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Periodismo es periodismo

Lección Inaugural del Máster de Periodismo UAM/EL PÁIS

"Bienvenidos al periodismo: espero que no se arrepientan". No se asusten por la salutación, que no va por ustedes, ya que tuvo por destinatario al grupo de alumnos - yo era uno de ellos- que acababa de ingresar en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid.

Se abría el curso académico 1970-1971 y allí estábamos unos sesenta o setenta neófitos que teníamos dos cosas en común: una bisoñez que saltaba a la vista y un indisimulable entusiasmo por el periodismo, a cuyos estudios se llegaba entonces a cuentagotas, a diferencia de la explosión que habrían de alcanzar cinco años después, con la apertura de las facultades de ciencias de la Información.

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En aquellos tiempos de prohibición, la juventud y el entusiasmo estaban bajo sospecha, así que para rebajar el ambiente ¡qué mejor cosa que un buen jarro de agua fría! El recibimiento procedía de un periodista renombrado, ex corresponsal en diversas capitales del mundo, entre ellas Washington, y firmaba casi a diario en las páginas del diario Pueblo, uno de los de mayor tirada del momento. Que esto lo dijera alguien que a nuestros ojos era un triunfador, nos dejó perplejos. Personalmente siempre dudé de si sus palabras respondían a un desencanto real con el oficio o más bien a un desahogo por una noche de mal cierre en el periódico, seguida de un madrugón. El de periodista no sólo era un oficio agotador, mal pagado, inseguro y dado a la crápula, sino que, -y acaso fuera lo peor-, estaba mal visto por las madres de las chicas con posibles, así que, insistió, están ustedes a tiempo de matricularse en Derecho o Económicas, que esas sí son carreras con porvenir.

Nadie le hizo caso y creo que nadie se arrepintió, porque nuestra terquedad periodística superó aquella prueba y otras muchas que se sucederían a lo largo de cuatro años en aquella escuela infiltrada de policías, situada a espaldas del Ministerio de Información y Turismo, por no decir de propaganda.

Entre mis compañeros de promoción los había que cursaban otros estudios, pero casi todos optaron por trabajar finalmente en periodismo, y si bien con el paso de los años he podido apreciar en algunos manifestaciones de cansancio, nunca las he visto de arrepentimiento. Porque si bien es cierto que el periodismo es una actividad con alto poder de combustión, puede insuflar una energía renovada a aquellos que se meten en él con convicción, que es expresión activa, civil y suficiente de lo que otros llamarían vocación.

No creo que para sentarse ante el ordenador o ante un micrófono haya que sentir la llamada sagrada del periodismo o de la libertad de expresión, ese ente abstracto que tantas veces invoca gente del oficio en defensa propia sobre todo cuando se ven sorprendidos en una falta. Basta con la convicción y la determinación personal de aceptar que este es un oficio nacido para contar, un verbo transitivo entre la realidad y la gente. Quienes creen que esta es la esencia del periodismo no se sentirán decepcionados: ya sean lectores u oyentes, ya sean periodistas.

Desconozco cuál es la percepción de este oficio que tienen los universitarios españoles. Las decenas de miles de alumnos matriculados en las Facultades de Ciencias de la Información, nos podrían llevar a pensar que estamos ante la profesión más atractiva del planeta, pero la desconexión existente en España entre la universidad y la vida real nos debe hacer dudar de esa apariencia. Mucho más significativo me parece en cambio el hecho de que este máster de la Universidad Autónoma y El País convoque no sólo a licenciados en Ciencias de la Información sino también a otros que lo son en Empresariales, Derecho, Química o Historia, que de todo esto hay este año entre los que inician el curso. Se intuye tanta apuesta personal, tanta determinación en gente que ha madurado en otras disciplinas, que al menos en vuestro caso lo más apropiado es decir: "Bienvenidos al periodismo: hay mucho tajo".

Lo hay porque el periodismo es una actividad en crecimiento, ligada a la expansión de la sociedad de la información y al desarrollo de nuevos soportes. Pero también porque el oficio no atraviesa por el mejor de sus momentos. Hay mucho tajo porque, con la globalización, el mundo se ha hecho más próximo, y por lo tanto, aumenta el interés de los ciudadanos por lo que le rodea. Y a la vez que esto sucede, la demanda de información se fragmenta en una multiplicidad de grupos capaces de recibir propuestas informativas ajustadas a sus intereses. Podríamos visualizar este fenómeno como un juego de esferas cuyos planos se superponen y se entrecruzan en torno a una almendra central de la que parte la luz: el núcleo informativo, donde ejerce el periodista. La razón del multimedia en lo que hace al periodismo no es otra que la posibilidad, con la ayuda de las nuevas tecnologías, de poner al alcance de la gente la información a través de diversos soportes con economía de tiempo (un valor decisivo en el manejo de la información) y optimización de recursos

Estar situado en esa posición orbital es harto peligroso para el periodista: en primer lugar, porque hace falta mucho sentido de la orientación para no morir de vértigo; en segundo lugar, porque la información es poder a los ojos del poder, es el anillo de Sauron, sobre cuyo control se han precipitado poderosas fuerzas que han llegado a alterar el orden de las esferas; y finalmente, porque quien se ve en el corazón de la almendra corre el peligro de creerse Dios Pantocrator, el centro del universo, cuando resulta que el periodismo sólo es periodismo. Ni más ni menos.

