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Educación
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La primera generación que no conocerá un mundo sin IA

El reto educativo no es prohibir esta tecnología, sino enseñar a convivir con ella con criterio y conciencia

Los nacidos en 2020 crecen en un entorno donde la inteligencia artificial (IA) no es una herramienta, sino el aire cognitivo que respiran. Formarles será un desafío compartido entre escuelas, familias y empresas: evitar que esta tecnología piense por ellos antes de que aprendan a pensar por sí mismos.

En 1995, tener internet en casa era un lujo. En 2007, el iPhone transformó un teléfono en un mundo portátil. En 2012, las redes sociales colonizaron la vida cotidiana. En 2022, la IA generativa (con ChatGPT, Copilot o Gemini) hizo lo mismo con el pensamiento: democratizó el acceso a una inteligencia aumentada, disponible 24 horas, capaz de escribir, crear, programar y “razonar”. Esa evolución (internet, smartphone, redes sociales, IA) marca también la transformación cognitiva de la humanidad moderna, redefiniendo en cada década lo que significa “aprender”, “comunicarse” o “trabajar”.

Por primera vez, una generación nacerá sin memoria de un mundo sin IA: los nacidos en 2020–2021, que hoy tienen cuatro o cinco años, acaban de entrar en la escuela infantil. No recordarán un mundo sin asistentes conversacionales, sin chatbots que corrigen, sin robots que dibujan o sin videojuegos que aprenden de ellos. La IA no será, para ellos, una herramienta, sino el entorno cognitivo en el que crecerán.

Cada cohorte generacional se ha definido por la tecnología que marcó su infancia. Los nacidos en los noventa crecieron con internet, los de 2007 con el smartphone, los de 2010 con las redes sociales y los de 2020, con la IA generativa.

En 2030, cuando estos niños tengan nueve o 10 años, les resultará tan inconcebible imaginar una escuela sin IA como a un adolescente actual imaginar una vida sin internet o sin móvil.

Un estudio del MIT (2025) advierte de un fenómeno emergente: la “deuda cognitiva”. Los niños que aprenden con IA obtienen más información, pero desarrollan menos esfuerzo reflexivo. El cerebro se acostumbra a la respuesta inmediata, y el pensamiento se vuelve dependiente del sistema, generando una “deuda cognitiva”.

Entre los tres y seis años, el cerebro se construye a través del lenguaje, la curiosidad y la exploración del entorno. A esa edad, los niños necesitan interacción humana, no solo digital. Los juegos interactivos pueden ser útiles si complementan la conversación, no si la reemplazan. Pero, si la IA sustituye el diálogo con padres o maestros, el niño no aprende a formular hipótesis, sino a aceptar respuestas.

Entre los seis y nueve años, cuando se consolidan la comprensión lectora y las operaciones lógicas, la IA puede actuar como un tutor personalizado que ofrece ejemplos, corrige ortografía o adapta ejercicios. Pero si se usa sin guía, se convierte en una máquina de tareas que reduce el esfuerzo mental y la capacidad de razonamiento autónomo.

Entre los nueve y 12 años, con la aparición de la argumentación y la expresión escrita, la IA debe funcionar como un entrenador del pensamiento crítico: puede presentar contraejemplos, perspectivas opuestas o simulaciones que inviten al debate. Sin embargo, si se utiliza para redactar directamente los trabajos, el estudiante pierde la oportunidad de construir su propia voz cognitiva.

Entre los 12 y 15 años, cuando se desarrolla la capacidad de análisis abstracto y la investigación autónoma, la IA puede ser un copiloto intelectual, útil para contrastar ideas, esbozar argumentos o sugerir fuentes. Pero si se convierte en el origen del texto o del razonamiento, aparece el riesgo de plagio cognitivo: el joven entrega información, no conocimiento.

Entre los 15 y 18 años, el reto pasa por la síntesis, la creatividad y la reflexión ética. En esta etapa, la IA puede ayudar a modelar escenarios, refinar hipótesis o construir visualizaciones complejas, siempre que el alumno dirija el proceso. Si la herramienta decide por él, se instala la dependencia: el estudiante termina explicando un texto que no ha pensado.

A partir de los 18 años, en la universidad o formación profesional, la IA debe ser entendida como una herramienta de expansión, no de sustitución. Puede acompañar procesos de investigación, acelerar la recopilación de datos u ofrecer análisis de sensibilidad, pero el juicio sigue siendo humano. El peligro no es ya la ignorancia, sino la comodidad cognitiva: delegar la reflexión en lugar de profundizarla.

Finalmente, en la edad adulta, cuando la IA se convierte en asistente laboral o creativo, el riesgo es pasar de ser usuarios conscientes a operadores pasivos. El profesional no pregunta “qué puede hacer la IA por mí”, sino “qué puedo entender mejor gracias a la IA”.

El hogar será el primer entorno de convivencia entre el pensamiento humano y el pensamiento artificial. Los padres deben aprender a acompañar esa relación, no desde la prohibición, sino desde la conversación: preguntando qué ha hecho la IA, por qué ha dado esa respuesta o qué cambiarías tú.

Como antaño enseñábamos a distinguir entre “buscar en Google” y “copiar de Wikipedia”, hoy debemos enseñarles a usar la IA para pensar, no a dejar que “piense” por ellos. El reto educativo no es prohibir la IA, sino enseñar a convivir con ella con criterio y conciencia.

Durante dos décadas, la digitalización educativa se centró en el hardware (tablets, pizarras interactivas) y las plataformas online. Pero la IA exige un cambio más profundo: pasar de la educación digital a la educación aumentada.

En una educación aumentada, la IA no reemplaza al profesor, lo amplifica. Actúa como un asistente pedagógico capaz de adaptar contenidos, generar ejemplos u ofrecer perspectivas diferentes.

Los estudios de la Unesco (2024) y la OCDE (2025) apuntan que la IA puede mejorar la inclusión, personalizar la enseñanza y reducir el abandono escolar, siempre que los docentes comprendan su lógica y sus límites. Pero también hay una línea roja clara: la IA no debe hacer el trabajo del alumno.

Tradicionalmente, los trabajos aplicados cumplían la función de aprender mientras se hacían, mediante la investigación, la comparación y la argumentación. Los exámenes, en cambio, servían para comprobar hasta qué punto el aprendizaje había sido interiorizado.

Si pedimos a la IA que redacte el trabajo final, debilitamos el propio sistema de aprendizaje. El valor no está en el documento entregado, sino en el proceso de pensar, equivocarse, corregir y aprender.

La IA puede y debe ayudar durante el camino, ofreciendo pistas —no respuestas—, retando al estudiante con nuevas preguntas, corrigiendo errores de estilo o de lógica y generando escenarios para experimentar con hipótesis alternativas. Usada así, se convierte en un espejo del pensamiento, no en su sustituto.

Por eso, el nuevo profesor del siglo XXI no compite con la IA: la guía, la humaniza y la contextualiza. Educar a la generación de la IA no consiste en “enseñarles a programar”, sino en enseñarles a pensar con conciencia en un mundo donde los algoritmos ya piensan por ellos. Cada revolución tecnológica amplió nuestras capacidades; esta exige algo más: ampliar nuestra humanidad. La carrera ha comenzado: los niños que no han conocido un mundo sin IA ya están en las aulas. Y, esta vez, no se trata de alcanzar a la inteligencia artificial, sino de estar a la altura de quienes crecerán con ella, y de no generarles deuda cognitiva.

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