El curso escolar más incierto: ¿normalidad frente a catástrofe generacional?
La pandemia ha puesto de manifiesto las graves deficiencias y desigualdades de nuestros sistemas educativos
Las hipótesis en la ciencia, como en la vida, son siempre peligrosas. Es esta una afirmación de Albert Camus que se ha cumplido con total precisión en la actual crisis de la covid-19. La hipótesis inicial decía que era una simple gripe lo que se ha convertido en una voraz pandemia. El impacto económico se preveía moderado y coyuntural, y ha pasado a registrar categorías históricas: en España una caída del PIB que ya alcanza al 18,5%; en Iberoamérica, de un descenso estimado de pocas décimas, pasamos al mayor retroceso desde la Gran Depresión de 1929. El efecto es demoledor en cuanto al incremento de la pobreza que, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), pasará en un solo año de 185,5 millones de pobres a 230,9 millones.
Las hipótesis iniciales tampoco se han cumplido en lo que respecta a educación. Lo que para algunos iba a ser una interrupción momentánea del curso escolar, se convirtió en pocas semanas en una prologada desescolarización de 177 millones de niñas, niños y jóvenes confinados en sus domicilios en Iberoamérica, una situación que Antònio Guterres, Secretario General de la ONU, ha calificado como la mayor disrupción que ha sufrido la educación: “Nos encontramos ante una catástrofe generacional que podría desperdiciar un capital humano incalculable, minar décadas de progreso y exacerbar desigualdades arraigadas”.
En esta misma línea, un estudio de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), publicado a finales del pasado mes de marzo, demostró que, con apenas poco más de tres meses de desescolarización forzosa, los estudiantes pueden perder más del 10 % de los aprendizajes adquiridos. Imagínense los efectos, cuando muchos países llevan ya más de seis meses y corren el riesgo de llegar a un año completo.
La pandemia ha puesto de manifiesto las graves deficiencias y desigualdades de nuestros sistemas educativos. Vivíamos una supuesta normalidad, en la que los indicadores cuantitativos (más docentes, más alumnos o más tabletas), prevalecían sobre los cualitativos: mejores competencias para todos, frente a los pobres resultados que, con señaladas excepciones, obtienen de manera pertinaz nuestros estudiantes en pruebas de evaluación de competencias o aprendizajes. En medio de esta situación, se han venido admitiendo, como parte de esa normalidad, tasas de abandono escolar prematuro inasumibles, como son el 17,3% de España o el casi 50% de Iberoamérica, lo que pareciera obedecer a un darwinismo social, si se considera la demostrada relación existente entre niveles de rentas familiares y rendimiento educativo: de éxito para unos pocos y pobres resultados o, directamente, exclusión para los demás. O, por citar otro aspecto muy relevante en sociedades digitales: un 14 % de estudiantes españoles, (según un informe COTEC), no cuenta con acceso a internet en sus hogares, cifra que supera el 50% de media en Iberoamérica, alcanzando a más del 80% en las zonas rurales de la región. Estudiantes que durante el confinamiento no han contado con alternativa alguna de aprendizaje a través de la educación a distancia.
Una situación insoportable que no debe continuar ni reproducirse.
Si no se adoptan medidas urgentes, la catástrofe generacional que describe el Secretario Guterres se hará realidad. Después del confinamiento, millones de estudiantes de educación secundaria y primeros años de educación superior, un 17%, no volverán a sus aulas, pasando a engrosar esa proporción del 32,7 % de jóvenes desempleados de España. O el 53 % de iberoamericanos que tienen empleos de baja calidad. Es decir, jóvenes condenados irremediablemente a la pobreza.
Educación interrumpida, educación reconstruida, exponía recientemente Andreas Schleicher, director de competencias y PISA de la OCDE. Una crisis es también una oportunidad de transformación educativa real. Dejemos de hablar de nuevas o viejas normalidades ¿Quién o qué es normal o no lo es? ¿Quién determina la normalidad? Michel Foucault asignaba a este concepto un gran potencial de exclusión. El cambio debe ser sistémico, radical y con mejoras constatables a corto plazo, que no se limiten a tácticas cuestiones escolares. Que se vuelva a dar protagonismo y recursos a las tres instituciones que con mayor insistencia han sido reclamadas durante la pandemia: la familia, el Estado y la cooperación internacional. Si el virus no entiende de fronteras, tampoco lo hace la educación.
Frente al darwinismo selectivo, educación de calidad, inclusiva y equitativa para todos y todas, para que nadie se quede atrás. Y eso solo es posible con sistemas educativos híbridos que aseguren la imprescindible educación presencial, otras experiencias de aprendizaje no formales y también, en línea, con independencia del nivel de renta o lugar de residencia. Debemos superar la brecha digital para, a su vez, superar la brecha educativa y social. Con profesorado que por fin se comprometa con competencias y habilidades digitales y, entre otros aspectos más, con ofertas de educación a distancia especialmente desarrolladas para esa modalidad y no caricaturas de educación remota que hemos conocido recientemente.
Y, sobre todo, pensar en unos estudiantes que viven ya en la sociedad del siglo XXI, en la cuarta revolución industrial, en un mundo de algoritmos que condicionan y predeterminan decisiones y homogenizan comportamientos. Alumnos a los que de poco sirve acumular conocimientos del pasado, pero sí desarrollar su autonomía, su pensamiento crítico, ser sujetos de la política y no objetos de ella. En definitiva, ser auténticos dueños de sus decisiones y de su destino.
Mariano Jabonero es secretario generales de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).
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