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La economía japonesa, paralizada por precaución

En un país con deflación la cautela fiscal convencional es un disparate peligroso

Paul Krugman
Luis Tinoco

La gente que visita Japón suele quedar sorprendida por su aspecto próspero. El país no parece tener una economía profundamente deprimida. Y eso es porque no la tiene. La tasa de desempleo es baja, y que el crecimiento económico general lleve décadas siendo lento se debe principalmente a que el país envejece, y cada vez tiene menos personas en una edad laboral óptima. Si se mide en relación con el número de adultos en edad laboral, Japón ha crecido casi igual de rápido que Estados Unidos durante el último cuarto de siglo, y más que Europa Occidental.

Y, sin embargo, el país nipón sigue estando en una trampa económica. La deflación persistente ha creado una sociedad donde la gente acapara dinero en efectivo, mermando la capacidad de la política para responder cuando ocurre algo malo. De ahí que los hombres de negocios con los que he hablado en Tokio estén aterrados ante los posibles efectos secundarios de los problemas chinos.

La deflación también ha creado una preocupante “dinámica de deuda”: Japón, a diferencia de los Estados Unidos de la posguerra, por ejemplo, no puede confiar en un aumento de las rentas que vuelva irrelevantes los préstamos pasados. De lunes a viernes, el país acapara artículos que dan que pensar, firmados por columnistas de las páginas de Opinión, el consejo editorial del Times y articulistas de todo el mundo.

Así pues, Japón necesita romper de manera decidida con su pasado deflacionario. Podría parecer fácil, pero no lo es: Shinzo Abe, primer ministro nipón, está haciendo un auténtico esfuerzo, pero aún no ha logrado un éxito decisivo. El motivo principal, en mi opinión, es la gran dificultad de los políticos para romper con las nociones convencionales de responsabilidad. Resulta que la respetabilidad puede matar la economía, y Japón no es el único país donde eso está ocurriendo.

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Como he dicho, podría parecer que acabar con la deflación es fácil. ¿No pueden sencillamente imprimir dinero? Pero la cuestión es qué hacer con ese dinero recién impreso. Ahí es donde la respetabilidad se convierte en un problemón. Cuando los bancos centrales como la Reserva Federal o el Banco de Japón imprimen dinero, suelen usarlo para comprar deuda pública. En épocas normales, eso provoca una reacción en cadena en el sistema financiero: los vendedores de esa deuda pública no quieren quedarse con dinero ocioso, así que lo prestan, lo que estimula el gasto e impulsa la economía real. A medida que la economía se recalienta, los salarios y los precios deberían empezar a crecer, resolviendo el problema de la deflación.

En los tiempos que corren, sin embargo, los tipos de interés son muy bajos en la mayoría de las economías principales, lo que refleja la débil demanda de los inversores. Eso significa que no hay un castigo real por quedarse con dinero ocioso, que es precisamente lo que hacen ciudadanos e instituciones. La Reserva Federal ha comprado más de tres billones de dólares en activos desde 2008, pero la mayoría de dinero que ha liberado en esas operaciones ha acabado en las reservas de los bancos.

Así las cosas, ¿cómo puede la política luchar contra la deflación? Pues bien, la respuesta que actualmente se está intentando dar en buena parte del mundo es lo que se conoce como expansión cuantitativa. Esto supone imprimir una gran cantidad de dinero y usarlo para comprar activos ligeramente arriesgados, con la esperanza de lograr dos cosas: empujar al alza los precios de los activos y convencer tanto a inversores como consumidores de que la inflación se acerca, con lo que más les vale poner su dinero ocioso en marcha.

¿Pero basta con esto? Es dudoso. EE UU está recuperándose, pero ha necesitado mucho tiempo para llegar hasta ahí. Los esfuerzos monetarios de Europa se han quedado mucho más cortos de lo que se esperaba. Y hasta la fecha, lo mismo ocurre con la “Abenomía”, el intento audaz —pero no lo suficiente— de revertir la situación japonesa. Lo sorprendente de esta crónica de un logro dudoso es que, en realidad, existe una forma infalible de luchar contra la deflación: después de imprimir dinero, no usarlo para comprar activos, sino para comprar cosas. Es decir, incurrir en déficits presupuestarios pagados con la imprenta.

Si se desea, el déficit financiero puede sanearse emitiendo nueva deuda, mientras el banco central compra la antigua; en términos económicos, no hay ninguna diferencia. Sin embargo, nadie está haciendo lo más evidente. En lugar de eso, todos los gobiernos del mundo desarrollado están comprometidos con la austeridad fiscal, lo que lastra sus economías, aun cuando sus bancos centrales están intentando espolearlas. Abe ha sido menos convencional que la mayoría, pero hasta él ha puesto trabas a su programa con una desacertada subida de impuestos.

¿Por qué? Una parte de la respuesta es que la exigencia de austeridad está al servicio de una agenda política, donde el pánico ante el supuesto riesgo del déficit proporciona una excusa para hacer recortes en el gasto social. Sin embargo, el principal motivo por el que es tan difícil luchar contra la deflación, en mi opinión, es la maldición del convencionalismo. A fin de cuentas, imprimir dinero para pagar cosas suena irresponsable, porque en épocas normales lo es. Y por muchas veces que algunos intentemos explicar que no estamos en una época normal, que en una economía deprimida y deflacionaria la prudencia fiscal convencional es un disparate peligroso, muy pocos políticos están dispuestos a arriesgarse y romper con la convención.

En consecuencia, siete años después del estallido de la crisis financiera, la política sigue paralizada por la precaución. La respetabilidad está acabando con la economía mundial.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008 Traducción de News Clips.

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