No sé si está claro para todo el mundo, aunque a mi modo de ver la frase es suficientemente elocuente. Desde luego, no es un pensamiento original, pues procede de la escuela filosófica de Chamartín. Mucho antes de que Jorge Valdano inventara el concepto del miedo escénico, -deudor sin duda de la escuela postfreudiana argentina- Bujadin Boskov, que como yugoslavo está más cercano a la escuela sofista ateniense, había acuñado a finales de los setenta la afortunada frase de "fútbol es fútbol", que tanto juego ha dado a comentaristas de radio y televisión cuando se trata de dar una explicación omnicomprensiva del fenómeno balompédico. (La escuela boskovniana ha tenido, por cierto, más continuidad, pues de ella se derivan expresiones tan comunes en las jornadas deportivas del fin de semana -y tan dignas de estudio en las facultades de periodismo- como "un punto es un punto", "once contra once" o "noventa minutos son noventa minutos").

Periodismo es periodismo quiere decir que no es política aunque trate de ella; no es exactamente un negocio, aunque se ejerza en el seno de empresas con ánimo de lucro; no es deporte, aunque se ejecute en una carrera contra el tiempo; no es espectáculo, aunque demasiadas veces se contamine de él; no es publicidad, aunque viva de ella; no es literatura, aunque se afirme en el buen manejo de la escritura y la palabra. El periodismo no es poder porque en gran medida ha nacido para controlarlo y para prolongar el compromiso de los gobernantes con los ciudadanos más allá del día en que votan; no es literatura porque está sometido al dictado de la realidad; no es publicidad ni propaganda porque es información.

Hace ya unos años, Eugenio Scalfari, director-fundador del diario Repubblica de Italia, dejó en esta mesa, en circunstancia como la que nos ocupa, una sencilla definición del periodismo que Juan Cruz no pierde ocasión de recordarnos : "Los periodistas son gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente". Tengo que confesar que a mi modo de ver la definición se queda corta si no se le añade el interés como criterio de selección. A la gente le pasan demasiadas cosas y la labor principal del periodista es elegir entre todo lo que sucede aquello que más pueda interesar al público al que se dirige el medio en el que realiza su labor profesional. No sólo lo que le interese, sino también lo que presuma que le pueda interesar, porque, como bien saben los expertos en marketing, el interés y la necesidad se pueden crear. Se podría concluir por tanto que "periodismo es interesar a la gente en las cosas que le conciernen, ya sean de orden personal, familiar o social, porque afecten a sus gustos, a sus preferencias o a sus necesidades."

No es verdad como sostienen algunos periodistas y opinadores que las audiencias en España sean puro clientelismo político alineado con la correspondiente trinchera mediática. Quienes lo dicen entiendo que confunden intencionadamente su realidad con la realidad, sus intereses con los de los lectores u oyentes, dando por hecho que éstos se mueven en circuitos cerrados sólo para afirmar sus convicciones, como si la modernidad cegara la curiosidad y no estuviera definida precisamente por la complejidad, la interrelación y el mestizaje. Detrás de este planteamiento hay en el fondo una invitación al desistimiento de los lectores y de los periodistas a salirse del guión.

Teniendo en cuenta estos factores y la exuberancia informativa que invade a sociedades como la nuestra, se deduce fácilmente que el periodismo de estos tiempos, sin perder de vista su atención primordial a la verdad, exige sobre todo dos cosas: preparación y apuesta. La llave para acceder a las mentes, a los bolsillos y al corazón de la gente que compra periódicos, escucha radios, conecta la televisión o se suscribe a este u otro servicio informativo es la propuesta, el abordaje de la realidad desde unos compromisos editoriales - el ideario de un medio podríamos llamarle- para desde él y desde la autonomía de los profesionales, seleccionar cada día unos contenidos lo menos condicionados por ninguna motivación ajena al interés del público.

Una vez que el mundo se ha hecho tan cercano y tan complejo y el público más exigente, lo que le queda al periodismo es apostar: sabiendo que en la apuesta un medio no sólo se juega la diferencia, sino su credibilidad.

Todavía hoy en encuentros con estudiantes de periodismo es frecuente enzarzarse en el debate de la objetividad llevado a escala filosófica, como si siguiéramos atrapados en la batalla sobre el conocimiento librada hace trescientos años por los empiristas: ¿Es posible la objetividad? ¿La objetividad existe?, cuando está claro que la objetividad es a la vez una pulsión y una cuestión práctica que queda inmejorablemente descrita en la declaración de principios del Libro de Estilo de El País:

"El País se esfuerza por presentar diariamente una información veraz, lo más completa posible, interesante, actual y de alta calidad, de manera que ayude al lector a entender la realidad y a formarse su propio criterio" se dice en su apartado segundo y se añade a continuación: "El País rechazará cualquier presión de personas, partidos políticos o grupos económicos, religiosos o ideológicos que traten de poner la información al servicio de sus intereses". Punto final: aquí se cierra el debate sobre la objetividad, pero a partir de ahí empieza la gran batalla diaria por existir en periodismo.

"El verdadero periodismo es intencional" afirma Kapuscinski en su libro dialogado Esta profesión no es para cínicos. "El deseo de arreglar las cosas torcidas es el primer impulso que nos condujo al periodismo", confiesa en sus memorias Ben Bradley, el director del Washington Post en la época del caso Watergate. Nada nuevo, sólo que en estos tiempos tan mediáticos y sólo residualmente periodísticos conviene recordar que esa ley, que se remonta al nacimiento de la imprenta, sigue viva en el tiempo de los bites. En el libro antes citado Kapuscinski recuerda muy acertadamente que "las nuevas tecnologías facilitan enormemente nuestro trabajo, pero no ocupan su lugar. Es más, la esencia de nuestro trabajo permanece inalterable".

