¿Adiós a la mujer barbuda?
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Por Javier Rodríguez Marcos
Barbuda o invisible, es decir, excepcional o inexistente. Durante siglos ese ha sido el lugar de la mujer en la historia de la literatura, no tan distinta de la historia a secas. En el ámbito español, Santa Teresa, Sor Juana Inés de la Cruz y Emilia Pardo Bazán suelen funcionar como hitos de una travesía del desierto cuyo rigor se ha extendido hasta bien entrado el siglo XX.
Hace dossemanas Ana María Matute se convirtió en la tercera escritora en recibir el Premio Cervantes desde que en 1976 comenzara a otorgarse el galardón. Un día después, la cubana Fina García Marruz se alzaba con el Reina Sofía de Poesía, el premio más prestigioso del género en Iberoamérica. Era también, tras la portuguesa Sophia de Mello Breyner y la peruana Blanca Varela, la tercera poeta entre 17 hombres.
En el Palacio Real, durante el anuncio del fallo, Luis Antonio de Villena, miembro de jurado, habló en público de la cocina del premio con una sinceridad inusual en esos trances. En la persona de García Marruz, explicó, se había querido cuadrar un círculo triangular: mantener la alternancia en el palmarés –una ley no escrita que también cumple el Cervantes- entre autores europeos y americanos, incorporar al mismo la potente tradición cubana y hacer crecer el número de mujeres laureadas.
Tanto o más que por su contenido, las palabras de Villena valen como síntoma de lo que evidencian: dada por segura la calidad de los candidatos, los premios literarios institucionales tienen tanto de literatura como de sociología. A la primera –que no admite cuotas- pertenece todavía la vieja discusión, algo bizantina, sobre la existencia o no de una escritura femenina (corolario de otra todavía más vieja: ¿es sexistael lenguaje?). La segunda –donde las cuotas son una categoría- da cuenta, sin embargo, de una nueva realidad que no tiene más que unas pocas décadas: las mujeres empiezan a ser visibles, es decir, tenidas en cuenta. A veces incluso, mientras se corrige el desfase histórico, muy tenidas en cuenta. (Que lleguen a serlo demasiado podría ser cuestión de tiempo y de la hipertrofia de la corrección política, pero basta mirar las fotos de los consejos de administración de las principales empresas –sin duda más poderosas que el semiparitario Consejo de Ministros- para comprobar que ese momento queda lejos).
El fenómeno de la visibilidad es más nuevo de lo que cabría pensar en un siglo que, de tan revolucionario, parece haber durado menos que ninguno. Revisar las fechasen las que las mujeres accedieron al elemento más básico de la igualdad formal, y a veces nada más que eso, –el derecho al voto- pone las cosas en su sitio. En España, ni la generación del 27 -la de la Segunda República, tan avanzada en muchas otras cosas- escapó a la sombra de una tradición que –los niños con los niños, las niñas con las niñas- consideraba a la mujer como menor de edad. Así, en 1932 la primera edición de la antología más famosa de la historia de la literatura moderna, que incluía nombres como Machado, Lorca, Alberti o Cernuda, no recogía la obra de ninguna mujer. Dos años más tarde, la siguiente edición incorporó, entre 31 autores, a Ernestina de Champourcín y Josefina de la Torre. El año pasado, la estudiosa granadina Pepa Merlo publicó una “antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27” cuyo título era todo un dato: Peces en la tierra (Fundación José Manuel Lara). Allí, junto a De la Torre y Champourcín, aparecían nombres como los de Rosa Chacel, Concha Méndez o Lucía Sánchez Saornil.
Otro de los peces de esa antología era Carmen Conde, la primera mujer en ingresar en la Real Academia Española, una de las instituciones que con más frecuencia se utiliza como termómetro del avance social de la igualdad. La RAE se fundó en 1713 y Conde ingresó en ella en 1979 (había sido elegida el año anterior). Desde entonces, ella incluida, en la llamada docta casa –que cuenta con 46 sillones- se han sentado siete mujeres, cinco en la actualidad.
Pese a las sospechasde quienes, aprovechando la confusión del río revuelto, querrían imponer al instante la discriminación positiva, no parece que ni los académicos ni las académicas se vayan a dejar llevar por la corriente de las cuotas. Otra cosa es que ni unos ni otras pierdan de vista su déficithistórico (solo el año pasado llegó a la casa de las palabras la primera filóloga). Lo que no sirven son las generalidades. Igual que Carmen Martín Gaite no quiso entrar en la RAE, la impagable María Moliner (todo un símbolo) no pudo hacerlo. Pocas veces, sin embargo, se recuerda que la plaza a la que optaba la lexicógrafa aragonesa la ocupó otro puntal de la filología española: Emilio Alarcos.
“No es que nos discriminen, es que a veces parecemos invisibles” ha dicho alguna vez Soledad Puértolas, escritora y académica. En los últimos 20 años han ingresado en la RAE más mujeres que en los 200 anteriores. Igual que los diccionarios son más lentos que los hablantes a la hora de renovar el vocabulario, las academias lo son más que las sociedades en las que viven. No hay más que repasar la listade los premios que otorga la academia de Suecia –país abanderado de todas las conquistas sociales- para comprobar que en las dos últimas décadas se han concedido tantos premios Nobel de literatura a mujeres como en toda su historia, iniciada en 1901.
“Las escritoras en realidad han sido invisibles para el comité Nobel que quiso identificar a los pioneros de la literatura”. Lo dice, refiriéndose a los años setenta y ochenta, el académico Kjell Espmark en El premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión (Nórdica). Durante décadas, explica, las mujeres no se beneficiaron de los deseos del comité de consagrar la figura de “un escritor original, un género literario postergado, un idioma o ámbito cultural u otras aspiraciones y preocupaciones humanas insuficientemente atendidas”. Fue esa pretensión global la que abrió definitivamente a todo el planeta un palmarés tradicionalmente muy centrado en el primer mundo: de ahí los galardones a Wole Soyinka, Naguib Mahfuz, Derek Walcott, Kenzaburo Oe o Gao Xingjian.
Según el propio Espmark, la única escritora “original” –renovadora dice él- cuya candidatura figuró en las deliberaciones del comité de Estocolmo fue la rusa Anna Ajmátova, “y solo de manera marginal”. La década de los noventa fue la de la visibilidad y matizó los viejos criterios. Dos de los cuatro últimos Nobel de literatura han sido mujeres. Eso sí, en 2007, Doris Lessingprotestó por considerar que la alusión a la “épica femenina” contenida en las dos líneas con las que se suele justificar cada galardón limitaba intolerablemente la dimensión de su obra. En ocasiones, cuando la sociología entra por la puerta, la literatura salta por la ventana.
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