El papel del G20 en la triple crisis
Entrada de Susana Ruiz deIntermón Oxfam, portavoz para el G20 de la Coordinadora española de ONGD y de las organizaciones de Coalición Clima.
fuente: ElPais
En 2008 el G20 empezó a vivir su “segunda vida” y quiso pasar de ser un espacio puramente financiero para convertirse en el gran foro de debate global que aborde los impulsos de cambio económico. Si su legitimidad está ahora tan cuestionada es porque no responde a sus aspiraciones de entonces: más allá de que no sea lo suficientemente representativo, ya está muy lejos de ofrecer respuestas rápidas y consensuadas a la crisis. Ha ido perdiendo fuelle.
El riesgo hoy es que todo no fuera más que un espejismo que no duró más allá del tiempo de la crisis intensa en Estados Unidos y el efecto colateral de contagio en aquel momento al resto del mundo. Pero a golpe de crisis, parece también que trampeamos la posibilidad de adoptar soluciones de calado para corregir las ineficiencias de los mercados o las tensiones entre los países, especialmente aquellas que tienen impactos no financieros sino sociales. Y sobre todo, la pobreza y el hambre en el mundo. Según el Banco Mundial, la crisis ha arrastrado a la pobreza a otros 64 millones de personas y una de cada siete personas pasa hambre en el mundo,
Si hace dos años, en Seúl, la excusa era la “guerra de las divisas”, el año pasado fue Grecia. La urgencia del corto plazo se come, y de un trago, toda la posibilidad de activación de medidas transformadoras. Este año, Europa está en boca de todos, España también, la preocupación es clara, pero no tanto por lo visto como para arrancar consensos. Los problemas de unos no son los problemas de otros. Y las soluciones menos aún.
La urgencia de los 18 millones de personas en el Sahel que están al borde de la hambruna no parecen computar tanto como los miles de millones necesarios para los rescates bancarios, los llamemos como los llamemos. Sin embargo, la seguridad alimentaria tiene causas que van más allá de los problemas puramente climáticos y se encallan en el mal funcionamiento de decisiones políticas. Por ejemplo, todas las políticas de apoyo a la producción y comercialización de agrocombustibles tienen un efecto directo sobre la volatilidad de los precios de los alimentos y el hambre, al desviar cultivos a usos no alimentarios.
Hace unos meses, el presidente de México, Calderón, reconocía que la primavera árabe tenía más que ver con la subida del precio del trigo que con Twitter. Y ayer, en un encuentro de los Ministros mexicanos de Agricultura y Exteriores con las organizaciones sociales que estamos aquí participando en el G20, también reconocía ese mismo efecto. Igual que los organismos internacionales como la FAO y la OCDE. Coincidencia en el análisis, imposibilidad en cambio de alcanzar acuerdos (y este no es más que un ejemplo). Pero son países del G20 los que concentran la mayor capacidad productiva, la solución está dentro. Cuando el G20 se enfrenta al G20, gana el vacío de decisión. Arenas movedizas.
Mientras, pierden aquellos que esperan que la lógica de tener reunidos a los jefes de Estado deba permitir que las decisiones de ecuación económica o financiera no se antepongan a las necesidades de las personas más vulnerables.
Hace pocos días, el FMI tuvo que reconocer, por fin, que estamos ante una triple crisis: económica, ambiental y social, que arrastra al desempleo a 200 millones de personas y agranda la brecha de desigualdades entre ricos y pobres, en su nivel más alto de los últimos tiempos. Por eso, la alternativa está en potenciar un modelo de desarrollo con capacidad redistributiva de los recursos, inclusivo y sostenible y es lo que las organizaciones sociales denunciamos desde aquí, para que lo social y lo medioambiental no corran el riesgo de quedarse atrás en las prioridades de la agenda del G20.
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