La oportunidad de los videojuegos
Lo peor de las circunstancias político-administrativas actuales es que está excluida toda esperanza de articular planes públicos para iniciar un patrón económico de más valor añadido
Que el mercado de los videojuegos es el futuro e incluso el presente de la industria del entretenimiento es hoy un tópico que lleva gastándose desde principios de siglo. Ya se sabe que los videojuegos han desplazado (que no sustituido) a mercados tradicionales, como el cine o la televisión. Pero el intríngulis no está en identificar el futuro (eso lo suele hacer, con más acierto de lo que se cree, la ciencia ficción) sino en desarrollar las infraestructuras empresariales y de consumo para encajar la producción en ese futuro diagnosticado. Y en esas estamos. Por poner un ejemplo sencillo y pedestre, sabemos que el e videoarbitraje (VAR) debe tener un papel decisivo en el arbitraje del futuro e incluso del presente, pero hay resistencias insospechadas a una aplicación inmediata; sabemos que la prevención es el futuro e incluso el presente de la medicina, pero los soportes para aplicarla son todavía insuficientes. En resumen, decir ha sido siempre más fácil que impulsar.
El mercado español de los videojuegos representa un excelente ejemplo de esta diferencia. Es el octavo del mundo, alcanza casi los 1.500 millones de euros, dispone de capital humano excelente —los creadores y diseñadores españoles están entre los mejores del mundo— y, sin embargo, presenta una estructura raquítica. Las razones son muy variadas, pero en el trasfondo se encuentra una debilidad congénita de la industria española que puede encontrarse en casi todos los mercados: las empresas son pequeñas. Y, por lo tanto, sus capacidades para invertir, desarrollar productos y programas o resistir el empuje de las empresas extranjeras (de mayor tamaño) son muy limitadas. El minifundio es, por lo general, el mal empresarial hispano. Resulta que es muy difícil de corregir porque, una vez que los mercados globales están maduros, la recomposición estructural para aumentar el tamaño de las compañías exige una gran aportación inversora.
Hay otro mal que ya es endémico y corre el riesgo de convertirse en eterno: la negligencia de la Administración para invertir en mercados tecnológicos. Durante dos legislaturas, las de Rodríguez Zapatero, se difundió la retórica de la tecnología como guía para el cambio de patrón económico en España. Algún esfuerzo se hizo, en algunos casos desafortunado —recuérdese la burbuja en la inversión en energías renovables inflada con dinero público—, pero en definitiva todo quedó arruinado por el estallido de la crisis. No está claro que la economía española genere ahorro suficiente para invertir en producción tecnológica con valor añadido; pero lo que sí es evidente es que los gobiernos democráticos no han tenido constancia para incentivar la innovación con dinero público. No es fácil. Hay que tener talento para definir donde hay que invertir (que, en el caso del Ejecutivo español no existe) y contar con talentos que aprovechen el dinero invertido (en el caso de los videojuegos , sí los hay).
Lo peor de las circunstancias político-administrativas actuales es que está excluida toda esperanza de articular planes públicos y privados para iniciar un patrón económico de más valor añadido. En parte, porque, como se desprende de los Presupuestos 2017, el Estado carece de recursos para interactuar con la economía real. Se dirá que esta carencia es inapelable; procede de los daños causados por la crisis financiera y por la recesión subsiguiente. Pero no es así. Este gobierno (y, por qué no decirlo, también los anteriores de Rodríguez Zapatero) no quiere buscar recursos en una reforma tributaria integral, porque las subidas de impuestos quitan votos. Así que por el miedo a perder elecciones se eternizará en España la economía del ladrillo y de los servicios turísticos; y, mientras tanto, todo el staff político de Rajoy escondido tras el burladero de la mejoría del empleo.
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