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LA CRISIS DEL CORONAVIRUS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sin perdón

Las crisis de deuda soberana se han saldado mayoritariamente con reestructuraciones. Ahora los bancos centrales deberían comprarla y dejarla en su balance para siempre

Los líderes del G7, durante la reunión que celebraron el pasado agosto en Biarritz (Francia).
Los líderes del G7, durante la reunión que celebraron el pasado agosto en Biarritz (Francia).dpa/picture alliance via Getty I

Hace unos días, los ministros de los países ricos que forman el G7 acordaron una moratoria de la deuda para los 76 países más pobres del planeta. Se trata de ayudar a los más vulnerables para que combatan al coronavirus con todos sus recursos. Sobre la mesa, 20.000 millones de dólares de los 32.000 que tienen que pagar. Parece mucho, pero representa una ínfima parte de los 34 billones de dólares a que ascendió el PIB de los siete ricos en 2019. ¿Debe seguir el G7 adelante y declarar la moratoria? ¿No sería mejor perdonar la deuda o, al menos, reestructurarla? O los deudores, ¿deberían no pagar, dadas las circunstancias actuales? Y Europa, ¿qué hará con tanta deuda después de la pandemia?

¿Qué enseñanzas cabe extraer del pasado de moratorias y reestructuraciones de la deuda? ¿Puede un repaso histórico ayudar a la toma de decisiones? Para empezar, dos lecciones: el perdón nunca, o casi nunca, ha existido y los repudios sobresalen por su ausencia. Lo común han sido las suspensiones temporales de pago seguidas de reestructuraciones, siempre más dolorosas para los deudores que para los acreedores.

Las reestructuraciones de las deudas soberanas, las emitidas por los Estados, son tan antiguas como la deuda misma. Y tienen aspectos comunes con las salas de urgencia de los hospitales. El enfermo llega después de ocurrido el accidente, o cuando la enfermedad está en estado avanzado. El médico, el reestructurador, actúa bajo presión. Si el paciente se salva, esto es, se evita la quiebra de la economía, ni el enfermo ni el sanitario se volverán a ver, se olvidarán de su encuentro, hasta la próxima crisis.

Desde el mundo antiguo, ni un solo país soberano se ha salvado de alguna suspensión de pagos (temporal o definitiva), o de verse obligado a pedir moratorias de pagos y luego negociar reestructuraciones: aplazamientos, rebajas de tipos de interés, quitas del principal de la deuda. Grecia protagonizó el primer default, en el año 377 antes de Cristo, cuando decenas de polis no cumplieron sus obligaciones. En la Edad Moderna las crisis de deuda (impagos de los soberanos) se resolvían mediante la devaluación de las monedas y la inflación y también con reestructuraciones: las hicieron las grandes monarquías europeas. A cada suspensión de pagos del rey Felipe II le seguía una negociación con sus prestamistas, los banqueros flamencos y genoveses, y la Corona reanudaba los pagos. La deuda contraída con el sindicato de comerciantes de Londres por el rey William III de Inglaterra se resolvió otorgándoles el privilegio para que crearan el Banco de Inglaterra en 1694. El Banco de San Carlos, origen remoto del Banco de España, se fundó en 1782 con la finalidad de hacer sostenible la deuda de la Monarquía y evitar su quiebra.

Los repudios fueron episodios excepcionales. El primero fue el que decretó la Francia revolucionaria. Los bonos emitidos por la Asamblea Nacional en 1790, los célebres assignat, primero se monetizaron convirtiéndolos en billetes y después fueron repudiados por el Directorio de la Primera República en 1796. Luego ha habido otros: el repudio de la deuda contraída por los Estados del Sur durante la guerra de secesión; a su término, Washington declaró que se trataba de una “deuda odiosa” pues había servido para financiar el sistema esclavista. Tampoco pagaron la deuda zarista los bolcheviques en 1917; ni Mao Zedong en 1949; ni Fidel Castro en 1960.

