Vuelve el ‘enemigo’ exterior
El nacionalismo económico y comercial revive tras la crisis y la lenta recuperación
Cuando en 2008, tras el estallido de la crisis financiera, las principales potencias económicas del mundo se reunieron en el G20 para coordinar las respuestas políticas a lo que amenazaba con convertirse en una recesión sistémica, todos los líderes estuvieron de acuerdo en evitar la tentación proteccionista. Tenían muy presente la experiencia de los años veinte, en los que el nacionalismo económico convirtió una recesión cíclica en la Gran Depresión y condujo a la II Guerra Mundial. Por eso en las cumbres de Londres y París se puso en marcha un esfuerzo de coordinación macroeconómica sin precedentes; un esfuerzo inclusivo que incorporó definitivamente a la mesa de los decisores a las economías emergentes rompiendo de facto un reparto de poder y responsabilidad mundial que había durado más de 50 años.
El FMI y el Banco Mundial, que estaban en reestructuración y achicamiento en recursos, personal y funciones, recobraron su protagonismo como los únicos instrumentos de gobernanza mundial disponibles y rápidamente movilizables. En materia financiera se institucionalizaron los existentes comités de expertos en el seno del Banco de Pagos de Basilea para convertirlos en los legítimos creadores de la nueva regulación internacional con un mandato explícito: conseguir que las crisis futuras sean menos frecuentes y les cuesten menos dinero a los contribuyentes. Por un momento pareció que hasta la Organización Mundial del Comercio iba a ser capaz de concluir satisfactoriamente la Ronda de Doha. Y se llegó a considerar seriamente la creación de una Organización Mundial de Migraciones, para que la libre movilidad de personas completase la de capitales, bienes y servicios. Las cuatro libertades de la UE eran el modelo a imitar para gobernar la globalización y asegurar la continuación del más largo periodo de prosperidad y desarrollos sociales que el mundo había conocido.
Globalización, crisis inmobiliaria y financiera y cambio tecnológico han conspirado para hacer estallar una tormenta perfecta
Ese despertar del multilateralismo parece hoy casi un espejismo, un momento pasajero de lucidez, tras nueve años de una crisis que mejor habría que describir como de crecimiento mediocre y recuperación insuficiente. Hoy suenan por doquier voces mesiánicas que apelan al más rancio nacionalismo, político, económico y religioso. Voces nacionalistas de las que los españoles deberíamos estar curados si tuviéramos memoria histórica tras los duros años de la Guerra Civil, la autarquía y el aislamiento internacional. Voces a las que los europeos parecían inmunes tras su trágico siglo XX y su no menos trágica y más reciente guerra de los Balcanes. Voces que en América Latina parecían confinadas a los caudillos novelescos del realismo mágico y a algún país maldito. Voces aislacionistas, sectarias, casi xenófobas que renacen con fuerza inusitada en Europa, Estados Unidos, Rusia y en el rearme en los mares del sur de Asia.
El nacionalismo económico y el proteccionismo comercial han vuelto. Ante la complicidad, el silencio o la cobardía de los que tienen la responsabilidad de hacerles frente. Cierto que rebotan con cada dificultad económica o política, en cada momento de cambio. Más cuando esta crisis ha castigado particularmente a la clase media de los países desarrollados. Globalización, crisis inmobiliaria y financiera y cambio tecnológico han conspirado para hacer estallar una tormenta perfecta ante unos ciudadanos confiados que han visto duramente recortados no solo su bienestar actual, sino sobre todo sus expectativas futuras.
Nacionalismo y proteccionismo, que es lo mismo, tienen un atractivo inmediato. Un atractivo muy poderoso, pero falaz. El enemigo exterior siempre ha sido un inmenso movilizador político. La versión económica es también muy intuitiva; los otros nos roban, malgastan nuestros impuestos, cierran nuestras fábricas, nos expulsan de nuestros trabajos y colapsan nuestros servicios públicos. Es la misma idea absolutista que arruinó el siglo XIX español, para evitar que nuestros nobles jóvenes fueran corrompidos por las ideas liberales que venían de fuera. La misma que impregna el fundamentalismo islámico o el totalitarismo norcoreano o venezolano y castiga a sus pueblos con la miseria. Da igual que los números desmientan estas afirmaciones torticeras, que la evidencia empírica sea inequívoca, que la historia hable por sí misma. Porque el absolutismo nacionalista no compite en el terreno de las ideas refutables, de los hechos demostrables, sino en el de las emociones y las pasiones humanas, en el terreno onírico de los mitos y leyendas.
