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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Por qué odia EE UU a sus niños?

Espero que quien llegue a ser el candidato demócrata preste la debida atención al vergonzoso trato infantil

Paul Krugman
Una madre pasea con su hija en Washington.
Una madre pasea con su hija en Washington. Leah Millis (Reuters)

Un periodista me hizo el otro día una buena pregunta: ¿de qué tema importante no estamos hablando? Mi respuesta, tras reflexionar un poco, es la situación de los niños estadounidenses. Ahora bien, no es del todo justo decir que estamos haciendo caso omiso de los problemas de nuestros niños. Elizabeth Warren, como es típico de ella, ha presentado un plan de atención universal a la infancia exhaustivo y plenamente financiado. Bernie Sanders, como también es típico de él, se manifiesta a favor pero sin dar detalles. Y que yo sepa, todos los demás candidatos demócratas a la presidencia defienden que se haga más por los niños.

Pero la política relativa a la infancia ha suscitado menos atención de los medios que el debate sobre la “sanidad pública para todos”, que no se hará realidad a corto plazo, por no hablar de eso que se ha dado en llamar “gresca” Warren-Sanders. Y me temo que hasta los votantes bien informados tienen poca idea del triste excepcionalismo de las políticas estadounidenses de cara a la infancia, que son dickensianas en comparación con las de todos los demás países avanzados.

Quizá vengan al caso algunas cifras. Todos los países avanzados exigen alguna forma de permiso remunerado para las nuevas madres, por lo general tres o cuatro meses; es decir, todos los países excepto EE UU, que no ofrece ningún permiso de maternidad. La mayoría de los países avanzados dedican cantidades considerables de dinero a subvenciones para las familias con hijos. En Europa, estas subvenciones equivalen de media al 2-3% del PIB; la cifra correspondiente en EE UU es del 0,6% del PIB.

La mayoría de los países avanzados dedican mucho dinero a subvenciones para las familias con hijos

Incluso en aquellos casos en los que EE UU ayuda a los niños, la calidad de esa ayuda tiende a ser mala. Ha habido muchas comparaciones entre los almuerzos escolares franceses y los estadounidenses: a los niños franceses se les enseña a comer sano; a los niños estadounidenses se les trata básicamente como depósito para la eliminación de excedentes agrarios.

Lo que resulta especialmente llamativo es el contraste entre la forma en que tratamos a nuestros niños y la forma en que tratamos a nuestros ancianos. La Seguridad Social no es demasiado generosa —hay buenas razones para ampliarla— pero no está demasiado mal si la comparamos con los sistemas de jubilación de otros países. De hecho, Medicare, tiene un gasto pródigo en comparación con los sistemas de pagador único en otras partes.

De modo que la negativa estadounidense a ayudar a los niños no forma parte de una posición amplia a los programas públicos, pero a los niños se les reserva un trato singularmente duro. ¿Por qué?

La respuesta, diría yo, va más allá del hecho de que los niños no pueden votar, y los ancianos pueden y lo hacen. Ha habido también una venenosa interacción entre el antagonismo racial y el mal análisis social.

Hoy en día, el apoyo político a los programas de ayuda a los niños seguramente se vea perjudicado por el hecho de que menos de la mitad de la población menor de 15 años es blanca no hispana. Pero antes de que la inmigración transformase el paisaje étnico del país ya había una percepción generalizada de que programas como la Ayuda a Familias con Hijos Dependientes ayudaban básicamente a “esa gente”, ya saben, los vagos que dependen de las ayudas públicas, las reinonas que conducen Cadillacs a costa de la asistencia social.

Esta percepción debilitó el apoyo al gasto en infancia. Y coincidía con la creencia generalizada de que la ayuda a familias pobres estaba creando una cultura de la dependencia, que a su vez era la culpable del colapso social en los centros urbanos de EE UU. En parte como respuesta, la ayuda a las familias incluía cada vez más la exigencia de trabajar, o adoptaba formas como desgravaciones en la declaración de la renta, que están vinculadas a los ingresos.

Espero que quien llegue a ser el candidato demócrata preste la debida atención al vergonzoso trato infantil

La consecuencia fue un descenso de la ayuda a los niños pobres, los que más la necesitan. Sin embargo, a estas alturas sabemos que las explicaciones culturales del colapso social eran completamente erróneas. El sociólogo William Julius Wilson planteó hace mucho que la disfunción social en las grandes ciudades no estaba causada por la cultura, sino por la desaparición de empleos buenos. Y esto se ha visto confirmado por lo ocurrido en buena parte del interior estadounidense, que ha sufrido una desaparición similar de buenos empleos y un aumento similar de la disfunción social.

Lo que esto significa es que hemos establecido un sistema básicamente perverso, en el que los niños no pueden obtener la ayuda que necesitan a no ser que sus padres encuentren unos empleos que no existen. Y se acumulan las pruebas de que este sistema es destructivo además de cruel.

Varios estudios han concluido que los programas de ayuda para los niños tienen grandes consecuencias a largo plazo. Los que reciben una nutrición y una atención sanitaria adecuadas se convierten al crecer en adultos más sanos y productivos. Y además del lado humanitario, estas subvenciones tienen una compensación económica: los adultos más sanos tienen menos probabilidades de necesitar ayuda pública y más probabilidades de pagar más impuestos.

Probablemente sea excesivo afirmar que la ayuda a los niños se paga sola. Pero sin duda está más cerca de lograrlo que las rebajas fiscales a los ricos. De modo que deberíamos hablar mucho más de ayudar a los niños estadounidenses. ¿Por qué no lo hacemos? Al menos parte de la culpa la tiene Bernie Sanders, que convirtió la sanidad pública para todos en una prueba de pureza progresista y en un objeto brillante y luminoso perseguido por los medios de comunicación, a expensas de otras políticas que podrían mejorar enormemente la vida de los estadounidenses y que tienen muchas más probabilidades de convertirse en ley. Pero no es demasiado tarde para reorientar el enfoque. Espero que quien llegue a ser el candidato o la candidata demócrata preste la debida atención al vergonzoso trato que nuestro país da a los niños.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2020.

Traducción de News Clips.

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