¿Se necesitan 11.000 delegados oficiales para cambiar el mundo?
Participo estos días en una conferencia internacional del Proceso de Rabat sobre la protección social de los trabajadores africanos que viajan a Europa. La reunión, organizada por los gobiernos de España y Marruecos con el apoyo de la Comisión Europea, constituye una verdadera jungla de funcionarios, diplomáticos y expertos de todo pelaje (los recesos son la Champions League de la lucha por el canapé).
En los años que llevo trabajando en este sector he asistido a demasiadas reuniones internacionales similares a esta (incluyendo varias de las grandes conferencias de la ONU y la Organización Mundial del Comercio) y en cada una de ellas me hago la misma pregunta que se estarán haciendo ustedes: ¿Además de gastar generosamente los recursos de los contribuyentes y regular el sueño de los asistentes, para qué demonios sirven estas reuniones?
Los números no ayudan. De acuerdo con la información de Naciones Unidas, la Cumbre del Clima de Bali convocó a la friolera de 11.000 delegados oficiales, entre representantes gubernamentales, funcionarios de la ONU y medios de comunicación. ¿Cuánto no habrán costado las 17 conferencias globales organizadas por la Convención del Clima desde 1995? Y todo esto sin tener en cuenta el coste de la romería 'alternativa' que montamos en cada ocasión los movimientos y ONG, que disparan las cifras en euros y emisiones de CO2.
Se pone peor. La iniciativa por la Alianza de las Civilizaciones -con resultados ampliamente desconocidos- sostiene en Nueva York una oficina de varias decenas de funcionarios, tras haber organizado desde 2007 reuniones anuales en las que participan miles de delegados. En el caso de la OMC, cinco atestadas y sonoras cumbres en los últimos diez años han sido insuficientes para cerrar las negociaciones de la Ronda de Doha (pero en este caso cualquier alternativa al formato 'bully' de EEUU y la UE estaba condenada al fracaso, aunque se hubiesen reunido alrededor de una mesita de té).
Afortunadamente, no todo en esta vida es cuestión de dinero. Cuando funcionan, las conferencias internacionales constituyen una ayuda imprescindible en la construcción de normas e instituciones globales que resuelven nuestros problemas. La Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo que tuvo lugar en Río en 1992 puso en marcha una agenda global que hoy nos permite hablar de cambio climático o de escasez de recursos con una naturalidad impensable en aquel momento. Esta misma reunión en la que participo en Rabat constituye un verdadero experimento institucional: administraciones africanas y europeas trabajan juntas para 'gobernar' los flujos migratorios y hacer que todos ganen con ello. Un pequeño ejemplo: la simple posibilidad de que un inmigrante de Malí pueda retirarse en su país con la pensión que ha generado trabajando en Dinamarca durante años supone por ahora ciencia-ficción; y esta iniciativa podría cambiar eso.
Así que el asunto tiene matices. La decisión de convocar una costosa conferencia internacional debe estar bien justificada, pero en ocasiones esa justificación es real. Por eso necesitamos que quienes las organizan rindan cuentas detalladas de los resultados, algo que, lamentablemente, ahora no ocurre. Por ahí hay que empezar.
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