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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El legado de una crisis interminable

Las condiciones de vida explican en buena parte el estado de pesimismo que se percibe

Joaquín Estefanía

Casi un tercio de la población residente en España (el 28,6% del total) está en riesgo de pobreza o exclusión social. La tasa de pobreza relativa que mide cuántas personas tienen ingresos bajos en relación con el conjunto de la población (es un indicador relativo que analiza la desigualdad, no la pobreza absoluta) es del 22,1%. Y los ciudadanos en situación de carencia material severa (pobres de solemnidad) llegan casi a los tres millones (el 6,4%). Este es parte del legado de una crisis económica insoportable por interminable, según se desprende de la comparación de las sucesivas Encuestas de Condiciones de Vida (ECV) desde 2007, año de comienzo de las dificultades, hasta 2015, y que elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE). Las ECV tratan una cartografía de la evolución de la sociedad.

La economía española crece por encima de la media, baja el paro (otra cosa es la escasísima calidad del empleo que se genera) y se acumulan las manifestaciones de que se está remontando el vuelo en términos macroeconómicos (precio de las viviendas, consumo minorista,...). ¿Por qué no se traslada este cierto optimismo de la coyuntura a la vida cotidiana del conjunto de la población? Porque hay otra serie de datos tozudos que lo impiden y muestran que mucha gente prosigue la pendiente descendente y sin visos de cambiar la tendencia.

Un tercio de la ciudadanía se encuentra en una de estas tres situaciones: o bien en riesgo de pobreza (ingresos por debajo del 60% de la mediana), o con carencias materiales (no puede permitirse mantener la vivienda con una temperatura adecuada; no puede tener una lavadora o teléfono o automóvil; no come carne, pollo o pescado al menos cada dos días, etcétera) o con baja intensidad en el empleo (trabajan menos del 20% de su potencial de empleo). Los ingresos medios anuales de los hogares fueron de 26.092 euros en 2014, apenas 82 euros más que siete años antes, en 2007: tanto camino recorrido para tan poco aprovechamiento. El porcentaje de población por debajo del umbral de riesgo de la pobreza (la llamada tasa de riesgo de pobreza) ha crecido en este periodo del 19,6% al 22,1% del conjunto; el número de familias que no se puede permitir ir de vacaciones fuera de casa al menos una semana al año aumentó más de siete puntos (del 33,5% al 40,6%); las que no pueden afrontar gastos imprevistos (se rompe un electrodoméstico, han de acudir al dentista, material escolar para los hijos...) han pasado del 28,1% al 39,4% como consecuencia de la devaluación salarial; y han aumentado cuatro puntos los hogares que se retrasan en el pago de los gastos de su vivienda principal (comunidad, gas, electricidad, portería...).

Todos ellos son síntomas primarios del deterioro de la vida cotidiana que ha ayudado a multiplicar esa intensa oleada de pesimismo que atraviesa de forma transversal nuestro país y los diversos segmentos del electorado. El politólogo francés Pierre Rosenvallon publicó hace tiempo un libro cuyo título lo dice casi todo: La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza (Ediciones Manantial). En él se analiza el recelo y la “organización de la desconfianza”, la transformación de lo que primero es un estado de ánimo o una actitud individual, aunque compartida, en un estado de apoyo a nuevos partidos, a formaciones al margen de la política tradicional, en algunos casos calificados por sus críticos incluso de “populismos rencorosos”. El historiador y sociólogo italiano Marco Revelli se ceba con ironía en quienes no se privan de caer en comportamientos populistas dentro de la política tradicional a base de prácticas indefendibles desde la racionalidad, y acusan a la ligera a otros de lo que ellos mismos han practicado (La lucha de clases existe... ¡y la han ganado los ricos!, Alianza Editorial).

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