La nueva longevidad: es necesario cambiar la mirada
Estamos ante un cambio tan profundo como el climático, pero con mucho menos debate público

En 2030, uno de cada cuatro españoles tendrá más de 60 años. Y, sin embargo, seguimos organizando la sociedad como si envejecer fuera una rareza o una anomalía. Nos enfrentamos a un cambio estructural demográfico de magnitudes similares al de la revolución digital o la transición climática. Pero no estamos preparados. La economía de la longevidad no es una categoría de futuro: es ya un presente que desborda los marcos convencionales de las políticas públicas, de las estrategias empresariales y de los sistemas educativos.
Esta transformación tiene muchas caras. Una de las más visibles es el aumento sostenido de la esperanza de vida, que en apenas una generación se ha duplicado. Pero no basta con vivir más años; lo que cuenta es cómo los vivimos. Y para que esos años añadidos no se conviertan en una prolongación pasiva, necesitamos revisar todo lo que entendíamos por formación, trabajo, jubilación, cuidados o propósito vital. No es solo un reto asistencial o presupuestario: es un desafío cultural y productivo de primer orden.
El gerontólogo Javier Yanguas lo ha expresado con claridad: estamos ante un cambio tan profundo como el climático, pero con mucho menos debate público. La longevidad no es solo una cuestión sanitaria o de pensiones. Afecta a cómo diseñamos ciudades, tecnologías, empleos, vínculos sociales. Y, sobre todo, exige un rediseño radical de las trayectorias vitales. El modelo que separaba de forma nítida educación, empleo y retiro ya no sirve. Vamos hacia biografías más largas, discontinuas y diversas, donde será necesario aprender, reaprender y reubicarse varias veces a lo largo de la vida.
Esto tiene implicaciones decisivas para las empresas. No pueden permitirse perder el talento sénior ni ignorar sus necesidades de desarrollo. La experiencia acumulada no puede convertirse en un lastre, sino en una ventaja competitiva. Para ello, hay que derribar mitos y prejuicios: las personas mayores sí pueden innovar, adaptarse o emprender. Pero necesitan oportunidades reales de actualización y participación. Necesitan itinerarios formativos que no sean un calco de los modelos juveniles, sino que respondan a sus motivaciones, tiempos y contextos vitales.
Desde el mundo de la formación, el reto es inmenso. No basta con extender cursos para mayores o abrir alguna matrícula flexible. Hablamos de construir un sistema de educación verdaderamente a lo largo de la vida, con nuevas metodologías, reconocimiento de saberes previos, asesoramiento personalizado y una orientación más vinculada a proyectos que a etapas. Las universidades, las empresas y los agentes sociales debemos pensar juntos cómo habilitar esas transiciones, cómo formar para una empleabilidad sénior con sentido, y cómo generar nuevos ecosistemas que mezclen generaciones y talentos.
También necesitamos rediseñar el propio trabajo. No todo el mundo podrá o querrá seguir en un empleo estándar hasta los 70 años, pero eso no significa que deba quedar fuera del sistema productivo. Habrá que ampliar las formas de contribuir: mentorías, trabajo por proyectos, cooperativas sénior, fórmulas híbridas entre empleo y voluntariado, etcétera. El envejecimiento activo no puede ser un eslogan: tiene que apoyarse en estructuras, incentivos y culturas que lo hagan posible.
En Nobody’s Fool, un magnífico y crepuscular Paul Newman da vida a una persona que, tras una existencia algo errática, empieza a reconciliarse con su hijo, su comunidad y su propia historia. Sin moralinas ni dramatismo, la película muestra que nunca es tarde para reconstruir vínculos ni para encontrar propósito.
Esa es, en el fondo, la gran promesa de una sociedad longeva: la de permitir nuevas oportunidades incluso cuando el calendario parece en contra. Para eso, necesitamos cambiar la mirada social, pero también habilitar estructuras reales de participación y aprendizaje y, sobre todo, cambiar nuestra propia mirada, la de las personas que nos vamos acercando a ese momento vital.
Tenemos delante una de las grandes transformaciones del siglo XXI. Podemos abordarla desde la nostalgia, intentando mantener modelos agotados, o desde la oportunidad, reimaginando lo que significa vivir, trabajar y aprender en sociedades más longevas. Si lo hacemos bien, no solo evitaremos colapsos: ganaremos en cohesión, productividad y bienestar.
No hay recetas únicas. Pero sí hay una certeza: la economía de la longevidad no puede esperar. Y tampoco puede construirse sin los propios protagonistas. La inclusión sénior es, en el fondo, la forma más madura de progreso.
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