Frente a estos casos, la mayoría de los países endeudados y sin recursos se han visto obligados de una u otra manera a renegociar su deuda. “Sin perdón” es la máxima que ha inspirado la actuación de los prestamistas, ya fuesen Estados o banqueros privados. Desde 1815 hasta hoy, se han producido 358 reestructuraciones de deuda soberana, que han afectado a 91 naciones independientes. Más de una por año. Guerras, revoluciones y Gobiernos manirrotos e irresponsables han estado y están detrás del excesivo endeudamiento de los Estados.

Una manifestación contra los recortes tras el rescate financiero de Portugal durante la Gran Recesión.
Una manifestación contra los recortes tras el rescate financiero de Portugal durante la Gran Recesión. PATRICIA DE MELO MOREIRA (AFP)

Las guerras de independencia de las repúblicas latinoamericanas se financiaron colocando deuda en los mercados de Londres y París. En 1820 no pudieron devolverla y suspendieron pagos. En 1826, la Bolsa de Londres se cerró para las emisiones latinoamericanas. Pero como sus Haciendas siguieron necesitando dinero, tuvieron que renegociar los impagos con reestructuraciones que se alargaron durante años. En Centroamérica y en el área del Caribe, con Gobiernos débiles y corruptos, los acreedores, los bonistas, forzaban la invasión del país para hacerse con la recaudación de aduanas. El bloqueo anglofrancés del Río de la Plata o la ocupación de Veracruz en 1914 son solo dos ejemplos de la gunboat diplomacy que también se empleó en otros lugares, como Egipto en 1880 o en Grecia en 1898.

En la Europa del siglo XIX tanto en el caso de los grandes (Reino Unido, Francia, Alemania después de 1871) como en los pequeños (Bélgica, Holanda, los escandinavos), las suspensiones de pago fueron la excepción. Los Gobiernos aprendieron a gestionar su endeudamiento y la disciplina fiscal y monetaria del patrón oro hizo el resto. España, Grecia y Portugal se salieron de la regla y cambios de régimen político condujeron a interrumpir los pagos, si bien luego tuvieron que negociar arreglos con los bonistas. Aquellos países de África y Asia que gozaron de independencia, como China, Egipto y Sudáfrica, cometieron defaults, que luego arreglaron reanudando pagos. Solo Japón se comportó como un buen deudor.

La historia del siglo XX es muy distinta. Tres fases. La primera catastrófica. La segunda tranquila y la tercera turbulenta. Los principales episodios afectaron simultáneamente a muchos países. Se trató de crisis sistémicas. Además, los Estados pasaron a tener un mayor protagonismo como acreedores, aunque los agentes privados también estuvieron presentes. El número de reestructuraciones fue muy superior al registrado en el siglo anterior.

La primera gran crisis de deuda siguió a la Primera Guerra Mundial. Los países implicados fueron casi en su totalidad europeos y forman parte de los países más ricos del mundo hoy en día. Una importante novedad fue que se trató de deuda “oficial”, es decir, deudas de Gobierno a Gobierno y, por tanto, las renegociaciones se hicieron entre Estados. Su resolución llevó 10 años, a través de costosos procesos de prueba y error hasta encontrar el definitivo alivio, con una condonación forzada, en buena parte, por la desastrosa situación de la economía mundial tras la Gran Depresión.

El gran deudor fue Alemania. El Tratado de Versalles de 1919 impuso el pago de reparaciones a los países perdedores. Tras varios años de progresivo deterioro de la economía alemana que desembocó en un devastador proceso de hiperinflación y la ocupación del Ruhr por Francia y Bélgica, los aliados tuvieron que reconsiderar el asunto de las reparaciones. Sucesivos acuerdos, empezando con el llamado Plan Dawes en 1924, extendieron los plazos, disminuyeron las anualidades a pagar y, finalmente, redujeron el principal hasta que la situación creada por la Gran Depresión obligó, en 1932, un acuerdo que parecía solucionar definitivamente el enojoso asunto de las reparaciones. No hubo perdón: Alemania tenía que pagar, aunque se redujo muy considerablemente el importe final exigido. La Gran Depresión afectó también al resto de países con deudas de guerra, provocando suspensiones de pagos de intereses, la adopción de controles de cambio y declaraciones unilaterales para anular deudas pendientes. En 1934, Washington condonó la deuda a sus aliados y forzó a sus deudores, el Reino Unido y Francia, a que hicieran lo propio con los suyos, una decisión muy excepcional.

