Holanda 1- Alemania 2
Autor invitado: Pablo Cerezal (*)
Nos avasallan los medios informativos estos días con los prolegómenos, vicisitudes y resultados de los partidos de fútbol de la Eurocopa 2012.
Entre aquellos que no comparten la general afición por el denominado deporte rey podemos escuchar airadas imprecaciones contra el continuo despliegue informativo, en detrimento de otras noticias que consideran, sin duda, más importantes. Cierto que en este país el gusto por el fútbol alcanza límites insospechados, pero no sé si estamos en posición de afirmar que lo que en la Península Ibérica ocurre no llegue a cruzar nuestras fronteras.
Aterricé a primeros de mes en Marruecos y, ya desde el primer momento, ante la urgente necesidad de calmar los rigores estivales con un refrigerio, me vi en la difícil situación de no hallar calma en ninguno de los numerosos cafés que pueblan la ciudad imperial de Meknés. En todos ellos, sin excepción, pequeños o grandes, lóbregos o luminosos, la dictatorial presencia de una enorme pantalla de plasma que reproducía las carreras de los héroes del balompié presidía las estancias.
Las calles de la normalmente bulliciosa ciudad permanecían prácticamente vacías, y el volumen a que se encontraban activados los televisores de los cafés, tanto los que en su interior están instalados como los que permanecen a pie de vía, distaba mucho de ser el necesario para una pausada charla o un solitario pensamiento.
Buscando la calma precisa, decidí acercarme a la casa de Abdellah, cuyo desmedido nacionalismo futbolístico le hace afirmar que no hay más partido importante que el jugado por el equipo de la ciudad, el COD Meknés. Suponía yo que podría hallarme, allí, a salvo de la vorágine futbolera que parecía invadir la ciudad.
En la puerta me recibió Khaled, el hijo pequeño de Abdellah que, tras propinarme los tres besos de rigor y proclamar en alta voz toda clase de parabienes para mí y los míos, desapareció, como evaporado en la densa atmósfera, dejándome solo en el umbral de la vivienda. Fue esa reacción del pequeño, junto al estridente rugido de dos locutores españoles proveniente del salón familiar, lo que me hizo tomar conciencia del error que acababa de cometer. En la más familiar de las estancias de la casa, Abdellah y los suyos (salvo su esposa y su hija pequeña) gritaban enfervorecidos frente al aparato que mostraba las imágenes del partido entre Holanda y Alemania.
Abdellah se levantó para saludarme y volvió a tomar asiento mientras vociferaba a su mujer, que imaginé se afanaba entre fogones preparando la cena. No me quedó más remedio que tomar asiento y, al poco, irrumpió en el salón la pequeña Ikram, portando entre sus manos una bandeja repleta de dulces cuya exquisita disposición se veía culminada por una hirviente tetera.
El trabajo del padre de familia es duro. Abdellah invierte no pocas horas en adecentar viejas viviendas de la Medina de Meknes que están siendo adquiridas por acaudalados o soñadores europeos con la intención de abrir un Riad o un Dar turísticos, lo que en nuestra geografía vendría a ser un “pequeño hotel con encanto”.
Abdellah era, originariamente, albañil de oficio pero (hambre obliga) se ha reconvertido en los últimos años en todoterreno experto en reformas, incluyendo entre sus artes la de fontanero, pintor, electricista e incluso convincente intermediario entre los inversores extranjeros y las autoridades locales a la hora de obtener las licencias necesarias y disponer los sobornos oportunos para que el negocio de hostelería alcance buen fin.
Obvio que su trabajo es duro, y Abdellah se aplica a él con tenacidad y dedicación plenas.
Pude saber, durante el descanso de la contienda futbolística, que en la actualidadtrabaja bajo las órdenes y supervisión de un jubilado holandés que ha decidido invertir sus ahorros en la adquisición y reforma de un vetusto Riad escondido en el más oculto rincón de la Medina. Dieter, que es como creo haber comprendido se llama el inversor flamenco, ha pasado su larga vida laboral entre frenéticas contabilidades y extensas comidas de negocios y, ahora que ve cercano su ocaso, ha decidido pasarlo junto a su esposa en la histórica ciudad marroquí. Prevé que los beneficios que le reporte el negocio turístico serán suficientes para llevar una vida cómoda y, sobre todo, tranquila.
