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Una segunda edad de oro para la lejía

La pandemia dispara la producción y uso del hipoclorito de sodio, un desinfectante procedente del mar capaz de matar todo tipo de virus

Javier Arroyo
José Manuel, trabajador de Lejias Cile, en la fábrica de la marca en Albolote, Granada.
José Manuel, trabajador de Lejias Cile, en la fábrica de la marca en Albolote, Granada.Fermin Rodriguez

Javier Manta recuerda cuando hace 30 años iba con su padre por los hospitales de Granada repartiendo lejía. Era el producto estrella de la desinfección. Con el tiempo, el primer mundo se volvió remilgado con ese olor tan fuerte que daba sensación de antiguo y, probablemente, se creyó que todo estaba suficientemente limpio. También se descubrió que podía causar problemas respiratorios. La industria química inventó entonces otros productos desinfectantes de menos olor y más prestigio. “Pero ninguno con su capacidad de desinfección”, concluye Manta, dueño del fabricante granadino Lejías Cile.

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Ahora, el coronavirus ha impulsado a este líquido a una segunda edad de oro. Antes de la pandemia, Cile producía 3.000 litros semanales de lejía. Durante la crisis, esa fue la cantidad diaria, con picos de 6.000 litros al día. A principios de junio, la producción se mantiene en los 4.000 litros semanales, algo más de un 30% de producción que antes de la pandemia.

La lejía es casi un producto del mar. Su componente activo es el hipoclorito sódico, resultado de la transformación del calcio de la sal del agua marina por electrólisis. Ese hipoclorito sódico, disuelto en agua, es lejía. Javier Manta explica su fabricación. “Es una mezcla sencilla de hipoclorito sódico, agua y un estabilizante para que la mezcla sea homogénea. El hipoclorito pesa más que el agua y el estabilizante es la manera de mantener el porcentaje entre cloro y agua igual en todas las botellas”, asegura. La lejía no es difícil de producir y aún hay numerosos centros de fabricación en España. No así el hipoclorito sódico, que apenas se fabrica en cinco plantas.

Eleuterio Osuna es director comercial de PQS, fabricante y distribuidora de productos químicos con sede en Sevilla. Ellos no producen lejía, pero la distribuyen. Osuna cuenta que a primero de marzo se dispararon tanto las ventas de hipoclorito sódico como las de la lejía. “Una demanda brutal inesperada”, explica Osuna. El hipoclorito fue el producto estrella para instituciones (Ayuntamientos, ejército, etc.). Comprado en garrafas, estos solo tenían que diluirlo con sus correspondientes cientos de litros de agua para desinfectar grandes superficies. La lejía ha quedado confinada al ámbito doméstico. En cualquier caso, PQS ha llegado a multiplicar por cinco la venta de ambos líquidos en los picos de venta durante la pandemia.

La lejía —frente a otros productos de temporada como las mascarillas o el alcohol hidroalcohólico— no ha sido objeto de especulación. “Es un producto muy barato”, cuenta Osuna. Una botella de un litro puede costar alrededor de 40 céntimos. “La parte más cara es el transporte y el envasado, paletizado, retractilado, etc”. Manta, de Lejías Cile, explica que “el 15% del precio de venta, como mucho, es el coste de la lejía como tal. El resto es empaquetado, transporte y márgenes”. “Con poco menos de 1.000 euros de gasto en hipoclorito, los Ayuntamientos de los pueblos han tenido material suficiente para este periodo”, añade.

Dos siglos de vida

La lejía está entre nosotros desde hace algo más de dos siglos. En 1785, el francés Claude Berthollet descubrió y comercializó eau de Javel (agua de Javel). Esa primera lejía se vendía para blanquear tejidos. En 1820, el francés Labarraque se dio cuenta de la capacidad desinfectante del producto y se empezó a comercializar el licor de Labarraque, lejía al fin y al cabo.

La mayor parte los dos siglos de vida de la lejía han transcurrido en estado líquido. En España, hasta que Sergio Mayenco puso en pie Orache Desinfection SL en 2012. Esta empresa, con sede en Sabiñánigo (Huesca), comenzó fabricando pastillas sustitutivas de lejía. “No se pueden llamar técnicamente de lejía porque no son un producto líquido”, explica.

Empezó produciendo esas pastillas desinfectantes y, con el tiempo y mucha I+D, en 2013 registró en el Ministerio de Sanidad sus primeras pastillas viricidas, capaces de acabar con los virus. “Son, entonces y ahora, las únicas registradas en España como tales”. De hecho, son algo más que lejía. La crisis del ébola de 2014 multiplicó su facturación. Pero después la producción bajó a cero. Hasta que a principios de este año, alertado de la gravedad de la situación por una hermana que vive en Singapur, Mayenco se aprovisionó de lo necesario para producir sus pastillas viricidas.

Mayenco distingue entre productos higienizantes, desinfectantes y, en la cumbre de la pirámide, viricidas. Al principio de la crisis, el Ministerio de Sanidad sacó un listado con viricidas autorizados para uso ambiental, industria alimentaria e higiene humana. El listado, de 45 páginas, incluye solo cinco productos en formato pastillas. Todos ellos de Orache o de su marca comercial Cleanpill. “Sanidad tiró de los productos registrados y, en este formato, solo nosotros lo habíamos hecho”. El resto es una historia de vértigo. Los 18 trabajadores se han llegado a convertir en 40 en el momento de más ocupación, cuando ha producido 4,5 millones de pastillas al día.

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