En nuestro país hubo periodismo intencional desde la segunda mitad del siglo XVIII, en los albores de la lucha contra la Inquisición. Hubo un periodismo rabiosamente intencional y de partido a lo largo del siglo XIX, en el que los medios impresos, junto con las armas, fueron el instrumento fundamental del activismo político, convertidos en vehículos para la conquista o la defensa del poder, cuando las aguas se dividían entre el absolutismo y la libertad.

En medio de aquel laberinto de trincheras, a caballo entre el primer y segundo tercio de ese siglo, se abrió paso en España el periodismo moderno, radicalmente comprometido en la defensa de los valores de la Ilustración en su vertiente cultural y política, pero ya desde planteamientos críticos con el poder, y distantes de él y de sus alternativas.

Esa modernidad periodística la protagonizó como nadie Mariano José de Larra, un maestro del periodismo valiente, intencionado e inconformista, cuyo pensamiento se disfrazó de diversos seudónimos pero sin perderle jamás la cara a la censura. Intencionada es también su mención en esta clase inaugural, porque pareciera como que el postmodernismo periodístico, ante el que urge poner tierra de por medio, consistiera en olvidar los fundamentos del oficio y enterrar símbolos como Larra. No sé si ustedes recuerdan haber leído en los últimos años un artículo con una cita suya; yo desde luego que no. Y no porque no haya habido ocasión que la mereciera, sino porque ha desaparecido del imaginario de la profesión. Por ello me permito dar a los alumnos un consejo: si andan mal de tiempo prívense de las columnas de los periódicos e incluso de las tertulias de la radio durante un par de semanas y aplíquense a la lectura de sus artículos, que además de resultar entretenidos les serán de provecho.

Su actitud intelectual sigue siendo apropiada para manejarse en estos tiempos en los que lo radical se ahoga en el relativismo y la censura se ha hecho innecesaria ante los avances y la sofisticación del control mediático, hasta el punto de que no me cabe duda de que muchos periodistas españoles de hoy firmarían la carta que Larra envió en 1836 al director de El Español: "Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia", para suscribir a continuación la divisa que su Fígaro tomó prestada de Beaumarchais: "Me apresuro a reírme de todo, por miedo a que me obliguen a llorar".

En el momento actual, en el que al periodismo independiente se le exige sobre todo objetividad y en el que las mesas de las redacciones están rebosantes de información casi nunca controlada por el periodista del medio, la intencionalidad depende fundamentalmente del criterio, es decir, de la capacidad crítica, del conocimiento de los profesionales que cada día van a verse obligados a poner foco sobre una pequeña parte de la realidad. Del lugar hacia el que gire el espejo, y de cuánta profundidad de campo tenga el enfoque seleccionado, los lectores van a extraer importantes consecuencias sobre la calidad de ese medio y de sus periodistas.

Nos dice Philip Meyer en su libro Periodismo de precisión que "se está elevando el listón de lo que se requiere para convertirse en periodista: hubo un tiempo en el que sólo hacía falta amor a la verdad, vigor físico y cierta gracia literaria. Todavía el periodista necesita esos recursos, pero ya han dejado de ser suficientes. El mundo se ha vuelto complicado, el incremento de la información disponible es tan ingente, que el periodista tiene que ser alguien que criba y no sólo que transmite, un organizador no sólo un intérprete, alguien que reúne y hace accesibles los hechos".

Esta complejidad de la materia con que se ve obligado a trabajar diariamente el periodista, en una carrera contra el reloj, nos abruma por un lado, pero por otro nos empuja a hacerle frente con sentido práctico. Para empezar, al que se interese por este oficio se le supone que cumple con los tres requisitos antes apuntados: amor a la verdad, vigor físico y cierta gracia literaria. Pero el periodismo hoy demanda formación: una formación básica y suficiente para resolver dignamente cuestiones distintas, dentro una especialización de amplio espectro en que están organizadas las redacciones de cierta entidad.

Y en ausencia de conocimientos más extensos, al periodista se le exige el dominio de una técnica imprescindible para llegar al fondo de un asunto y extraer de él lo más interesante. La presencia en este máster de licenciados no sólo en Periodismo y Humanidades, sino también en carreras científicas y técnicas, supone la llegada a las redacciones de gente con conocimientos específicos en materias que nutren de forma habitual las páginas y los espacios de los medios generalistas y ello redundará en su solvencia.

En los grandes rotativos o grandes cadenas de radio y televisión el periodista y el especialista se reparten el trabajo con un resultado satisfactorio para la gente: el primero desarrolla la noticia y el segundo profundiza en ella. Pero esta solución no está al alcance de todos los medios ni en todas las ocasiones: a veces por imperativo del tiempo, otras, simplemente por que ese medio no se puede permitir el lujo de contratar a un especialista. Probablemente muy pocos de vosotros trabajaréis en medios especializados, por lo que es fundamental que adquiráis esa técnica y ese método que os va a permitir abarcar un mundo tan amplio. Y no me refiero sólo al manejo de las técnicas propias del medio escrito, hablado o a la edición de imágenes, sino a la técnica que permite al periodista informarse bien para luego poder informar, transformando el dato en conocimiento.

Sin esa técnica y sin una actitud de permanente actualización del saber, el bagaje cultural con el que se llega al ejercicio de esta profesión sería en todo caso de recorrido corto, porque el periodista está siempre a la intemperie: nunca conoce la noticia que le va a estallar encima de su cabeza. Esto que constituye, cómo no, un desafío, es a la vez el lujo del periodismo: todos los días, estreno. No se sabe dónde: puede ser en un campo de miseria siguiendo a Lula; en la plaza de San Pedro en la última beatificación; bajo las bombas de Bagdad; en una comisaría de Algeciras repleta de náufragos o tal vez en junio próximo, en Manchester, viendo al Real Madrid conquistar la décima. El periodismo no es para repetidores, sino para gente que necesita saber y quiere contar cosas distintas.

