Los extranjeros confían
España y Suecia fueron las únicas economías avanzadas donde el flujo de inversión directa creció en cuatro años
Por distintas razones los flujos de inversión extranjera, su dirección y sus cuantías, merecen una especial atención. Las inversiones de cartera, concretadas en activos financieros, con la única finalidad de obtener tasas de rentabilidad aceptables, o las inversiones directas, con pretensiones de permanencia e incluso de influencia en la gestión, constituyen un buen indicador para tomar el pulso de la actividad económica y financiera internacional. Desde luego para observar la dinámica de integración financiera internacional, la distribución de liquidez a través de los mercados de acciones y bonos nacionales y el arbitraje entre estos.
Mayor interés tiene la evolución de los flujos de inversión directa, en primer lugar para deducir el alcance de su influencia en la competencia global, el impacto de las tendencias proteccionistas que algunos gobiernos han tratado de alimentar en los últimos años, estimulando de distintas formas “la vuelta a casa” de las inversiones y tratando de disuadir la participación de las multinacionales en las cadenas de producción transfronterizas. No menos importante, esos flujos de inversión directa, así como las eventuales desinversiones, también son de gran utilidad para percibir las variaciones de la confianza en los países receptores. Con razón, a estos últimos se los considera el colesterol bueno de los flujos internacionales de capital, en la medida en que no se limitan a transferir aportaciones financieras.
Más allá de las inyecciones de recursos financieros asociadas a las mismas, las inversiones directas, ya sean mediante creación de empresas nuevas, de aumento de la participación en las existentes o a través de fusiones, aportan otras formas de capital asociadas a ese interés duradero en el país de destino. Sus principales vehículos, las empresas multinacionales, pueden incorporar capital tecnológico, pero también técnicas y prácticas empresariales, el capital organizativo de forma destacada, que pueden contribuir de manera determinante a fortalecer la productividad de las compañías, su modernización y, en definitiva, el bienestar de los países en los que operan.
En los últimos cuatro años el valor de esos flujos de inversión directa no ha dejado de caer, con especial intensidad en el último. Con estimaciones de la UNCTAD, la institución dependiente de Naciones Unidas que recopila las estadísticas correspondientes, los flujos de entrada cayeron en las economías avanzadas un 69% sobre 2019, hasta valores de hace 25 años. Todas las modalidades, la inversión en capital y las fusiones y adquisiciones se desplomaron, y en mucha mayor medida en Europa. Solo hubo dos excepciones: Suecia y España. En nuestro país el valor de esos flujos aumentó un 52% gracias a diversas adquisiciones. Fueron atractivas las empresas en que se concretaron, pero sin olvidar que operan en España.
Con independencia de los favorables registros de entrada en los últimos años, la economía española ha jugado desde los ochenta un papel activo en la emisión y recepción de esos flujos. En distintos sectores encontramos empresas españolas que han aprovechado sus ventajas competitivas engrosando un importante stock inversor en otros países, no solo en aquellos menos avanzados. El valor de ese stock de las empresas españolas en el exterior sitúa a nuestra economía entre las más destacadas del mundo, como ocurre por el valor del stock de las inversiones extranjeras en España.
Que coexistiendo con un aumento de la aversión al riesgo a escala global de los inversores observemos la presencia de estos, incluidos los fondos soberanos, en nuestros mercados de acciones y de bonos, pero muy especialmente a través de inversiones directas, es una inequívoca señal de confianza. En el indicador Foreign Direct Investment Confidence Index, elaborado por E.T. Kearney, la posición de España ha mejorado en cuatro posiciones desde 2018, de la 15ª a la 11ª. Una percepción del horizonte a largo plazo de nuestra economía que fundamenta las decisiones de los inversores extranjeros, probablemente menos sensibles al enrarecimiento político interno, al que le conceden un menor grado de influencia en el futuro económico que a otros factores más determinantes de la viabilidad de las inversiones. Entre ellos, la creciente apertura al exterior de nuestra economía, con unas exportaciones de bienes y servicios que superan el 34% de nuestro PIB. Valoran de forma destacada la inequívoca vinculación a la integración europea, la justificada percepción de que el nuestro es un país donde la confianza en las instituciones europeas está más asentada; donde, a diferencia de otros parlamentos europeos, la inserción en la dinámica de integración regional tiene menos oposición política y, en consecuencia, se aceptan de buen grado las recomendaciones de política económica comunitarias porque la historia ha demostrado que nos traen cuenta. La nuestra es también una economía donde la calidad del capital humano, a pesar de coexistir con elevadas tasas de desempleo, es suficientemente explícita y competitiva. Como lo es el progreso en la calidad de la función empresarial, revelada en esas empresas españolas que, soportando las mismas condiciones de entorno del conjunto, disponen de posiciones favorables en los mercados internacionales, o en la asignación cada día más explícita de talento a la capacidad para emprender.
Las previsiones para el conjunto de la economía mundial que aporta UNCTAD para el año en curso no son precisamente favorables, a pesar del previsible ascenso de las operaciones de fusiones y adquisiciones, fundamentalmente en los sectores de tecnologías y salud. España sigue teniendo la oportunidad de poner en valor esos activos que la han hecho atractiva en los últimos años, pero añadiendo ahora el papel destacado en la recepción de fondos europeos en dos sectores especialmente importantes: energía y digitalización.
No ha de extrañar, por tanto, el interés que se sigue mostrando en algunos proyectos y compañías de nuestro país. A pesar de las dificultades con que cabe contemplar la canalización de esos 140.000 millones de euros asignados a España del fondo Next Generation EU, ya pueden observarse iniciativas destacadas internacionalmente en torno a la generación de hidrógeno verde, a la creación de un importante núcleo fabricante de baterías para el automóvil eléctrico o de avances en proyectos de digitalización y eficiencia energética del sector turístico, entre otros. El conjunto del sector energético, tras su aceptable ordenación por las autoridades y la buena gestión de algunas empresas, ofrece indudables atractivos. Como lo son los cercanos al sector del automóvil, incluido el importante de componentes, donde España tiene indudables ventajas competitivas. Menos explícitos hasta ahora son los asociados a la economía digital, pero la calidad del capital humano, de los egresados de nuestros centros educativos, así como la capacidad emprendedora, ya han sido verificados fuera de nuestro país.
No son señales artificiales, ni susceptibles de atribuir a un gobierno en concreto. Son formas de verificar que este país, su gente y el conjunto de su economía, pueden aprovechar inversiones pasadas y poner en valor atractivos suficientes para que las futuras encuentren alojamiento. Y con ellas la posibilidad de acelerar la creación de nuevas oportunidades empresariales, de empleo de calidad y de mejora de nuestras instituciones. Necesario es, desde luego, que los actores políticos sean de verdad conscientes de las ventajas que comportaría aislar de los legítimos desencuentros políticos aquellos ámbitos propicios para que la inversión, la extranjera, pero también la española, aprovechen el renovado atractivo que ahora ofrece la participación de España en esta nueva fase de impulso europeo.
Emilio Ontiveros es presidente de Afi
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