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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tiempo

Con el botón del ventilador se enciende la melancolía. He sonado a cantautora intimista, de concierto en un bar (cultural, claro, con suplementos en las consumiciones y exposición cada mes) y guiños al periódico recién comprado: bórrenlo de sus mentes, agarren el rotulador y tachen la primera frase. No sé si por los daños colaterales de los juegos de palabras, no sé si por el uso de ciertos vocablos, que revolucionan las vísceras y condenan a según qué tonos, el caso es que buscaba escribir que los recuerdos nos los despierta quizá el calor, quizá las ganas de escapar de él y marcharnos a otro sitio durante unos meses. Persiana bajada, flama desde la calle: magdalena de Proust.

Y recordé mi primer viaje a Madrid, con 16 años, cuando me perdí en el metro y me asombró, mientras intentaba reconducirme hacia Callao —nadie se paró a explicarme cómo—, la prisa de la gente un viernes por la tarde. Por la calle no paseaban, no miraban: de un punto a otro escogían el camino más corto, no se demoraban, no existían los escaparates. He sonado a tópico de provinciana en gran ciudad, a paráfrasis de Paco Martínez Soria, pero me llamaron la atención quienes subían por el lado izquierdo de las escaleras mecánicas, avanzando en el movimiento, ganando unos segundos. Con el tiempo y la mudanza, y los años aquí, también me convertí yo en una impaciente cuando ocupan la acera y debo ralentizar la marcha, o cuando en el supermercado ocupan el mostrador un rato de más, y me toca esperar con el carrito. Entono el mea culpa.

No sé si Madrid nos obliga a un ritmo diferente, o si es el tiempo —y su falta— el que nos echa a correr. Sobre tiempo habla, y en torno al tiempo gira, TIME al tiempo. La compañía teatral Ron Lalá imprime a los segundos su marca de la casa: humor ácido e inteligente, canciones a la altura, textos de nivel. No se trata de uno de esos musicales de luz, color y mucho gritar con emoción máxima: la música es la excusa, el camino, pero encierran mucho más, todo lo que se propongan. Ironizan en una de las escenas, la que yo más disfruté, en torno al consumo rápido de nuestro hoy: cómo lo que emocionaba hace dos siglos duraba el triple de lo que nos zarandea en el XXI, y cómo el público de dentro de otros cientos de años no aguantará más de 30 segundos en la butaca, y tocará reducir la historia, ir al grano, no inventar recovecos para la trama, optar sí o sí por el final de perdices y cenas con alegría. TIME al tiempo sorprende incluso a quienes ya disfrutamos con sus otros espectáculos: parecía difícil superar Mundo y final, su anterior entrega, y con TIME al tiempo lo consiguen. Se plantean para qué necesitamos más horas, en qué invertimos aquellas de las que ya disponemos, e imaginan un banco para alquilar minutos —freno ya los spoilers; disculpen, espectadores del futuro—, en el que terminan sacándote hasta lo que no tendrás.

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Como la vida misma, porque habla de ella, TIME al tiempo transcurre frenético, no permite el respiro, parece imposible no reír y reír y reír. Lo mejor, sin embargo, es que también parece imposible no pensar y pensar y pensar: en quienes pretenden alimentar el espíritu a golpe de talonario, en quienes echan de menos el tiempo que pasó o el que vendrá, en nosotros mismos, que nos reconocemos en actitudes y abandonaremos la sala y nos costará deshacernos de ellas.

Casi al final, en un minuto de tranquilidad entre estallido y estallido, un consejo de siglos que el mismo tiempo nos ha empujado a olvidar: carpe diem. Resulta difícil, y más durante una obra de teatro en la que solo esperas que el reloj se detenga para encadenar sketch tras sketch, hasta el infinito, disfrutando del momento porque sabes que el momento no se detendrá; TIME al tiempo nos construye un paréntesis entre la zozobra, nos aísla de los miedos durante hora y media. No sé si me explico, no sé si sueno a cantautora intimista o a persona que menosprecia la corte y alaba la aldea y los sábados por la tarde no vacila al sintonizar la televisión. Tómenselo con calma: el día de hoy, el de mañana. No adelanten en el metro o por la calle, participen en la conversación si el que paga en la caja decide alargar su turno, conviertan Madrid en un sitio más lento, con otro ritmo, más humano, más cerca de quien se pierde y solicita ayuda, en lo geográfico o en quién sabe qué. Persiana bajada, flama desde la calle: buñuelitos de Proust después de esta función, ráfagas de su talento e inteligencia al regresar a casa. Timen al tiempo, desde luego, en el teatro Alfil: donde —hasta septiembre, mientras el calor— Ron Lalá nos acompasan con la vida como debiera ser: un lugar divertido, tranquilo, donde pararse un buen rato.

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