Es un oficio que podría ser hijo de Palas Atenea, la diosa de la curiosidad, y de Hermes el mensajero. Porque el periodista no es un erudito: es inquisitivo y narrador, un ente transitivo. Por ello podríamos decir a los aspirantes a periodistas lo que García Márquez decía del escritor: "si usted es capaz de vivir sin escribir, no escriba". Desde esta convicción es posible creer lo que el Nobel colombiano les contaba a los editores americanos en Los Ángeles, en octubre de 1996:

"El periodismo es el mejor oficio del mundo. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso… Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría resistir un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor al minuto siguiente."

Sólo apoyándome en las palabras de un premio Nobel, que se inició en el periodismo a los veinte años en las páginas de El Universal de Cartagena de Indias, y al que ni la gloria literaria le ha apartado de su práctica y de su enseñanza, sólo con su auxilio, repito, me atrevería yo a desnudar los sentimientos de tantos profesionales con los que he compartido trabajo y pasión, primero por la letra impresa y después, por la radio. El bautismo en letra impresa es imborrable para el que empieza en esta profesión: lo era en los tiempos en que los duendes de la imprenta bailaban entre tipos móviles, ebrios de los efluvios del plomo fundido, y se desintoxicaban con vasos de leche y coñac de garrafón; y lo sigue siendo ahora cuando las noticias viajan impolutas desde la computadora a la rotativa.

Yo nací al oficio en esos tiempos del periodismo de plomo, cuando las linotipias sonaban a céntimos o a lo sumo a pesetas -pues nunca fue este un trabajo bien pagado- y cuando en las salas de redacción tableteaban los teletipos como ametralladoras, tal vez para alimentar el recuerdo de una guerra civil cuyas secuelas sobre la información tuvimos que sufrir hasta bien entrados los setenta o tal vez como la amenaza de una guerra fría que se mantenía caliente en diversos escenarios del planeta.

En treinta años de profesión he sido testigo de cambios extraordinarios. Llegué a tiempo de conocer los últimos coletazos del periodismo romántico, de raigambre literaria y bohemia, que habían cultivado en las páginas de El Faro de Vigo y El Correo Gallego, donde hice mis primeras prácticas, personajes como Alvaro Cunqueiro, José María Castroviejo y más recientemente, Cuco Cerecedo. Durante un año viví el choque de las aguas -río azul y río rojo- en el diario Arriba; dirigí en 1974 el semanario Guadiana, una lancha torpedera del periodismo de oposición, cuando Cambio 16 rompía cada semana el hielo con un periodismo lleno de frescura y arrojo. Y finalmente, el 4 de julio de 1976 caí deslumbrado del caballo en la mitad de la calle López de Hoyos, cuando tuve en mis manos mi primer ejemplar de El País, después de varios viajes infructuosos al VIPS en compañía de José Antonio Nováis, el periodista que más había fustigado al Régimen desde las intocables páginas de Le Monde. Me juramenté que no iba a parar hasta meter cabeza en aquel proyecto y lo conseguí entrando como redactor en febrero del año siguiente, después de renunciar a mi cargo en Guadiana y dejar en el camino más de un tercio de mi sueldo. Juan Luis Cebrián fue generoso conmigo porque habría firmado por menos de la mitad.

Con Cambio 16, en los estertores del Régimen, pero sobre todo con El País, en la Transición, se inició la renovación profunda del periodismo español al implantar un modelo de gestión de los medios cuya influencia se ha dejado sentir dentro y fuera de España: el caso El País ha servido de referencia para cuantos proyectos de periodismo de calidad se han abordado en Europa en las dos últimas décadas.

La fórmula no tiene secreto, pero es muy esforzada tanto para los periodistas como para la empresa, y, como hechos muy recientes han venido a demostrar, no está exenta de riesgos. Una fórmula que reside en su independencia, de la que se derivan tanto sus éxitos como los problemas a los que El País ha tenido que hacer frente. Una independencia, no sólo proclamada en su ideario fundacional, sino ejercida día a día con pulso firme a lo largo de veintisiete años con la fortaleza que da el compromiso suscrito entre la propiedad y los profesionales, para que El País sea leal a sus lectores y a los ciudadanos, incluso en las circunstancias más adversas. Compromiso que hoy comparten todos los medios del Grupo Prisa.

Así debe ser entendido su valiente ¡Viva la Constitución!, proclamado la misma tarde del 23 de Febrero, con el Gobierno y el Parlamento secuestrado por los golpistas; y así debe ser entendida su legítima defensa ante la dura batalla de desgaste a que fueron sometidos el Grupo Prisa, sus máximos responsables y todos sus medios en aquella conjunción gubernamental, judicial y mediática a la que dio en llamarse de forma intencionada guerra digital. Sería difícil entender lo que El País representa para generaciones de españoles sin tener en cuenta su defensa de la Constitución en un tiempo en que unos por golpistas y otros con la excusa de frenarlos, se conspiraba un día sí y otro también contra las libertades. De la misma manera hay que confiar en que las nuevas generaciones puedan reconocer lo que para la salud del periodismo y para la defensa de la libertad de información supuso resistir a la feroz batalla desencadenada contra Prisa en los años finales del siglo XX.

En la estrategia de la guerra digital ocupaba una posición central el deseo de desdibujar la naturaleza del ataque para debilitar los apoyos externos, -lectores, oyentes, abonados- y los internos, -el cuerpo profesional de los distintos medios y los accionistas- sometidos al bombardeo constante de que, lejos de estar ante un ataque a la independencia de El País o de la SER, estábamos ante una mera batalla comercial por el control de la televisión de pago.

