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IN MEMORIAM | JUAN ALBERTO VALLS JOVÉ
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Abogado y empresario humanista

Se mezcló en todas las salsas, tejió incontables redes sociales-culturales y apadrinó iniciativas, unas solidarias, otras insólitas y en algún caso disparatadas

Xavier Vidal-Folch
Valls Jové, en una imagen de archivo.
Valls Jové, en una imagen de archivo.

Acabamos de enterrar a Juan Alberto Valls Jové (Barcelona, 1931), el abogado y empresario de frondosa y distintiva cabellera blanca que fue en sí mismo una institución de la capital catalana.

Se mezcló en todas las salsas, tejió incontables redes sociales-culturales y apadrinó iniciativas, unas solidarias, otras insólitas y en algún caso disparatadas. Como el libro Dones de casa, un hermoso catálogo de fotografías (suyas y de Óscar Muñoz) de las imágenes de mujer esculpidas en las fachadas de Barcelona: pesaba tanto, dos kilos, que tuvo que comérselo con patatas.

Juan Alberto pertenecía a la categoría de los hereus, los herederos, ya de una larga saga de abogados o de la Bodega Jové, de Vilafranca, cuyo cava rosado le (y nos) exultaba. Pero ello no le impidió esforzarse como si no lo fuera: participó en el lanzamiento o la consolidación de múltiples empresas, de la alimentación, el metal, la tecnología, la consultoría.

Y presidió desde su fundación, casi eternamente, el salón Expominer de la Fira de Barcelona (minerales, fósiles, piedras preciosas). Fue uno de los fundadores del Círculo de Economía (socio número dos) e hizo pinitos en política con los populares: sin éxito, aunque algunos le aplicaban con sorna el apelativo de El Diputat. Era deportista y se cuidaba como la upper class inglesa: no gastaba rebecas, sino cárdigan.

Todo eso no le disuadió de dedicar mucha parte de su agenda a los desheredados: como gobernador de los Rotarios, y sobre todo como fundador y presidente de la Fundación Pax.

Es una institución dedicada a atender médica y familiarmente, en hospitales catalanes, a chavales heridos por minas antipersonas en zonas de guerra. Fue su pasión última, a la que se dedicó intensamente buscando (y encontrando) fondos y promoviendo la toma de conciencia y la implicación de los jóvenes locales, mediante concursos y actos en las escuelas.

Antes de eso había fundado el Centro de Cultura Mediterránea. Promovió las primeras exposiciones de Picasso en Japón y en Oriente Próximo. Y en casa, del artista local Enric Galwey, del que era el primer coleccionista privado. También atesoró coches clásicos y antiguos, que usaba sin empacho, y organizó varias ediciones del Rally La Garriga-Puigcerdà. Le quedó todavía tiempo para presidir a los antiguos alumnos de los jesuitas de Sarrià.

Humanista, dandi, curioso, gran conversador, mejor anfitrión y poseedor de múltiples anécdotas y muchos más amigos, contribuyó a modernizar una clase social antigua y a eliminar algunas de sus bolas de naftalina.

Más liberal abierto que conservador cerrado, llevó con estilo su dolorosa enfermedad en la espalda, que combatía sabiamente con vermuts y la familia (cinco hijos) y/o gentes de la cultura, en su refugio, el casino o la plaza de La Garriga. Siempre bajo la irónica máxima según la cual “lo último que hay que perder es el sentido del humor”. A fe que lo repartió.

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