Me confirmó Abdellah, entre carcajadas, que Dieter es un afable anciano, amigo de las bromas y especialmente tolerante con los compromisos religiosos de la que es ya su patria adoptiva. Asegura que es el primer europeo para el que ha trabajado que le redujo la jornada laboral durante el mes de Ramadán. Eso fue el pasado año. Pero ahora que se acerca de nuevo la festividad musulmana por excelencia, comprende el nerviosismo de Abdellah y comparte con él, de tanto en tanto, una copa de buen vino meknesí que adquiere en el centro comercial Marjane para su uso exclusivo.
Abdellah parecía desmadejarse cuando relataba cómo se les suelta la lengua a ambos durante los momentos en que comparten elixir de uva. Y aseguraba que Dieter lo hace consciente de que se acerca nuevamente Ramadán y será duro para Abdellah afrontar ese mes de trabajo y ayuno.
Cierto es que nada le ha dicho aún sobre la jornada laboral. Cierto que Dieter parece ansioso por acabar los trabajos de reforma, consciente de las arduas negociaciones posteriores con las autoridades locales a efectos de obtener las licencias oportunas para la apertura de lo que será su negocio. Pero Abdellah está seguro de que, de nuevo,respetará sus obligaciones religiosas.
Como muestra me explicó el hecho de que aquella tarde le hubiese permitido marchar pronto a casa para poder ver el partido que jugaría Alemania contra Holanda en la Eurocopa. Abdellah, como creo haber dicho ya, sólo me ha mostrado, anteriormente, interés por el trayecto del equipo de fútbol local. No comparte con sus hijos el fervor por el Barça y el Real Madrid, pero ahora, sólo por Dieter (asegura) se acaba deconvertir en repentino seguidor de la selección holandesa.
Comenzado el segundo tiempo del encuentro le pregunté a Abdellah por Safae, su mujer, para hallar como única respuesta un desdeñoso movimiento de manos.
Decidí acercarme a la cocina con la excusa de servirme un vaso de agua. Allí saludé a Safae que, sin eliminar completamente de su rostro una máscara de enfado insoslayable, me saludó e hizo saber que no le gustaba la amistad que su marido estaba trabando con ese extranjero, que le estaba haciendo alejarse del buen camino y el recto comportamiento coránico. Yo intenté argumentar a favor del recién convertido forofo futbolístico, haciendo ver a Safae que Abdallah es de los pocos hombres que permanecen viendo el partido en casa. Al momento comprendí que era algo distinto lo que preocupaba a la abnegada mujer.
Regresé al salón y pude ver entonces, semiculta entre una pila de ropa que descansaba a los pies de Abdellah, una mediada botella de tinto vino. Me interesé por ella, fui amablemente invitado a una copa y supe que Dieter se la había regalado a para que brindase por la victoria de Holanda.
Lamentablemente el partido finalizó con un dos a cero a favor de Alemania y la cara de Abdellah pasó a mostrar un terrible desconsuelo que yo intenté paliar haciéndole ver que, al fin y al cabo, él ya había brindado por la victoria, que lo importante era el brindis, no el resultado.
De nada sirvió. Abdellah renegó del brindis afirmando que se emplearía a fondo en el rezo de la noche para que Dieter no sufriese por esta derrota. Insistió en glosarme todas las dedicaciones que el jubilado holandés le había dedicado, lo bien que le trataba y lo puntual y oneroso del salario con que pagaba sus trabajos. Ningún otro europeo le había tratado así antes. Dieter es un buen amigo, concluyó.
Finalmente me despedí e inicié peregrinación hacia una de las pensiones del centro en que había decidido alojarme aquella noche. Me acompañaba una botella de Guerrouane Rouge a medio consumir y el vociferar intermitente de los cafés que iba bordeando a lo largo del camino. En ellos, mayor número de varones que antes, si cabe, se deleitaban con las repeticiones de los mejores momentos del encuentro.
(*) Pablo Cerezal, escritor, viajero, colaborador en distintas ONG y profundo conocedor de Marruecos. Acaba de publicar su primera novela, Los Cuadernos del Hafa, cuya fascinante historia transcurre en el país vecino, y mantiene activo el blog Postales desde el Hafa, así como colaboraciones literarias y de crítica cinematográfica en diversos medios online.
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