Ha tenido que cundir el desencanto entre la tropa gubernamental para tener al fin un relato fiel y directo de lo que se tramó desde La Moncloa y de los objetivos que se perseguían:

"Sobre el tapete", escribe el cronista de guerra, "la estrategia parecía infalible: la compañía tecnológicamente más avanzada y con mayor músculo financiero podría fácilmente hacerse con el negocio de la televisión de pago por satélite, limitando así la creciente influencia mediática de Prisa…Pero Vía Digital no sólo se concibió como una barrera a las ambiciones del dueño del diario El País, sino como la oportunidad para conducir a Polanco irremediablemente a la ruina... Rodríguez pensó primero en Televisión Española como socio de referencia de aquel frente común en el que se dio cabida a casi todos los competidores de Prisa. Pero el Gobierno pronto se percató de que RTVE no era precisamente el primo de Zumosol que necesitaba Vía Digital para tumbar en la lona al magnate felipista.

"Pronto se disiparon las dudas, ahí estaba ya Juan Villalonga subido a lomos de una Telefónica cuyas acciones y beneficios subían como la espuma… No dudó en devolverle el favor al Gobierno habilitando los recursos necesarios para poner de rodillas a Polanco. En efecto, Telefónica no escatimó en medios financieros para formar un medio de comunicación, hoy llamado Admira, en el que Vía Digital era la punta de lanza para desestabilizar a Prisa. Había que ganar abonados a toda costa, y sobre todo, agotar financieramente al contrario. Telefónica puso a disposición de Vía Digital todo lo necesario para ganar la partida. Pero se olvidó de una cosa: para dirigir con éxito un negocio hacen falta talento y escrúpulos, cualidades que han brillado por su ausencia en una empresa que sus ejecutivos esquilmaron alegremente".

Si esta versión procediera de un periodista vinculado al grupo Prisa cualquier persona medianamente ponderada la podría dar por buena, pero si procede de las filas de El Mundo y en concreto de la firma de su director adjunto, Casimiro García Abadillo, sospecho que el relato debe ser tomado como incontestable. (El Mundo, 2 de diciembre de 2002). ¿Alguien lo pone en duda? Escuchen lo que el mismo día, desde su tribuna de la COPE, confesaba Federico Jiménez Losantos, otra autoridad en la materia: "Don José María Aznar López nos pidió personalmente a cada uno de nosotros que le ayudáramos en esa lucha contra el monopolio de Polanco… Por desgracia los que hicimos esa guerra desde el 96 tenemos que reconocer que hemos contribuido a desactivar a la opinión pública y a favorecer los distintos proyectos de Aznar".

No es un consuelo, ni repara los daños económicos y morales que esta batalla ha dejado en los medios y en las personas del Grupo Prisa. Pero al menos comienza a reescribirse la historia de un episodio sobre el que los medios de comunicación y los periodistas habrán de volver algún día para preguntarse en conciencia sobre cuál fue el papel de cada uno. Igual que hubo un antes y un después del 23 F, cuya trama civil y periodística sigue todavía sin ser contada, la guerra digital merecerá algún día la atención de los estudiosos si alguien trata de explicar el grado de deterioro al que llegó el periodismo en la España de Aznar.

No todo es imputable al Gobierno, ni a este Gobierno. Como siempre sucede en sociedad, al deterioro del periodismo han contribuido los profesionales, las empresas y por supuesto, el poder político. Las etapas se han quemado deprisa, y del periodismo abrasado por la censura franquista, - ejercida en su fase final por gobernantes que todavía perduran -, pasamos al periodismo voluntarista y entusiasta de los primeros años de la democracia. En la década de los ochenta los medios se modernizaron tecnológica y empresarialmente, pasando desde los modelos familiares de explotación a otros más profesionalizados.

Comenzó un poco más tarde una concentración razonable, unida a unas apuestas multimedia que no tenían por qué haber dañado el pluralismo; pero el salto siguiente lo protagonizaron ya los tiburones, con la entrada en los medios de empresarios o financieros que, so pretexto de fortalecer la independencia de los medios, -sacándoles de apuros económicos-, acabaron destruyéndola, poniéndolos al servicio de otras causas, con la colaboración entusiasta de no pocos periodistas: así nació el amarillismo y el falso periodismo de investigación en cabeceras pretendidamente serias, y el sensacionalismo de cremallera se entronizó en los medios audiovisuales. Con la llegada del PP al poder, un partido que predicaba la liberación en todos los frentes, desembocamos en un modelo intervencionista que supera todo lo conocido y todo lo imaginable, no sólo en los medios públicos sino en los privados, con movimientos accionariales y profesionales de los que contados medios han estado a salvo.

Entre la mediatización y el pánico -que fue un efecto secundario de la guerra digital en los medios que no la padecieron- el periodismo se deslizó hacia el encefalograma plano, a la altura de lo que los jefes de prensa esperan de él. Y esto no tendrá remedio en tanto sigan existiendo conferencias de prensa en las que mandan los ministros y los periodistas obedecen y se humillan permitiendo que el ministro de turno, sin recurrir siquiera al "sin comentarios", se burle de la pregunta que se le acaba de formular sin que inmediatamente otro periodista la retome. Es como si en la plaza mandara el toro.

