La frente marchita de un cooperante que vuelve a España
Esta entrada ha sido escrita porÁngel Gonzalo (@trompikonio).
Volver a España, un país desmoralizado, con el número de parados aumentando cada día, es desalentador. Ya no sé cuántos amigos periodistas y trabajadores de ONG han pasado a engrosar las listas del INEM.
Después de vivir casi un año en otra realidad, en un pueblo de Ghana, cuesta situarse de nuevo en tu propia casa. En estos meses, las noticias que han llegado han sido poco halagüeñas. Desde la persecución sufrida por el Juez Garzón, a la grave situación financiera, pasando por los recortes en derechos laborales, sistema educativo y sanitario y tantos otros aspectos que formaban nuestro estado de bienestar.
Ghana es un país que despierta y cuyos buenos indicadores económicos son la envidia de la región. En un contexto donde África Subsahariana se desangra en el Sahel, Boko Haram dinamita Nigeria y la rebelión de islamistas radicales y tuareg pone a Malí al borde de la guerra civil, Ghana es una balsa sobre la que navegan sus pateras. Incluso en sus vecinos más cercanos, Costa de Marfil y Togo, soplan vientos de inestabilidad. Más preocupante el primero. Y más alentador el segundo.
A pesar de que Ghana sea una balsa sobre el papel, la pobreza es más que evidente en buena parte del país y la brecha entre ricos y pobres sigue siendo enorme. Los beneficios del petróleo no llegan a quienes viven en infraviviendas y sólo la estabilidad democrática, la inversión en infraestructuras y la mejora en educación y sanidad permitirán un desarrollo real.
Frente a un país, Ghana, donde los gobernantes generan esperanza, quizá con demasiado optimismo, se encuentra otro, España, en el que los mismos actores desprenden frustración y pesimismo.
Eso se ha traducido en hechos concretos que han afectado por estas latitudes. Los recortes en la ayuda al desarrollo han dejado muchos proyectos a medias y las expectativas generadas en los más desfavorecidos han sido echadas por tierra. Otra vez el hombre blanco que promete y, cuando vienen mal dadas, se larga.
Confío, al menos, en que las agencias humanitarias hayan aprendido la lección y, de una vez por todas, dejen de depender de papá Estado para acometer sus programas. Aunque no sólo es culpa de las ONG -saben desde hace tiempo cómo trabajar-, la población también debe decidir. Si realmente hay un compromiso social, no hay otra manera que la de asociarse, implicarse y aportar granitos de arena que otorguen independencia económica y mayor capacidad de maniobra.
Quizás también entonces, además de los parches y las tiritas -tan necesarios en emergencias y otros contextos-, las ONG logren más fuerza para exigir que se cumplan los derechos de la gente a la que ayudan.
Porque no nos engañemos. La pobreza no es sólo cuestión de dinero. Ser pobre significa vivir a la intemperie, no acudir colegio o no recibir atención médica. Y eso son derechos humanos. Es tiempo de exigírselo a los gobiernos con firmeza, quizás en las mismas reuniones en las que se firman acuerdos para intervenir en tal o cual zona deprimida.
Es duro también observar desde la distancia como, cuando estos derechos empiezan a demandarse en los países pobres, se resquebrajan en España. Por eso, a pesar de las ganas que tengo de ver a familiares y amigos, no se me quita esta sensación de volver a casa con la frente marchita.
Los edtiores del blog recomiendan también la lectura de la anterior entrada de este autor en el blog hace un par de semanas: Préstales tu atención, no tu basura
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