas divisorias y acaparadoras de las tierras magrebíes en aquellos tiempos.
Pero carece de rigor la reflexión cuando ni siquiera podemos fijar con exactitud el año.
Igual ocurriría si pretendiésemos elucidar el sentido del nombre de la plaza que de tantas formas distintas ha llegado a pronunciarse y escribirse y que de tantos significados varios ha llegado a proveerse por exigentes estudiosos e imaginativos amantes del cuento y la leyenda. Encontraremos, de indagar, quien achaque su nombre al hecho de haber sido, en la antigüedad, lugar de públicas ejecuciones, quien lo identifique con el de la Mezquita del Fin del Mundo, y quien, menos grandilocuente y populachero, afirme que simplemente pretendieron, aquellos que en primer lugar nombraron su perímetro inexacto, homenajear una cercana mezquita.
Las tribulaciones de los amantes del léxico se amparan en el significado de “mezquita congregacional” que tendría el vocablo Xmáa, y la doble posibilidad de “muerte” ó “terreno frente a un edificio” de la palabra Fna.
Allá cada cual con su preferencia, juegue cada uno con su predilección. No de otra cosa, al fin, si no de juego, hablamos al rememorar tan grandioso espacio. Porque Xmáa-El-Fna es juego: de voces, presencias, acciones, colores, aromas, músicas, sabores, flirteos, amores, susurros, digestiones, embriagueces, rencillas, luces y sombras y vidas, vidas, vida...
También, por qué no, es la Plaza un espacio en que cohabitan, lujuriosos, pasado y futuro, para dar a luz un presente paradisíaco y febril en que el autor quiso un día hacer habitación permanente.
Llegó a Marraquech, Juan Goytisolo, allá por 1985, huyendo, en su intento de aprender el dariya, de las calles de Tánger dónde, por su origen hispano, todos los habitantes acababan dialogando con él (o al menos intentándolo) en su lengua materna. La lengua que amaba pero que se le antojaba estrecha para llevar adelante su impresionante proyecto literario. Estrecha como la mentalidad de aquellos conciudadanos que habitaban una España sumida aún en la recolecta miserable de 40 años de dictadura y que teme el autor esté volviendo con renovados bríos, a día de hoy, a ejercer de encefalograma genérico de los habitantes de la Ibérica Península.
Y fue en las calles de Marraquech, y especialmente en su popular Plaza, donde comenzó a prestar prestos oídos a las voces de la gente, escuchándolas, replicándolas con tímidez inicial, grabándolas en vetustos cassettes para reproducirlas una y otra vez en la soledad lóbrega de su inicial morada, con el ánimo de llegar a pronunciar algún día un idioma que como tal defiende y que ya domina a la perfección. Un idioma que es distinto del árabe impuesto por la doctrina religiosa que avasalla el país vecino y que, defiende Goytisolo, será algún día reconocido como propio e identificativo de todas las naciones que integran el Magreb, junto al tamazight y, quizás, al sousía (utilizado por los beréberes originarios del más profundo Sur del territorio).
El hablar pausado del poeta me condujo, de la mano, en un embriagante recorrido por la Plaza. Creo que pude pisar cada uno de sus adoquines, integrarme en cada uno de los corrillos formados alrededor de inspirados músicos, parlanchines cuentistas, embaucadores pitonisos, lenguaraces vendedores de comida, travestidos bailarines, convincentes comerciantes de mágicos unguentos, avispados raterillos...
Comprendí, mejor si cabe, la defensa a ultranza que engalana, desde hace años, la oralidad sin paliativos de los literarios textos que nos regala el autor, el hecho de que la Literatura no ha muerto por más que así lo quieran los comerciantes de palabras que, hoy, se disfrazan de amantes de las Letras.
Viene, Juan Goytisolo, edificando desde hace tiempo un inmemorial monumento a la palabra que encuentra su Edén perfecto en esta Plaza en la que la palabra es arte y el arte es vida que a sí misma se vive, en continuo desarrollo, en incansable caminar descalzo como los pies de aquel cuentacuentos que, me recuerda, subía a sus hombros un borrico para, con los rebuznos pánicos por éste proferidos, llamar la atención de los viandantes y reunirlos a su alrededor para narrarles sus leyendas y conseguir un puñado de dirhams con que poder alimentarse al día siguiente.
No es preciso pues internet ni periódicos ni radios ni televisores para estar al tanto de lo que el mundo puede ofrecernos. Así lo ha comprendido él y es por ello que sin tales medios vive y acude, cada tarde, a la caída del sol, cuando la plaza se ilumina con la llamarada de bombonas de gas y el titilar de débiles cirios, a escuchar el trenzado de voces y canciones con que el pueblo marroquí se comunica y engendra las más gloriosas líneas de la Gran Literatura. Porque la literatura será música, al leerse en alta voz, o no será.
Verse pues, reflejado en el deformante y sapientísmo espejo que el poeta enfrenta a quien se acerca a departir con él, es ya suficiente experiencia para comprender mejor el espacio mágico de la Plaza de Xmáa-El-Fna. Pero no sólo aprehendemos los misterios de tan inmemorial foro. Nos embarcamos también, junto al poeta, en un viaje calmo por
las tierras de Allah, rememorando sus estancias argelinas, turcas, yemeníes, palestinas, kurdas e incluso saltamos océanos para reconciliarnos con las raíces negras del esclavismo transatlántico y la savia azteca del frondoso español hablado en latinoamérica.
No puedo más que sentirme afortunado por haber podido observar, tan de cerca, el más amable rostro de este sabio que, intuyo, no tiene rostro malo, y haber gozado de su sentido del humor benévolo y su verbo florecido en fogonazos de malabar e ingenio. Pocas veces tenemos la oportunidad, los humanos, de rozar la eternidad, aunque sea con la punta de los dedos. Y eterno será el feroz discurso calmo de este incansable trovador de la palabra y el eco.
Lamentablemente, como cada momento de los que nos reconcilian con la vida, éste tuvo que alcanzar su fin. Estaba yo invitado a cenar con una humilde familia local. Me hubiese quedado a vivir en ese café hasta que el dueño o el propio escritor me impusiesen la marcha, pero él mismo se encargó de recordarme lo que yo ya sabía: nunca se desprecia la invitación de una familia marroquí, porque en ella, a pesar de que no queramos comprenderlo, brota la semilla exacta de la comunicación y la vida. No podemos rechazar la vida. Hemos de entregarnos a ella con los brazos abiertos, como hace el poeta.
Abandoné el ruidoso café y él cambió de mesa, para reunirse con sus habituales contertulios, esos marrakchíes que portan a mucha honra, a su decir, el más ingenioso y vivo sentido del humor de todo el orbe musulmán.
Mi intención originaria, cuando llegué a Marraquech, era haberla abandonado aquella madrugada. No sé qué me retuvo en la ciudad. Tal vez fuese la necesidad de arrancarle una falsa despedida que, como dije al inicio, se produjo al día siguiente, dando mi último paseo por sus medievales callejas.
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