Si alguien quiere saber por qué se desencadenó la guerra digital aquí tiene la respuesta. A la vista del comportamiento de El País y la SER en la catástrofe del Prestige y las pautas profesionales y cívicas que marcaron en el seguimiento de este asunto; ¡qué razón tenían!. El mal ejemplo cundió y la no catástrofe de las primeras semanas desembocó, por el descontrol mediático, en el Chernóbil español, según declaró en Bruselas, el 6 de diciembre el ministro Alvarez Cascos, tres semanas después del inicio de la catástrofe, después de tres fines de semana consecutivos de caza y montañismo, sin tiempo para haber visitado Galicia, lo que no haría hasta que transcurrieron otras tres semanas, y sólo para cenar en La Coruña con responsables de la empresa Sasemar.

La maquinaria de propaganda está tan engrasada y tan acreditada por el uso, que acaba de intentar el más difícil todavía en su juego con los medios: se trata de que no hablen más del Prestige, salvo que sea para referirse a Galicia más que nunca, mientras prosigue el juicio sumarísimo de intenciones a Nunca Mais y a los medios que aún persisten en mirar a las playas y al fondo del Atlántico, es decir, "los agitadores que ladran su resentimiento por las esquinas", según la salmodia del Presidente que todavía no pisó las playas chapapoteadas.

A los que afean la conducta de los medios que no se doblegan al "Galicia más que nunca", habría que recordarles la anécdota que, en Periodismo canalla y otros artículos, cuenta Tom Wolf. Richard Goodwing, ex asesor de John Kennedy, llama al director del suplemento dominical del Herald Tribune quejándose de unos artículos que él considera "vergonzosos, ponzoñosos y sensacionalistas". El director le dejó desahogarse para cortar la conversación con una frase de lord inglés: "Perdone, Sr. Goodwing. Lamento interrumpir, pero si tuviera la gentileza de poner por escrito lo que acaba de decirme en una carta con sello de la Casa Blanca y enviármelo, le prometo que lo publicaremos".

Tenemos que confiar en que el aldabonazo que el caso Prestige ha dado en todos los ámbitos de la opinión pública, incluidos los votantes del PP, acabe llevando a las empresas y a los profesionales a una profunda reflexión. Los periodistas han sido vituperados por los marineros a pie de playa por su silencio cómplice, y los profesionales han tenido que sentir la reprensión social en las multitudinarias manifestaciones de Santiago, Vigo y La Coruña, por omisiones debidas a su cobardía o que les vienen impuestas desde sus empresas privadas o medios públicos. En Galicia los ciudadanos han señalado al periodismo como culpable. Pero también es cierto que en las manifestaciones se ha aplaudido a los medios que rompieron el silencio y en una ciudad concreta la manifestación estuvo parada durante cinco minutos ante un medio de comunicación en señal de reconocimiento a la labor de sus profesionales. La gente premia el buen periodismo con su fidelidad y en muchas ocasiones pagándole con información.

Pero urge poner remedio a la situación porque si no la raza que se le supone al periodista va a correr pareja a la del toro de lidia, cada día más menguada, donde sólo hay sitio para ejemplares descastados, flojos de remos y afeitados, a mayor gloria de los mandamases de la fiesta nacional, que diría Joaquín Vidal.

La batalla que está por dar para recuperar la dignidad del periodismo no es en contra de éste o aquel gobierno, contra éste o aquel partido. Consiste simple y llanamente en evitar que la propaganda aplaste a la realidad. Aznar llegó al Gobierno con un programa de regeneración democrática que incluía la conversión del Parlamento en el centro de la vida política; la constitución de comisiones de investigación sin imponer la ley de la mayoría; el nombramiento de un independiente como Director General de RTVE; el nombramiento de un fiscal independiente y la despolitización de la justicia y el funcionarido.

La realidad es que hemos desembocado en un Parlamento bajo mínimos, con un fiscal instalado en el máximo de sumisión al Gobierno, una justicia cuando menos ineficaz y unos medios públicos entregados con todo el descaro a la propaganda más absoluta. (Lo que se puede afirmar en mayor o menor medida de todas las televisiones públicas).

Miguel Ángel Fernández Ordóñez ha escrito muy acertadamente que en lo referido al Gobierno de Aznar no hay que estar a lo que dice, que suele ser estupendo, sino a lo que hace. Estamos en lo que bien podríamos llamar una democracia declarativa, cuya máxima expresión son los telediarios en los que se alternan el género ministros encadenados, y el formato sándwich, que consiste en que a una declaración de un ministro le sigue otra de alguien de la oposición y lo remata Javier Arenas en su doble condición de ministro-secretario general. Para que haya un sándwich tiene que haber jamón y en este caso la cuenta suele correr a cargo de Rodríguez Zapatero. A la democracia declarativa le corresponde, por coherencia, el periodismo declarativo. Por eso en los pocos programas que no son de espectáculo se emiten sólo programas de entrevistas. Y no es que no deban fiarse de los presentadores, que son de confianza, sino que el debate es incompatible con el pensamiento único: la mejor forma de demostrar que la oposición no tiene ideas es dejarla muda.

Pero a propósito de entrevistas, me permito formular la siguiente cuestión: ¿Se imagina alguien que en la misma televisión en la que Iñaki Gabilondo pudo preguntar al presidente del Gobierno "Señor González, creó usted el Gal", Urdaci se hubiera atrevido a preguntar a Aznar, "señor Presidente, ¿ tiene usted miedo a ir a Galicia?". Respóndanse ustedes mismos.

