No minusvalorar el efectivo
Esta tragedia que hemos vivido con la covid-19 nos ha enseñado que todos los sistemas de pago son útiles


El pasado fin de semana conocimos una propuesta que pretende introducir un nuevo tope al pago en efectivo en 1.000 euros e incluso que el uso de billetes y monedas desaparezca progresivamente. Los límites para el pago persiguen reducir la evasión fiscal y promover el uso de medios electrónicos. Puede entenderse, incluso, como una promoción de la cultura de la digitalización, de la que soy firme y continuo defensor. Pero que el efectivo desaparezca no es una buena idea. El propio Banco Central Europeo ya ha contestado que no se puede prohibir su uso, ya que los billetes y monedas son de curso legal. En términos prácticos es, además, tremendamente costoso. La eliminación del billete de 500 euros —que ya no se emite— está llevando mucho tiempo.
El argumento se puede llevar más lejos. No es que el efectivo no vaya a desaparecer. Es que no es conveniente que lo haga, incluso en pleno siglo XXI. Ni siquiera todos los falsos rumores sobre cómo los billetes y monedas podían transmitir la covid-19 —que un gran número de instituciones, BCE incluido, se han encargado de desmentir— han frenado su circulación en la eurozona. En febrero sumaban 1,31 billones de euros, en marzo 1,34 y en abril 1,36. La última estimación paneuropea publicada en 2017 por el banco emisor señalaba que el 79% de los pagos en comercios seguía realizándose en efectivo en la eurozona. La diversidad de medios de pago en un mundo cada vez más digital es esencial y permite la elección individual y la inclusión social. Muchos ciudadanos —por edad, situación social, localización o sector de actividad— prefieren pagar con efectivo. No pueden hacerlo de otro modo y una prohibición los excluiría del sistema. En países como Estados Unidos o Suecia ha habido una contestación importante a ciertos intentos de prohibición del efectivo que se han entendido como un veto a la libertad económica y una amenaza de exclusión financiera. El efectivo es también el único medio disponible ante desgraciados eventos que siguen siendo frecuentes, como catástrofes naturales o apagones.
Otro error típico es pensar que acabar con el efectivo pondría fin al fraude. El que se realiza con efectivo está disminuyendo a una media del 1,7% anual en todo el mundo desde 2014, mientras que el acometido con tarjeta está aumentando a una media anual del 16,2%. Para luchar contra el fraude son necesarias otras apuestas más decididas, en el ámbito de la inspección y control. Asimismo, suplantaciones de identidad o ciberataques son hoy un quebradero de cabeza. Y los problemas más graves, de terrorismo o blanqueo, se canalizan cada vez más por medios como criptomonedas. El mundo es nuevo y su digitalización imparable y con múltiples efectos provechosos de conveniencia y agilidad en la esfera de los pagos. Pero los nuevos modelos tampoco son inmunes a otros problemas. Si esta tragedia revestida de experimento social que hemos vivido con la covid-19 nos ha enseñado algo es que todos los sistemas de pago son útiles. No tiene sentido minusvalorar el efectivo.
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