La vida es 'Mad men'

Como los bomberos, las tiendas regentadas por paquistaníes o la floristería Navarro, el Milano abre todos los días del año. Situado en un sótano barcelonés adyacente a un bar de estos que, al tener nombre de café, inducen a pensar que ahí lo hacen bueno, cuando en realidad, simplemente, hacen mucho, el Milano podría servir como ejemplo en muchas escuelas de hostelería. Esta coctelería tiene aires clásicos, vocación de agitador cultural e incluso resulta una interesante opción para un ágape –el steak tartar de Ángel Martín es ya un clásico de la ciudad.

Para empezar, es un espacio de marca (Campari), aunque esta se halla colocada tan estratégicamente dentro de la idiosincrasia del local que, más que un ejercicio de branding, el asunto es pura publicidad subliminal. Por otra parte, y a diferencia de casi todas las cosas que se lanzan al público en estos tiempos de prisas y puertas abiertas, el Milano, desde su inauguración, dio la sensación de haber estado siempre allí. Con su carta de cócteles manejada por Juanjo González (ex Boadas), sus conciertos de jazz (cada día, a las 20.30) y esa clientela tan fiel y disciplinada, formada por la versión más intelectualoide del hipsterismo local (gafapastas, los llaman, y aquí son el motivo por el que, más que un referéndum por la independencia, habría que formular uno para anexionarnos a la Francia de Godard), turistas fuera de ruta y creadores de recorrido, como su Agustí Villaronga, habitual del local.

En un tiempo en que los cócteles se han convertido en democrático atajo hacia una soberbia cogorza, es bueno saber que quedan sitios donde mesurarse como el Milano. No solo por saborearlos; también para no perder pie en esa conversación sobre Dreyer. Entre Mad men y La dolce vita.