Alemania no fue incluida en la condonación, pues el Gobierno nazi declaró una suspensión unilateral de pagos en 1933, poco después de subir Hitler al poder. El asunto se retomó finalizada la Segunda Guerra Mundial, ya en plena guerra fría. La conveniencia de estabilizar la economía de la recién creada RFA, llevó a los aliados, liderados por EE UU, a una revisión de las obligaciones de pago germanas, tanto públicas como privadas. El Acuerdo de Londres de 1953 redujo la deuda pendiente de Alemania en más del 50%, la cuarta parte del PIB alemán de ese año. Supuso sacrificios no sólo para el mayor acreedor, EE UU, sino también para otras economías, como las del Reino Unido, Francia e incluso Grecia. El semiperdón facilitó el auge económico de la RFA e hizo que Alemania dejase de ser el más conspicuo moroso de la economía internacional.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en el mundo creado por los acuerdos de Bretton Woods y la imposición de control a los movimientos de capital, el endeudamiento internacional estuvo limitado y apenas se conocen reestructuraciones. Con el fin de la Edad de Oro, suspensiones de pago y reestructuraciones regresaron al centro del escenario. Durante la década de los setenta, el mundo se endeudó esta vez con la gran banca internacional. El volumen de préstamos suscritos por diversos Gobiernos, muy en particular los latinoamericanos, se disparó. Cuando a principios de los ochenta vencieron los créditos, el cambio de coyuntura provocado por la crisis del petróleo había hecho escalar los costes de los préstamos hasta el punto de poner en jaque las finanzas públicas.

Una manifestación contra el FMI en Buenos Aires, en agosto de 2018.
Una manifestación contra el FMI en Buenos Aires, en agosto de 2018.David Fernández (EFE)

El peso de la deuda externa contraída en años anteriores se hizo agobiante, no solo en Latinoamérica, sino también en muchas naciones de África, Asia y Europa oriental. A los deudores les quedó elegir entre dos opciones a cual peor: suspender el pago de la deuda o llevar a cabo un doloroso ajuste. La crisis de la deuda externa marcó la década de los ochenta. No se produjo una catástrofe financiera mundial, pero su resolución fue lenta y azarosa, emponzoñó las relaciones comerciales y financieras entre acreedores y deudores, dañó la cooperación internacional y no permitió la vuelta a la “normalidad”. Fueron diez años de batalla en la que todos perdieron algo, más los pobres que los ricos.

El primero en caer fue México: en agosto de 1982, cuando su ministro de Finanzas anunció en Nueva York que no podría hacer frente a sus compromisos. Si no recibía ayuda inmediata, México se declararía en quiebra. Siguió Argentina, con una astronómica deuda dejada por la dictadura cívico-militar. Y Brasil se sumó a la lista de países en ruina ese año de 1982. Después de una década perdida con caídas del PIB, desempleo, pobreza, la solución llegó, tras el fracaso de las negociaciones entre Gobierno, bancos y el FMI, con el célebre Plan Brady de 1992. Nada de perdón, sino duras reestructuraciones: cambios de deuda vieja vencida e impagada, por deuda nueva, con quitas y aplazamiento de vencimientos. Los acreedores recuperaron una parte de lo prestado y los deudores pagaron menos de lo que debían, pero imponiendo elevados sacrificios a la población.

Al vendaval latinoamericano le siguieron las crisis de los países de economía planificada: la URSS y varios países de Europa del Este, endeudados con la banca alemana y francesa. Sin reservas internacionales, no pudieron cumplir sus compromisos. Se vieron obligados a reestructurar su deuda, pedir más crédito y dedicar sus recursos a las devoluciones. Volvían a la democracia, pero tampoco hubo perdón.

