¿Impuestos pobres o contra los pobres?
El sistema fiscal en España juega en contra de quienes sufren la pobreza cuando debería ser al revés
El sistema fiscal en España juega en contra de quienes sufren la pobreza. Cuando debería ser al revés. La tributación puede mirarse desde muchos ángulos e intereses. Para nuestra organización resulta esencial: pocos asuntos tienen una influencia más determinante en la lucha contra la pobreza y las desigualdades que los impuestos. España recauda poco y mal, lo que tiene un impacto directo en la capacidad del Estado para cumplir su deber constitucional de garantizar los derechos sociales de todos, y de la población excluida en especial. También de los más pobres del mundo a través de la cooperación internacional española, llevada a la irrelevancia financiera desde 2010.
Recauda poco: siete puntos menos de PIB que la media europea. Alcanzar esa media supondría 80.000 millones de euros más para la seguridad social y la Hacienda pública. Que se ve erosionada por un fraude fiscal calculado entre los 27.000 y los 70.000 millones de euros. Reducir ambas brechas supondría un oxígeno vital para la sanidad, la educación o la protección social. Sobre todo, si en el lado del presupuesto también se prioriza la lucha contra la desigualdad y se incide en un gasto social más redistributivo hacia quienes menos tienen.
Recauda mal. La crisis ha supuesto que la tributación recaiga aún más en las familias, un 83 % del total frente a un 74 % antes de la crisis, a través de un IVA creciente y un IRPF limitado en su progresividad. Impuestos al consumo y el trabajo versus la riqueza y el capital. Una tendencia que en otros países ha ido pareja con el incremento de la desigualdad, desbordada en España, el tercer país más desigual de la UE.
Esto último tiene serias consecuencias para las familias que sufren la precariedad. Así, el 20% más pobre de la población es el que más impuestos paga en relación con su renta, con la excepción del decil más rico. Una prueba de la regresividad de un sistema asentado en gravar el consumo de bienes básicos para la vida.
Esta injusta realidad era predecible, y se acentuará, mientras la fiscalidad siga siendo dual y obligue a tributar con más intensidad al trabajo que al capital. Mientras se demonicen y laminen los impuestos de patrimonio y sucesiones, incluso para grandes fortunas. Y mientras no se reforme a fondo, sin parches, el impuesto de sociedades.
Cabe recordar que la recaudación por este impuesto se ha desplomado durante la crisis. Son 20.000 millones menos, sin apenas recuperarse en los años de crecimiento del PIB, y con los grandes grupos empresariales apenas contribuyendo con el 6% de sus beneficios en 2016 (7.5% en 2015). No caben excusas. El nivel de beneficios empresariales se recuperó respecto al inicio de la crisis, antes que el de salarios. Y la internacionalización de los grupos es similar a la de 2008, por lo que la doble tributación no sería la causa de esta caída. Que sí se encuentra en los agujeros del impuesto, y tal vez en que las mayores empresas del país mantengan casi 1.000 filiales en paraísos fiscales.
El sistema tributario español necesita una reforma profunda. Mientras tanto, las medidas anunciadas por el gobierno son positivas. Un mínimo en sociedades, impuestos verdes, a las transacciones financieras o a las tecnológicas que no contribuyen, son iniciativas que pueden contribuir a recaudar más y mejor.
Todo esto para conseguir lo que debe ser el objetivo de un sistema fiscal. Una tributación progresiva que contribuya a reducir las desigualdades. Y una recaudación holgada que asegure políticas sociales para enfrentar la pobreza.
Por decirlo claramente: impuestos suficientes y a favor de los pobres.
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