El miedo y el ‘Brexit’
Hay que estar muy seguro de que la UE es irreformable como para irse. Yo no lo estoy
Todavía faltan cuatro meses y medio para las elecciones presidenciales. Pero este jueves hay una votación que podría ser tan importante para el futuro del mundo como lo que suceda en Estados Unidos: el referéndum británico sobre la permanencia en la Unión Europea.
Por desgracia, esta votación es una elección entre lo malo y lo peor; la pregunta es cuál es cuál.
No me andaré con evasivas: yo votaría por la permanencia. Lo haría siendo plenamente consciente de que la UE tiene graves problemas de funcionamiento y da pocas muestras de reformarse. Pero la salida de Gran Bretaña —el Brexit— probablemente empeoraría la situación, no solo para Gran Bretaña, sino para Europa en general.
El planteamiento económico básico está claro: el Brexit empobrecería a los británicos. No conduciría necesariamente a una guerra comercial, pero sin duda perjudicaría al comercio entre la isla y el resto de Europa, lo que reduciría la productividad y los ingresos. Mis cálculos aproximados, que coinciden en líneas generales con otros, indican que Gran Bretaña acabaría siendo alrededor de un 2% más pobre que si se quedase, prácticamente para siempre. Eso es un gran revés.
También existe el riesgo, más difícil de cuantificar, de que el Brexit perjudique a la City de Londres —el homólogo británico de Wall Street—, que es una gran fuente de exportaciones e ingresos. Así que los costes podrían ser considerablemente mayores.
¿Y qué hay de las advertencias sobre que la salida desencadenaría una crisis financiera? Ese es un temor exagerado. Gran Bretaña no es Grecia: tiene su propia moneda y toma dinero prestado en esa moneda, de modo que no corre el riesgo de que el pánico bancario desate el caos monetario. Durante las últimas semanas, la probabilidad de que gane el "no" a la UE ha aumentado de manera clara, pero los tipos de interés británicos han bajado, no subido, siguiendo los pasos del descenso global de la rentabilidad. Aun así, desde el punto de vista económico, la salida de la UE parece una mala idea.
Es cierto que algunos defensores del Brexit afirman que la salida de la UE daría a Gran Bretaña libertad para hacer cosas maravillosas, como liberalizar los mercados y dar rienda suelta a su magia, lo que conduciría a un crecimiento espectacular. Lo siento, pero eso no es más que vudú envuelto en la bandera de Reino Unido; es la misma fantasía sobre el libre mercado que ha resultado ilusoria en todo lugar y momento.
No, ese argumento económico es todo lo sólido que puede llegar a ser. ¿A qué se debe, entonces, mi tono pesimista respecto a la permanencia?
En parte, la respuesta radica en que las repercusiones de la salida de la UE serían dispares: Londres y el sureste de Inglaterra se verían muy perjudicados, pero es probable que la salida condujese a una libra más débil, lo que de hecho ayudaría a algunas de las antiguas regiones industriales del norte.
Sin embargo, es más importante la triste realidad de la UE que Gran Bretaña dejaría atrás. El llamado proyecto europeo empezó hace más de 60 años y, durante muchos de ellos, ha sido una fuerza tremendamente beneficiosa. No solo ha fomentado el comercio y contribuido al crecimiento económico; también ha sido un baluarte de paz y democracia en un continente con una historia terrible.
Pero la UE de hoy es la tierra del euro, un gran error agravado por la insistencia de Alemania en convertir la crisis causada por la moneda única en una historia moralizante sobre pecados (de otros, por supuesto) que deben expiarse mediante recortes presupuestarios de consecuencias catastróficas. Gran Bretaña tuvo la sensatez de conservar su libra, pero no escapa a otros problemas que desbordan a Europa, en particular la instauración del libre tránsito sin un Gobierno común.
Se puede argumentar que los problemas causados, por ejemplo, por los rumanos que usan el Servicio Nacional de Salud se han exagerado y que los beneficios de la inmigración superan con creces esos costes. Pero resulta difícil defender ese argumento ante una ciudadanía descontenta por los recortes de los servicios públicos (especialmente cuando los expertos proeuropeos tienen tan poca credibilidad).
Porque eso es lo más frustrante de la UE: parece que nadie admite nunca los errores ni aprende de ellos. Si hay algún examen de conciencia en Bruselas o Berlín en relación con la terrible trayectoria económica de Europa desde 2008, es muy difícil verlo. Y siento cierta solidaridad por los británicos que ya no quieren estar vinculados a un sistema que rinde tan pocas cuentas, aunque la salida tenga un alto precio económico.
La pregunta, sin embargo, es si las cosas mejorarían algo porque los británicos votaran a favor de marcharse. Podría funcionar como una saludable voz de alarma que por fin saque a las élites europeas de su complacencia y las lleve a hacer reformas. Pero me temo que, en realidad, empeoraría la situación. Los fracasos de la UE han provocado un aterrador auge del nacionalismo reaccionario y racista; pero, muy probablemente, el Brexit daría aún más poder a esos movimientos, tanto en Gran Bretaña como en el resto de Europa.
Es evidente que puedo equivocarme respecto a estas consecuencias políticas. Pero también es posible que mi frustración por la reforma europea sea exagerada. La cosa es que, como señala Simon Wren-Lewis, de Oxford, Gran Bretaña seguirá teniendo la opción de salir de la UE en el futuro si ahora vota por quedarse, mientras que la salida no tendrá vuelta atrás. Para defender el Brexit, hay que estar muy, muy seguro de que Europa no tiene solución.
Así que yo votaría por la permanencia. No habría alegría en ese voto. Pero hay que tomar una decisión, y es la conclusión a la que he llegado.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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