Beneficios más firmes
No es necesario ni acertado confundir la situación existente con la situación deseable
Después de un periodo de letargo de varios años (al menos desde 2009), las empresas españolas comienzan a dar signos de recuperación de la actividad; signos que no se refieren tan sólo a una vuelta de los beneficios (el de las empresas cotizadas está creciendo como media por encima del 30%) por la reactivación de partidas muy concretas de ingresos, sino que tienen que ver además con una mejora significativa de las ventas, la certeza de que el control de los gastos ya no es el único recurso disponible para sostener las cuentas de resultados y una cierta esperanza en que el mercado nacional se está reanimando, paulatinamente pero con firmeza. Son indicadores imprescindibles para sostener la confianza empresarial; incluso de aprecia un retorno de la deuda como mecanismo de financiación, severamente denostada en los últimos cinco años. Estamos sin duda ante un nuevo ciclo empresarial.
La mejora empieza a afectar de forma significativa a las pequeñas y medianas empresas, las más afectadas (aunque no las únicas) por la contracción drástica del crédito causada por la crisis financiera. La resurrección (si se confirma) de las pymes es una buena noticia para quienes sostiene que, puesto que la mayoría de las empresas españolas son pequeñas o medianas y son ellas las que proporcionan la mayoría de los puestos de trabajo, a partir de ahora se reforzará la creación de empleo. Ahora bien, no es necesario ni acertado confundir la situación existente con la situación deseable. España tiene un serio problema de fragmentación empresarial, que se manifiesta en un tamaño medio inferior a la media europea. De forma que la competitividad es inferior a la europea y, lo que resulta pertinente en este caso, el empleo que generan las empresas con mejor capacidad para competir es más inestable.
La prueba de fuego es, no podía ser de otra forma, el empleo. La recuperación de las empresas mostrará signos inequívocos de fortaleza cuando empiece a generar empleo estable. Hasta ahora, las empresas han fundamentado buena parte su mejora en la contratación a tiempo parcial y en una caída de los salarios asociada a los efectos de la reforma laboral. Pero este tipo de empleo (hay que repetirlo una vez más) no es el adecuado para recuperar la confianza de la sociedad en los beneficios de la recuperación económica. Tampoco permite afianzar los mercados de bienes duraderos. Por otra parte, la precariedad contribuye a generar efectos políticos que no es necesario subrayar.
Las perspectivas económicas a corto y medio plazo permiten suponer que en los próximos trimestres continuará el aumento de los beneficios empresariales. No es el momento de euforias (ninguno lo es), pero el Gobierno que salga de las próximas elecciones debería considerar una modificación prudente de la política económica, contando lógicamente con el compromiso de reducir la deuda —también la privada, en la medida de lo permitan el aumento de los ingresos y de las condiciones de los mercados— y el crecimiento de los ingresos fiscales derivado de la reactivación de la economía. El cambio tiene que incluir una reforma tributaria integral, que considere el papel de todos los impuestos (y no sólo ponga parches electoralistas al IRPF) en relación con el perímetro de protección social que quiere sostener el Estado. La redistribución de rentas acabará reforzando la solidez de algunos mercados y, por lo tanto, a las empresas. Y, además, debería considerar la oportunidad de modificar las leyes laborales, para limitar los efectos nocivos de la precariedad. Las empresas saben bien que las leyes laborales vigentes han favorecido los ajustes de empleo, pero han provocado un aumento notable de la litigiosidad laboral.
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