Pacto para una Educación sin políticos
Comunidad docente, familias e instituciones de la sociedad civil debemos exigir a nuestros representantes un gran acuerdo
La nueva ley educativa –Lomloe– introduce aspectos positivos, otros inquietantes y algunos perniciosos, como el hecho de obviar el Latín y el Griego o dejar la Cultura clásica como una simple optativa, lo que supone un hachazo más a las Humanidades, a la libertad de pensamiento y al sentido crítico. Pero el análisis más relevante que podemos hacer no es acerca de su contenido, sino sobre el tremendo error que supone la aprobación de una ley educativa; una más.
Elevando la mirada, los responsables de esta iniciativa legislativa deberían cuestionarse de qué sirve el esfuerzo realizado. ¿Para qué meterse en la burocracia y los cambios metodológicos que genera un nuevo marco normativo? ¿Merece la pena trasladar al profesorado mayor carga de trabajo administrativo y agudizar su desencanto? La contestación es no, sobre todo teniendo en cuenta que el Partido Popular ha advertido que en cuanto alcance el poder cambiará esta ley por otra. Y no cabe duda de que lo cumplirá, de hecho los dos partidos mayoritarios están acostumbrados a hacerlo. Esa nueva ley será la novena en democracia, y así seguiremos en los próximos años, emulando a Sísifo y hundiendo en el desasosiego a la comunidad docente.
El análisis que merece la ley, por tanto, solo puede ser negativo: las autoridades educativas han derrochado energías y además han desechado una valiosa oportunidad. Esos esfuerzos habría que redirigirlos hacia un objetivo realmente provechoso para la sociedad, que no es otro que un pacto de Estado para la Educación. Cualquier otra opción equivale a empeorar las cosas, desgastarse en batallas partidistas e incurrir en una evidente deslealtad hacia la sociedad, en especial hacia nuestros jóvenes.
¿Cuándo se darán cuenta los políticos y las autoridades? ¿Cuando llevemos en la mochila doce leyes educativas, quince…? Han pasado ya once años desde que Ángel Gabilondo, entonces ministro de Educación, lideró un proceso que estuvo a punto de culminar en un pacto entre los dos principales partidos, y desde entonces nadie lo ha vuelto a intentar. Sabiendo que la historia de España es pendular, tanto en términos generales como en cada uno de sus ámbitos, resulta evidente que cuando alguien, sin consenso previo, lleva un asunto a su terreno, garantiza que los de enfrente harán lo mismo en cuanto puedan. Ahora el péndulo está en el lado del PSOE, por lo que les corresponde tender la mano a los demás partidos que ocupan el espectro político del centro y tratar de sellar unos principios fundamentales de cara al futuro. En este paso no habría que partir de cero, sino comenzar a trabajar desde el acuerdo sobre 155 puntos alcanzado con el PP en 2010.
Consensos como este se han logrado en otros ámbitos sociales, algunos bastante más complejos, y no hay razón para no poner todo el empeño en la creación de un patrón que conjugue Ciencia, Tecnología y Humanidades, que mejore al máximo la enseñanza pública sin perjudicar a la concertada y que optimice la atención a todos los chicos con necesidades especiales. Como es obvio, todo esto requiere más financiación pública, algo que no debería ser un obstáculo: invertir en Educación, hablando en términos economicistas, garantiza una rentabilidad superior al 300%. Eso sí, los frutos de esa inversión llegan en el largo plazo, en un horizonte temporal que supera las miras de los políticos.
Lo expuesto es un clamor entre las personas sensatas, y, de hecho, en cualquier conversación bien argumentada sobre este tema se llega siempre a la misma conclusión: sin pacto de Estado para la Educación, España avanza dando palos de ciego en un contexto internacional en el que la competitividad y el progreso residen, más que nunca, en el saber. Pese a lo que pueda parecer, los ciudadanos sensatos son una inmensa mayoría en nuestra sociedad, aunque por ahora se mantienen en silencio frente a una minoría ideologizada que sabe hacer ruido.
En los países más civilizados, la Educación es un tema en manos de quienes lo conocen de primera mano –maestros y profesores- y que fue retirado hace mucho de las pugnas políticas. Si España quiere ser un país avanzado, debemos despartidizar cuanto antes este asunto. Nuestra prosperidad depende de ese gran pacto, que todos –comunidad docente, familias e instituciones de la sociedad civil- debemos exigir a nuestros representantes. Ahora es el momento, sin excusas, de actuar en pro del bienestar de nuestros hijos y nietos ante un futuro repleto de incertidumbres y de desafíos.
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