Abundando en la casuística me voy a referir a la entrevista más comentada de las últimas semanas: la que se hizo en TVE 2 a la candidata Ana Botella. No quiero entrar en las bambalinas, me limito a decir lo que no hubiera sucedido, pongamos por caso, en la CBS de Walter Cronkite: sucedió en los años cincuenta; Lyndon B. Johnson, líder de la mayoría en el Senado, se presenta en los estudios de la CBS para ser entrevistado en el programa Face the Nation. Johnson, llega con quince minutos de antelación, saluda al equipo de entrevistadores y les dice: "Muchachos aquí tenéis las preguntas que debéis hacerme", mientras repartía una hoja a cada uno. Cronkite le explica que ese no es el juego. "Para mí no hay problema, me voy", le dice Johnson, mientras se levanta y se va. Le alcanzan en el pasillo y sellan un pacto genérico sobre el contenido, pero en la primera pregunta el periodista se sale del guión. Johnson, cabreado, dedicó la media hora siguiente a reventar el programa con respuestas monosilábicas o guardando silencio. "No fue exactamente el momento más brillante de la televisión pero quizá fuera el anuncio de la relación que existe aún entre política y televisión", afirma Cronkite en Memorias de un reportero.

El uso de los medios como instrumento de manipulación de la opinión pública llamó especialmente la atención del escritor francés Alain Minc en su libro La borrachera democrática, en el que califica la ascensión al poder de Berlusconi como un "nuevo peronismo", cuyo sustrato no es ya militar sino mediático, apoyándose en resortes que recuerdan a la América del Sur de los años cincuenta y que incluyen: "el culto al jefe, la demagogia del discurso, la mediocridad intelectual, el recurso a las pulsiones y a los sentimientos, el mito nacionalista y el aspecto de bálsamo de fierabrás", del tipo de "el milagro soy yo", que dijo nuestro Presidente.

En el caso español el intento de parálisis del periodismo no se detiene sólo en el control de los medios sino también en el de las conciencias, recurriendo a ese entramado de mitos como el interés de la patria, el bien común o a fenómenos tan lacerantes para el conjunto de la sociedad española como el del terrorismo, utilizándolo como inhibidor de toda discrepancia pero a cuyos réditos políticos no renunció Aznar en la oposición ni renuncia en el Gobierno, a pesar del pacto antiterrorista.

A propósito del recurso al patriotismo recuerda el ya citado Cronkite la ocasión en que en plena guerra de Vietnam se le presentó James Schlesinger, Secretario de Defensa, en la CBS reclamando "patriotismo en todos los frentes". "Y ¿cómo se mide el patriotismo?", le replicó Cronkite: "¿Aceptando sin hacer preguntas todas las decisiones del Gobierno ¿O acaso deberíamos definirlo como el valor de hablar y de actuar de acuerdo con los principios que uno considera que sirven mejor a los intereses de su país, estén o no de acuerdo con los deseos del gobierno?". Lo que era posible en el país del patriotismo, en plena guerra, no es posible en España ni cuando se trata de abrir en Europa una investigación sobre el Prestige que se boicotea en el Parlamento gallego y en el Congreso.

Disentir en nada, por nimio que sea, sobre cualquier asunto relacionado no ya con la lucha antiterrorista sino incluso con el nacionalismo te convierte fulminantemente de discrepante en culpable. Ha llegado un momento en que, como escribía recientemente Javier Pradera, el Gobierno no sólo reclama el derecho a hacer las preguntas sino que se reserva también las respuestas. Juan Luis Cebrián se refirió en otra ocasión a ese fenómeno tan alentado desde el poder como fundamentalismo democrático: "Fundamentalista es, en realidad, todo aquel que entiende que existe una manera de ser y una única manera de hacer para una única manera de pensar", escribió Cebrián.

Por más que sea urgente, no parece fácil salir de esta situación, entre otras razones porque el periodismo forma parte de la sociedad, en sus vicios y sus virtudes. Sin embargo para ello sería muy beneficioso que las promesas de regeneración de la vida pública con las que Aznar llegó al poder las pusiera en práctica algún gobierno del signo que fuera. Los periodistas sólo tienen dos opciones: conformarse o empujar en la dirección correcta no haciendo política, sino limitándose a informar sin cortapisas para forzar un cambio de actitud o la alternancia. En la historia reciente de España hay precedentes de cómo los medios a través de información veraz aceleraron los cambios que se estaban fraguando en la sociedad. Sucedió en el franquismo, por más que Franco muriera en la cama; sucedió en el paso de la UCD al PSOE y volvió a repetirse, en el momento en que el PP alcanzó el poder.

Tanto da que el cambio venga de la derecha o de la izquierda, propiciado, eso sí, por alguien que crea en la sociedad abierta, aunque no la predique, y alguien que reconozca que los ciudadanos españoles alcanzaron la mayoría de edad. La renuncia de los poderes públicos a manipular los medios y la adopción de mecanismos efectivos que garantizaran su independencia exigiría probablemente un pacto muy amplio que ese sí merecería el ser bautizado como la Segunda Transición por lo que significaría para la calidad de nuestra democracia.

Existe incertidumbre sobre los caminos que van a tomar los diversos medios de comunicación, pero no sería aventurado predecir que los medios electrónicos adelantarán a los periódicos en todo lo que se refiere a la información útil: tiempo, ofertas de ocio y de entretenimiento, cotización bursátil, publicidad de breves. Y tal vez el rol fundamental que le esté reservado a los grandes medios, también a las radios, sea su papel cívico, su nervio político, en el sentido más literal y extenso del término, concentrando su atención en todo aquello que va a servir para que el ciudadano se forme su propia opinión sobre lo que le concierne. La pérdida de pulso del Parlamento como lugar en el que se dirimen los asuntos públicos y la férrea disciplina que impide el debate en el seno de los partidos, deja al periodismo frente a los ciudadanos como recurso imprescindible para el ensanchamiento de la libertad.

