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Tribuna
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El espejismo del Estado de bienestar

El modelo socialdemócrata de Estado de bienestar no ha existido nunca en España, ni podrá surgir ya en el futuro

El modelo socialdemócrata de Estado de bienestar no ha existido nunca en España, ni, caducado hace tres décadas en Europa, podrá surgir ya en el futuro. Pasemos a argumentar ambas tesis.

Después de la Segunda Guerra Mundial empezó a tomar cuerpo en unos pocos países —Suecia, Reino Unido— el Estado socialdemócrata de bienestar. Convencidos de que el capitalismo necesita de la intervención del Estado para superar dos deficiencias básicas —la incapacidad de ofrecer empleo a todos los que lo necesiten y una distribución de la riqueza cada vez más desigual— en un largo período de continuo crecimiento con pleno empleo (1950-1975), se pusieron en marcha políticas sociales que reflejaban un poder creciente de la clase trabajadora. A la larga hubiera implicado una profunda transformación del capitalismo, algo que la socialdemocracia pretendía abiertamente —no en vano, consideraba el Estado de bienestar el instrumento adecuado para avanzar hacia el socialismo en democracia— pero es obvio que los dueños del capital tenían que oponerse desde un principio, máxime cuando el mantenimiento del pleno empleo al final exigía el control social de las inversiones.

A mediados de los setenta desapareció el pleno empleo, convertido desde entonces en la liebre mecánica que nunca se alcanza. El punto de arranque fue la primera crisis del petróleo (1972-73) que puso de manifiesto que podía muy bien ralentizarse el crecimiento, a la vez que aumentar inflación y desempleo, sin que una mayor inversión pública, o el consumo interno tuviesen otro efecto que empeorar la situación.

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Nada ha marcado tanto la historia económica de los últimos treinta años como la conversión al neoliberalismo del socialismo español

Comienza una nueva época, la del neoliberalismo poskeynesiano, a la que ni siquiera la actual crisis ha puesto punto final. Si el sistema financiero amenaza con desplomarse, habrá que acudir al dinero público, pero solo para volver lo antes posible a la única receta que se reputa viable: libertad de los mercados. Una vez salidos del hoyo con un durísimo ajuste, que pasa por reducir el Estado social a mínimos y los salarios a lo que permita una productividad decreciente en la mayoría de los empleos, el crecimiento dependería de la capacidad de expulsar al Estado de los ámbitos económicos y sociales que no le competen.

Se ha esfumado por completo la idea de que de la crisis saldría un mundo muy distinto, Sarkozy llegó a hablar incluso de una refundación del capitalismo. Los poderes económicos, que ahora llamamos mercados, han terminado por imponer, tanto una salida liberal, como la confianza en que el crecimiento que se produciría al eliminar las trabas que constriñen los mercados, remediaría el desempleo, por lo menos hasta la próxima crisis.

Cuando en 1982 llegan los socialistas al poder en España, ya se había desplomado el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar, al que se le echa en cara producir a la vez inflación y paro; en cambio con Reagan y Thatcher el neoliberalismo se hallaba en rápido ascenso. Saltando del marxismo de salón al neoliberalismo, los socialistas españoles se desprenden, tanto del socialismo francés, que el breve experimento de Mitterrand había hecho añicos, como del modelo socialdemócrata que, desalojados del poder los laboristas británicos y los socialdemócratas alemanes, no gozaba del mayor prestigio.

La conversión socialista al liberalismo se justifica en la creencia de que el capitalismo puro y duro es el único que crea riqueza, y habría que cocinar el pastel, antes de repartirlo; cualquier otra política llevaría, de la forma todo lo igualitaria que se quiera, a distribuir miseria. Que los empresarios ganen cada vez más es garantía de que habrá mayores inversiones y, por tanto, un crecimiento más rápido; en cambio, poner trabas a la economía sumergida o al fraude fiscal supondría detener el crecimiento.

Lamentablemente se deja en la penumbra cómo se va a redistribuir la riqueza acumulada, reparto que constituye el rasgo definitorio de la nueva socialdemocracia. Cuando llegan incluso a afirmar que bajar los impuestos es de izquierda, a nadie podrá ya sorprender que la desigualdad social haya aumentado a la misma velocidad con los socialistas que con los gobiernos conservadores.

Nada ha marcado tanto la historia económica de los últimos treinta años como la conversión al neoliberalismo del socialismo español. Desde el convencimiento de que no hay alternativa al capitalismo – “pensamiento único” – Boyer, Solchaga, Solbes, Rato, Montoro, son intercambiables. Cierto que tal vez la conversión liberal del socialismo haya evitado algunos experimentos que hubieran resultado ruinosos, y que los años de crecimiento y de estabilidad de que hemos disfrutado se han debido a que los dos grandes partidos, manteniendo la ficción de sus diferencias con duros enfrentamientos retóricos, no se hayan desviado un ápice del modelo neoliberal. Comprendo la indignación de los votantes del PSOE, y la sorpresa reciente de una buena parte de los del PP, cuando han comprobado que no se constatan diferencias significativas en las políticas de los dos partidos antes de la crisis, ni en las que han llevado los unos, o están llevando los otros, para intentar salir del pozo.

Pero, ¿qué sentido tiene, como no sea uno burdamente electoralista, mantener la leyenda de un pasado socialdemócrata que habría construido nada menos que el Estado de bienestar? Lo cierto es que en España nadie se ha movido fuera de la ortodoxia capitalista del Estado social bismarckiano que inventaron los conservadores para integrar a una clase trabajadora con veleidades revolucionarias.

Ha perdido ya toda credibilidad el mito que manejaron los socialistas con tan buenos resultados de que el PP en el poder suprimiría el Estado social. La gente se está librando de las antojeras de los partidos y es cada vez más consciente de que los que llegan al gobierno hacen la misma política económica que determina una política social que solo se distingue por pequeños matices.

No se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al poder inmenso de una elite internacional que ha acumulado una enorme riqueza

El modelo socialdemócrata no ha existido nunca en España, y con la mayor contundencia cabe también afirmar que, por mucho que de él se reclamen algunos partidos que se dicen de izquierda, tampoco surgirá en el futuro: han desaparecido las condiciones socioeconómicas que lo hicieron posible. No existen ya las grandes unidades productivas que ocupaban a miles de trabajadores con un puesto de por vida que proporcionaba una conciencia de clase, sobre la que se levantaba el movimiento obrero, formado por la sinergia del sindicato con el partido. La convergencia de estas dos organizaciones fundamentó la pretensión socialdemócrata de ir superando el capitalismo en democracia.

En una sociedad muy fragmentada, con una población creciente en situación precaria, no se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al poder inmenso de una élite internacional que ha acumulado una enorme riqueza. La capacidad de trasladar sumas inmensas de capital de un país a otro permite imponer su voluntad a Estados cada vez más débiles. Esto no significa que no haya respuesta al dominio asfixiante de unos pocos, pero sí de que estamos aún muy lejos de que las medidas pertinentes tengan el necesario consenso mayoritario.

La primera batalla que hay que dar es la ideológica, desmontando uno a uno los dogmas del capitalismo liberal. Los dos principales que manejan los poderosos para abrir una espita de esperanza a una población condenada a un rápido descenso de su nivel de vida son el crecimiento económico y el empleo que traería consigo.

Habrá que empezar por replantear la vieja cuestión de los límites del crecimiento, por razones medioambientales, agotamiento de los recursos, aumento de la población mundial y la mayor participación en el consumo de otros continentes, así como la automación, la revolución informática y la deslocalización industrial hacen cada vez más escasos los trabajos sin conocimientos específicos.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología

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