Y sin solución de continuidad llegó la pandemia asiática: en 1997 estallaron las crisis financieras de los emergentes del sudeste asiático: Tailandia, Indonesia, Corea. Y un año después el torbellino arrasó Rusia, y otra vez México, Argentina y Brasil. Se aplazaron vencimientos y se suspendieron pagos. Y tras las quiebras, de iure o de facto, sin acceso a los mercados internacionales de capital, llegaron las reestructuraciones con la medicina clásica: créditos de urgencia, trueque de deuda vieja por deuda nueva, píldoras del Consenso de Washington: liberalización de mercados, privatizaciones de empresas públicas: menos Estado, más mercado.

La crisis financiera de 2007-2008 asimismo ha forzado dramáticas y complejas reestructuraciones de deuda con Grecia como país más afectado. Atenas tuvo que acudir al FMI en abril de 2010, cuando su deuda con los bancos alcanzaba el 140% del PIB. Entonces empezó un calvario que ha durado ocho años, ha costado tres programas de rescate por 260.000 de euros, tres Gobiernos, una suspensión de pagos, un referéndum, un aumento de la deuda al 177% y un descenso del 25% del PIB. En 2018 se llegó, por fin a un acuerdo. No implicó condonación alguna: sino un préstamo final de más de 270.000 euros con un aplazamiento de vencimientos, una carencia de diez años que puede llegar a otros diez, esto es, hasta 2040. A cambio, más reformas y una vigilancia continua por los hombres de negro de la infausta troika.

Terminemos. Por qué se reestructuran las deudas en lugar de no pagarlas cuando llegan a ser tan agobiantes que impiden el crecimiento y la población las considera “odiosas”. En esencia, porque repudiar tiene elevados costes y negociar tiene sus ventajas. A los deudores les interesa mantener su reputación frente a los acreedores porque significa tipos de interés más bajos en el futuro. Y también por el temor a sanciones, que les apartarían de los mercados de capitales hasta que se resolviese el impago. Le pasó a la URSS hasta el fin del comunismo y le pasa a Cuba, que ni siquiera es miembro del FMI. Los acreedores se sientan a la mesa para recuperar, si no todo, algo de su capital y de los intereses. Un rasgo de las reestructuraciones es que son siempre dolorosas. Más para los deudores que para los acreedores. Porque los deudores siempre terminan pagando, generación tras generación. Los Estados soberanos no quiebran. Eso lo saben los prestamistas, como también saben que el riesgo de eventuales quitas, por importantes que sean, se ve compensado por la alta rentabilidad de la deuda soberana. En los últimos 200 años, el rendimiento medio de la deuda soberana de los países en vías de desarrollo y pobres ha estado casi cuatro puntos por encima de lo que han rendido los títulos sin riesgo, por ejemplo, los bonos de alemanes o los norteamericanos, hasta ahora considerados de riesgo cero.

Pero aliviar la carga de la deuda de los prestatarios, al menos momentáneamente, es, en ocasiones, la única vía para impulsar la recuperación económica que garantice el pago de la deuda. Por eso, se alargan los plazos de pago a cambio de asumir tasas de interés más elevadas; o se mantienen los vencimientos y los banqueros aceptan quitas o rebaja de tasas. O, como en las reestructuraciones más recientes, se intercambia deuda vieja, impagada y atrasada, por títulos nuevos y mejor garantizados. O se propone una moratoria, pero raramente se contempla el perdón, pues condonar la deuda podría ser un peligroso precedente para futuros deudores. El temor al riesgo moral ha sido históricamente más fuerte que cualquier consideración acerca del sufrimiento de poblaciones azotadas por crisis de todo tipo.

¿Y qué vamos a hacer ahora cuando el tamaño de la deuda de los Estados europeos asuste a los banqueros y fondos de inversión? ¿Quién la va a pagar, las generaciones de hoy o las futuras? Que nadie espere un perdón. O quizá mejor: no debería devolverse. Que la sigan comprando los bancos centrales, en nuestro caso el BCE, y se la quede en su balance, en su bolsillo, para siempre o para “cuando vengan tiempos mejores”. Si los bancos centrales nacieron en todo el mundo para salvar monarquías y Estados nacionales, que salven ahora ciudadanos de a pie.

Pablo Martín-Aceña y Elena Martínez Ruiz son profesores en la Universidad de Alcalá.

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