El nacionalismo económico se alimenta de la búsqueda de seguridad, del miedo a la libertad y de una concepción del mundo como un juego de suma cero. Todo lo que ganen los otros será a nuestra costa, porque el conjunto de posibilidades de consumo, de producción, de bienestar está dado y no puede crecer. Por eso es intrínsecamente malthusiano y reaccionario, porque necesita enmarcarse en una sociedad estacionaria donde las posibilidades estén definitivamente acotadas y limitadas. En esa sociedad estacionaria que se idealiza y congela en un tiempo mítico, la Arcadia feliz sin extraños que la contaminen, el problema económico desaparece y la política se limita a la lucha por la distribución. Se convierte en una guerra contra la casta, sea ésta los extranjeros, los terratenientes, los ricos con cuentas en el extranjero o los políticos. Por eso mismo el nacionalismo aborrece de las políticas de crecimiento, de competencia, de eficiencia. Son estos conceptos malditos para los nacionalistas, porque exigen modificar actitudes y comportamientos que por ser nuestros son siempre superiores.
Suenan por doquier voces que apelan al más rancio nacionalismo, político, económico y religioso
El nacionalismo económico siempre ha tenido verdadera pasión por oponerse a los acuerdos comerciales. No es pues sorprendente que la haya emprendido contra el acuerdo entre Europa y EE UU. El TTIP es sin duda la medida concreta de política económica más eficaz para relanzar el crecimiento en el Atlántico y por extensión en el mundo. Y también la más debatida y publicada, con todos los documentos relevantes disponibles en la web para el ciudadano interesado (los papeles filtrados hace unos días se refieren a las posiciones de las partes, que nunca se publican en una negociación sensible, porque es la mejor manera de abortar un posible acuerdo).
Como todos los pactos comerciales de nuevo cuño entre economías sofisticadas, el TTIP es un complejo equilibrio que hay que juzgar en su globalidad; como una Constitución, un acuerdo de paz o un programa electoral. Y se refiere más a apertura de mercados, normas de comportamiento, procedimientos de resolución de disputas y mecanismos de garantía ambientales, fitosanitarios y laborales que a reducciones arancelarias o eliminación de restricciones cuantitativas ya prácticamente inexistentes. Esta vez tampoco es diferente y su oposición reúne a todos los reaccionarios del mundo, a todos los enemigos de la libertad, de Trump a Podemos. Aglutina a todos los que quieren conservar sus privilegios y seguir disfrutando de rentas de monopolio; todos los que quieren seguir capturando el excedente del consumidor en su propio beneficio; los que quieren creer que sus derechos están mejor protegidos en un sistema cerrado y estacionario; los que piensan que de fuera no puede venir nada bueno porque nuestro sistema es superior. Todos los que en definitiva piensan que el crecimiento económico es perverso porque altera el orden natural de la cosas, en lo nacional, social, demográfico, cultural, ambiental.
Hay muchos más síntomas preocupantes de nacionalismo económico. ¿Qué otra cosa es la reacción al drama de los refugiados sino una mezcla explosiva de miedo político y económico que amenaza con hacer surgir nuevas fronteras en Europa? Hasta la llamada guerra de divisas no es otra cosa que una política nacionalista de devaluaciones competitivas que, como es bien conocido, solo conduce al empobrecimiento colectivo y a la deflación generalizada. Para evitarlas se diseñó originalmente el FMI, pero ese proyecto nunca previó que fueran precisamente las grandes economías las que pudieran practicarla, desconcertadas ante su decadencia, su pérdida de competitividad y liderazgo tecnológico.
En el seno de la UE, y con la única excepción del Banco Central Europeo, estamos asistiendo también a una renacionalización de las políticas comunitarias, con un peso creciente del Consejo, una institución de cooperación y decisión entre Estados soberanos, en detrimento de la Comisión, una institución supranacional diluida como mera secretaría técnica. Renacionalización que es evidente en materia fiscal, donde los nuevos mecanismos de gobernanza hacen recaer la decisión última en el Consejo, restando automatismo y previsibilidad a las reglas de presunto obligado cumplimiento. Pero también en asuntos de inversiones, como el balbuceante plan Juncker, empantanado en el reparto nacional de los proyectos. Por no hablar de los temas migratorios o de seguridad, en los que la incapacidad de la Unión para adoptar y hacer cumplir sus acuerdos ha sido lastimosa y ha mermado la credibilidad del proyecto europeo. Una renacionalización que paradójicamente no consigue evitar movimientos centrífugos como los de Reino Unido o Cataluña o movimientos antieuropeos en Alemania, Francia, Holanda, Italia, Austria, Hungría, Polonia.
El nacionalismo económico vuelve a amenazar la recuperación. La tentación del aislacionismo es hoy más fuerte que nunca desde el inicio de la crisis. El liderazgo internacional más débil y acomplejado. Hace falta un nuevo empuje político que recupere el espíritu de 2008 y ponga en marcha un gran proyecto de cooperación política y económica internacional, un nuevo Bretton Woods. No olvidemos tan pronto la historia.
Fernando Fernández Méndez de Andés es profesor de Economía del IE Business School.
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