Y a fin de cuentas, Eric Fromm nos dejó dicho que "el único criterio sobre la realización de la libertad es el de la participación activa del individuo en la determinación de su propia vida y en la de la sociedad, entendiéndose que tal participación no se reduce al acto formal de votar, sino que incluye su actividad diaria, su trabajo y sus relaciones con los demás".

En un momento en el que pudiera pensarse que el periodista de una sociedad desarrollada iba a tener que ocuparse sobre todo de cuestiones relacionadas con la calidad de vida, la cultura y el ocio, resulta que va a tener que emplearse a fondo para impedir que la democracia se aleje todavía más de los ciudadanos. Como dice García Márquez: "Alguien tiene que ocuparse de la verdad cuando no aparece".

En ese futuro en el que la información va a desempeñar un papel importante como dinamizador del concepto de ciudadanía quiero romper una lanza a favor de la radio. No tanto porque trabaje en ella sino porque me gustaría llamar la atención de los futuros periodistas sobre sus posibilidades. Se lo voy a decir en corto y por derecho: la radio es el medio mejor situado para el futuro

¿En qué se fundamenta tan atrevido aserto? En los parámetros que definen al hombre de hoy: a) es una persona ocupada, y por tanto necesita un medio compatible con la actividad, un medio que pueda representar el papel de segunda voz, como lo define Iñaki Gabilondo; b) Carece de tiempo y dispone de él desigualmente, según las horas del día y según los días de la semana; c) Está informado y demanda información: lo que dibuja un campo para la noticia y la actualidad; y d) sabe lo que quiere, tiene el gusto conformado, lo que permite la segmentación de contenidos. Para este individuo la radio es el medio adecuado porque es ubicua (coche, trabajo, casa); es gratis; es flexible en el tiempo (se adapta al ritmo de la vida diaria) y en el espacio (puede funcionar en local o en cadena); es un medio interactivo, que es un rasgo ineludible de la modernidad; es caliente; convive excelentemente con internet y es elástico en la oferta porque informa, analiza, entretiene, acompaña, y hasta puede segmentar, fundamentalmente en la música, pero también en otros contenidos.

Por encima de todo la radio es un cañón informativo hasta el punto de que en el campo de la actualidad, la radio es imbatible. Nadie puede dar la información más rápidamente y puede ser un medio tan preciso como el que más. Si la primicia sigue valiendo en periodismo y la fiabilidad también, ¿por qué no vamos a pensar que la radio puede ser un medio líder en la información si el liderazgo es la suma de credibilidad y audiencia?. He dicho fiabilidad porque hay un prejuicio muy extendido sobre la radio: se dice de ella que se hace demasiado apresuradamente, y eso la impregna de imprecisión. Falso. En la radio no hay prisa: en la radio hay al menos veinticuatro ediciones diarias, tantas como horas, incluso puede haber tantas como minutos. Si no tienes comprobado un dato no pasa nada. Se espera una hora más. Sí, la radio es fiable.

En el periodismo sabemos que hay una condición innata al liderazgo: la capacidad de marcar la agenda informativa. Y para ello hacen falta dos cosas: una información propia y criterio para manejarla, lo que nos lleva a cubrir otra necesidad: la de disponer de una redacción propia, formada por los mejores profesionales.

Por su implantación territorial las radios están en condiciones de tener las redacciones más dinámicas de España, siempre que las empresas y los profesionales estén dispuestos a apostar por ello. El éxito y el fracaso de las cadenas tiene casi todo que ver con la percepción que se tiene de la radio desde dentro: bien como una mercería para vender anuncios de a cuatro euros entre tertulia y tertulia, o como la punta de lanza de la información, el análisis y el entretenimiento.

Me gustaría recordar a los que aspiran a engrosar las filas del periodismo que, vayan a donde vayan, este es un oficio para atrevidos: que nunca dejen que les paralice el miedo, porque las noticias nunca piden permiso y nunca son un problema, aunque los creen. En el periodismo no existe el paso atrás salvo para confirmar un dato. El único juicio que debe importar al periodista no es ni el del poder ni el de los colegas, sino el de los ciudadanos que son los destinatarios de su trabajo. Es algo que siempre he oído decir a Juan Luis Cebrián: los periódicos son de los lectores; y las radios, de los oyentes. Toda nuestra autoridad como periodista nace de esa inquebrantable adhesión a ellos y a la realidad.

No menos importante es saber que en el periodismo sólo hay vida lejos del poder y en su trato con él conviene tener muy presente el Cuento de Cenicienta: se va en carroza tirada por caballos, pero cuando dan las doce aquí siempre se vuelve sentado en una calabaza. Y es que el poder es desagradecido e insaciable en los elogios. Lo refleja muy bien Manuel Rivas en Galicia, Galicia, un libro editado hace un par de años pero que ha sido devuelto por los acontecimientos al primer plano de la actualidad:

- "Señor presidente", dice un miembro del Sindicato de Pelotas, "Aquí lo comparan con Alejandro Magno, con Superman y con el Gran Timonel".

- "Me incomodan sus elogios", respondió el presidente, "siempre se quedan cortos" .

Sólo me queda deciros que creáis en vuestras posibilidades, pues os puedo asegurar que la mitad de la noticia, y a veces toda, está en la mirada del periodista. Podría poner muchos ejemplos pero me limito a citar el caso Nevenka, el caso de los expedientes laborales hallados en la calle por dos periodistas: uno los vio y el otro no, o la pregunta que en una conferencia de prensa desencadenó la noticia de la expropiación de Rumasa.

Y para los momentos de máxima confusión, que también existen, os dejo la lámpara de Aladino: haced caso a la máxima de Augusto Delkader: "En caso de duda haz periodismo".

Madrid, 30 de enero de 2003

UAM - Inauguración del Master de Periodismo UAM-El País

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