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Ahora que somos muchos más, ¿mucho mejor?

El bipartidismo parecía un rasgo a superar en nuestra democracia; ahora que ya no existe, parece que la pluralidad que necesitábamos era genuinamente política y no meramente cromática

Pablo Casado, Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, en el debate a cuatro de RTVE. / RICARDO RUBIO
Pablo Casado, Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, en el debate a cuatro de RTVE. / RICARDO RUBIO

La ruptura del bipartidismo pareció ser recibida, salvo por los más evidentes damnificados, como una sanísima renovación del panorama político español. Aparentemente, una más variada oferta de papeletas electorales aseguraba una mejor representación de nuestra sociedad, y de alguna forma elevaba místicamente la calidad de nuestra democracia. A poca gente le pareció importante recordar, por ejemplo, que existían hasta 37 candidaturas para el Congreso solo en la Comunidad de Madrid de cara a las elecciones generales de 2008. Esas candidaturas no contaban, no valían nada; es evidente en sí mismo que las cuatro (o cinco si prefieren) grandes formaciones políticas actuales son causa, consecuencia, o quizás ambas cosas a la vez, de nuestro vibrante progreso como sociedad, ¿verdad?

Estas líneas seguro que suenan hoscas, pesimistas y probablemente poco entusiastas con la pluralidad democrática, casi rozando el desprecio. Incluso puede que alguien interprete un cierto reproche al ciudadano ‘poco informado’; pero en absoluto se trata de eso. La pluralidad de fuerzas políticas es bienvenida no solo por sí misma sino por exigir a cada jugador en el tablero dar lo mejor de sí mismo, entre otros muchos efectos. No toca aquí enumerar las bondades (que, insisto, son muchas) del proceso político que hemos vivido en este país en los últimos años, sino cuestionar la forma en la que este parece haber tenido lugar. No todo es cuestión de números.

Retrocedamos unos pasos y recuperemos la perspectiva: la política española había mejorado porque (entre otros motivos que de nuevo no toca recitar aquí) reflejaba mejor la diversidad de opiniones de la sociedad. Espero que el lector acepte esta primera idea, por incompleta que sea. Entonces, ¿qué es esa diversidad? Definámosla, sencillamente, diciendo que a día de hoy cada uno de nosotros podemos definirnos en muchos sentidos: sea profesional, cultural, religiosa o sexualmente, en pocos casos estas categorías parecen mutuamente excluyentes. Ser ingeniera agrónoma, maestro ebanista o director de marketing no te obliga a profesar ninguna fe en particular, porque se trata de conceptos que transitan por caminos diferentes: sencillamente no se cruzan, no hay riesgo de accidente si el tráfico circula por el carril que le corresponde.

¿Por qué en el terreno de la política esto no resulta tan evidente? Los diferentes matices de economía, política social, seguridad energética, educación o medioambiente, ¿dónde han quedado? El desprecio por los puntos en común resulta evidente y tenemos varios ejemplos de ello. La derecha tricéfala compitió entre sí, en los prolegómenos de las últimas elecciones, por coronarse como el más puro representante de su esfera ideológica y el más duro crítico al gobierno de Sánchez, tomando distancia tanto como pudiesen unos de otros; pero no se ha prestado ni la mitad de atención a la práctica equivalencia de sus programas en materia económica. De igual modo, no hubo tiempo en los debates electorales para discutir sobre un tema de amplísimo consenso social y político en el país como es el de la Unión Europea, pese a un europeísmo hasta ahora claramente dominante y la presencia de comicios europeos a menos de un mes vista.

Habría que preguntarse por qué las alianzas políticas se han forjado como lo han hecho y no de otra forma, por qué nos seduce el choque irreconciliable de posturas y la política de trincheras

Habría que preguntarse por qué las alianzas políticas se han forjado como lo han hecho y no de otra forma, por qué nos seduce el choque irreconciliable de posturas y la política de trincheras. ¿Por qué hemos colocado el foco en el lugar en el que está? ¿Ha sido una elección consciente? ¿Por qué todos deseamos dar nuestra opinión sobre soberanía popular o política territorial cuando el debate gira en torno a Cataluña, pero no nos apremia tanto la necesidad si se trata de la Unión Europea? ¿En qué momento hemos decidido todos, como sociedad, que lo que nos importa es poner tierra de por medio? Más aún, ¿por qué lo hemos decidido con la contundencia suficiente como para obviar todo lo demás?

Existen respuestas muy mundanas y prácticas a estas preguntas. La estrategia electoral obliga a los partidos a arañar votos por todas partes, se puede argumentar; también, que no hay nada que discutir en aquello en lo que estemos de acuerdo y que es más lógico y provechoso señalar los contrastes para trabajar sobre ellos; incluso se puede preferir que las semejanzas sean mínimas para que las opciones políticas sean aún más amplias si cabe, así que ignorarlas es lo mejor que podemos hacer. Todas estas posturas tienen sus argumentos de peso detrás, pero tan solo explican la actitud cortoplacista que a veces existe. La fuente de la que manan estos comportamientos, que no es ni más ni menos que nuestro paladar político como sociedad, resulta bastante más compleja y fascinante de explicar.

* Daniel Jiménez es analista político de la Fundación Alternativas

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