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Justin Bieber y el arte de rentabilizar la edad del pavo

La habitual revolución que acompaña cada visita a Madrid de la estrella adolescente no ocultó esta vez su creciente anhelo: conquistar al público masculino

Tom C. Avendaño
Justin Bieber, posando para EL PAÍS tras un conveniente ‘photocall’ el pasado lunes, en Madrid
Justin Bieber, posando para EL PAÍS tras un conveniente ‘photocall’ el pasado lunes, en MadridGorka Lejarcegi

Solía ser más fácil descri­bir a Justin Bieber. La única nueva megaestrella masculina del pop de estos tres últimos años podía delinearse a través de las cosas que la convertían en una figura polarizante de necesidad: su corta edad, sus canciones pegadizas destinadas a un consumo adolescente y, en fin, la ubicuidad que le había conferido un éxito global desaforado. Todos estos factores seguirán o no siendo motivo de debate entre fans y detractores, pero los bandos ya están formados. Tal vez sorprenda el hecho de que la revista Forbes lo considere la tercera persona más influyente del mundo, pero no el porqué.

Justin Bieber no es la novedad que era. Estuvo en Madrid este lunes para promocionar su segundo disco, Believe. Es la primera vez que se pronuncia, musicalmente hablando, desde que es el mayor fenómeno comercial de lo que va de siglo. Hasta ahora ha ido tirando de aquel primer álbum y de aquella imagen que de 2009 en adelante le convirtió a los 15 años en un ídolo adolescente de proporciones mesiánicas. Ya que su imagen pública está sujeta a las ideas que pretende vender su música, ¿permitirá el fenómeno reflejar los trascendentales cambios de un chaval entre los 15 y los 18?

“El disco es más maduro, más adulto, más yo. Pero no mucho más”, alerta él, en una suite del madrileño hotel Villamagna. “No quiero ser muy diferente. Quiero seguir siendo Justin Bieber”. Su físico parece expresar un deseo parecido: a sus 18 años ha alcanzado el metro setenta de estatura (metro setenta y tres si se cuenta el tupé que sustituye estos días al icónico flequillo que se cortó el año pasado), pero no por ello aparenta ser el adulto que técnicamente es desde su cumpleaños el pasado marzo. Más alto, puede. Su rostro imberbe, algo más alargado. El peso de ser él sigue recayendo sobre dos hombros separados por una veintena de centímetros.

El disco es más maduro, pero no mucho más. Quiero seguir siendo Justin Bieber”

La idea no parece ser reinventar al muchacho que ha vendido 15 millones de discos, sino expandirlo. “Quiero más fans hombres y de mayor edad. Por eso en Believe trabajo con gente [raperos multiventas] como Nicki Minaj, Drake o Big Sean, porque quiero ese tipo de fans y así escucharán mi música”, discurre. Para las mentes perversas, esto obedecerá a un calculado intento de darle oxígeno al fenómeno, para que este no muera cuando el prototipo de belieber actual (fan de entre 13 y 16 años) supere la adolescencia. Para otros, sería un ejercicio de transparencia, una forma de sintonizar su música con la búsqueda de credibilidad que obsesiona a tantos chicos de su edad.

Se puede elucubrar sobre cuál de estas dos teorías es más veraz, pero lo cierto es que ambas tienen el mismo efecto: facilitan mucho la tarea de criticar al cantante. Tanto si su éxito obedece a una silenciosa pero efectiva maquinaria de marketing como si se debe a su talento, lo curioso es que Bieber se ha esmerado en ocultar todo esfuerzo por estar donde está. Le gusta fantasear con crecer como su admirado Michael Jackson, ganando prestigio con los años. Pero adolece de una historia infinitamente más disneyficada que la del Rey del pop: es el niño llamado a triunfar por aclamación popular, porque así lo decidieron los usuarios de YouTube; el que da de comer a su comprensiva familia. Se le vincula sentimentalmente con otra estrella del pop adolescente, Selena Gomez, en una relación carente de escándalos. Sus mayores problemas hasta la fecha consisten en haber agredido a un paparazi el mes pasado y haber demandado, con éxito, a una mujer que en 2011 aseguró llevar un hijo suyo. En Navidad sacó un disco de villancicos. Si pretende ganarse a un público que valora a artistas más osados, podría ser un problema.

“Intento cambiar eso con la música”, cuenta. “Haciendo canciones un poco más adultas para que te escuche otra gente. Si les gusta tu canción, les gustas tú”. Aquí vuelve a caminar la fina línea entre el marketing y la arrogancia adolescente. Su concepto de música adulta es beber más del rap que del pop. Cuando se distrae en la entrevista, usa jerga tradicionalmente asociada a los negros de las urbes más desfavorecidas de Estados Unidos. Lo cual, allí, es típico de un adolescente suburbano blanco con ganas de impostar un tono duro y callejero. No es, desde luego, el acento de su Canadá natal ni el de Calabasas, el exclusivo barrio de Los Ángeles donde acaba de comprarse una mansión de unos seis millones de dólares.

Tampoco parece muy adecuado para quien es uno de los pocos baluartes del fenómeno fan en la música actual. Nadie como él puede lograr que 500 personas, chicas en su mayoría, se agolpen a las puertas de los estudios de El hormiguero (Antena 3) durante un lunes como el pasado porque él va a ir de invitado. Y que, en el plató, el centenar de beliebers elegidas estallen en una agudísima sinfonía de proclamas en plan “¡Me quiero morir!” o “¡Me ha mirado!”. “Cien afortunadas”, matiza Alexandra, una de las encargadas de lidiar con las 62.000 peticiones para estar allí. “Durante meses ha sido colgar el teléfono y que volviera a sonar”. El presentador del programa, Pablo Motos, recuerda que cada una de las tres veces que ha tenido a Bieber de invitado “hemos tenido que trabajar con el runrún de la multitud a nuestras puertas”.

Fantasea con crecer como su admirado Michael Jackson, pero adolece de una historia infinitamente más 'disneyficada'

Las que le reciben lo hacen con una descarga catártica similar a la de un gol para un hincha de fútbol. La que él lleva recibiendo ininterrumpidamente los últimos tres años. En la calle, el símil se agrava. Quienes no han podido entrar vuelven al metro de Suanzes en silencio y entre lágrimas. No es justo, coinciden, está todo amañado. Las otras parecen haber ganado el partido. Comentan las mejores jugadas y tratan de asimilar la experiencia. “A mí me da igual que cambie, que sea niño o que lleve tupé”, explica Beatriz Trobo, madrileña de 16 años, flamante miembro del equipo triunfal. “Es cómo nos cuida. Cómo sabe que si nos mira a los ojos nos da la vida. Por eso merece la pena venir a verlo”. Y tal vez por eso, porque importa la forma y no el contenido, da igual que lo haga por exigencias del marketing, por ego o porque sencillamente no tiene otro concepto de rutina.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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