El dogma de la pereza
Los estadounidenses trabajan un 30% más de horas que los alemanes, pero Bush pide más
Los estadounidenses trabajan más horas que sus homólogos en casi todos los demás países ricos; se nos conoce, entre los que estudian dichas cosas, como el “país sin vacaciones”. Según un estudio de 2009, los trabajadores estadounidenses a tiempo completo trabajaban casi un 30% más de horas a lo largo del transcurso de un año que sus homólogos alemanes, en gran parte porque solo tenían la mitad de semanas de vacaciones remuneradas. No resulta sorprendente que la compaginación de la vida y el trabajo sea un gran problema para mucha gente.
Pero Jeb Bush –que sigue intentando justificar su absurda afirmación de que puede doblar la tasa de crecimiento económico– asegura que los estadounidenses “tienen que trabajar más horas, y que mediante su productividad tienen que obtener más ingresos para sus familias”.
Los asesores de Bush han tratado de dar la vuelta a su comentario, afirmando que solo se estaba refiriendo a los trabajadores que intentan encontrar un empleo a tiempo completo pero que siguen atrapados en un empleo a tiempo parcial. Pero por el contexto, es evidente que esto no es de lo que estaba hablando. El auténtico origen de su comentario fue el dogma sobre el “país de aprovechados” que ha calado en los círculos conservadores en los últimos años, es decir, la insistencia en que un gran número de estadounidenses, tanto blancos como negros, deciden no trabajar porque pueden llevar una vida ociosa gracias a los programas del Gobierno.
Este dogma de la pereza lo vemos por doquier en la derecha. Era el trasfondo oculto del infame comentario del 47% de Mitt Romney, respalda los furibundos ataques a las prestaciones por desempleo en una época de paro masivo y a los vales de alimentos cuando proporcionaban un sustento vital a decenas de millones de estadounidenses, y está detrás de las afirmaciones de que muchos trabajadores que reciben prestaciones por discapacitación, si no la mayoría, son falsos enfermos. “Más de la mitad de las personas discapacitadas, o bien padecen de ansiedad, o bien les duele la espalda”, asegura el senador Rand Paul.
Todo esto da lugar a una visión del mundo en la que el problema más importante al que se enfrenta EE UU es que somos demasiado amables con nuestros conciudadanos que pasan apuros. Y el atractivo de esta visión para los conservadores es evidente: les da otra razón para hacer lo que quieren hacer de todas maneras, es decir, reducir las ayudas a los menos afortunados y, al mismo tiempo, bajar los impuestos a los ricos.
Teniendo en cuenta lo atractivo que le resulta a la derecha la imagen de una pereza desenfrenada, no es de esperar que las pruebas en contrario hagan mucha mella, si es que hacen alguna, en el dogma. El gasto federal en “seguridad de las rentas” – vales de alimentos, prestaciones por desempleo, y prácticamente cualquier otra cosa que podríamos llamar “asistencia social” excepto Medicaid – no ha mostrado ninguna tendencia al alza en proporción al PIB; se disparó durante la Gran Recesión y en el periodo posterior, pero disminuyó rápidamente hasta sus niveles históricos. Las cifras de Paul son totalmente erróneas, y, en términos más generales, las peticiones de prestaciones por discapacitación no han aumentado más de lo que cabría esperar, teniendo en cuenta el envejecimiento de la población. Pero da igual; su historia es que hay una epidemia de pereza, y se ciñen a ella.
¿Dónde encaja Jeb Bush en esta historia? Mucho antes de su metedura de pata del “mayor número de horas”, se había declarado un gran admirador del trabajo de Charles Murray, un analista social conservador muy famoso por su libro de 1994 The Bell Curve [La Campana de Gauss], que afirmaba que los negros son genéticamente inferiores a los blancos. Sin embargo, lo que parece que más admira Bush es un libro más reciente, Coming Apart [Deshaciéndose], que señala que a lo largo de las últimas décadas las familias blancas de clase obrera han estado cambiando casi de la misma manera que las familias afroamericanas cambiaron en las décadas de 1950 y de 1960, con la disminución de las tasas de matrimonio y de la participación en la población activa.
Algunos de nosotros analizamos estos cambios y consideramos que son consecuencia de una economía que ya no ofrece buenos empleos a los trabajadores normales y corrientes. Esto les ocurrió primero a los afroamericanos, a medida que desaparecían los puestos de trabajo de las zonas céntricas pobres, pero ahora se ha convertido en un fenómeno mucho más generalizado debido al incremento de la desigualdad de las rentas. Murray, sin embargo, considera que los cambios son consecuencia de un misterioso declive de los valores tradicionales, propiciado por los programas del Gobierno que hacen que la gente ya “no tenga que trabajar para sobrevivir”. Y Bush, presumiblemente, comparte esa opinión.
La cuestión es que el desacertado llamamiento de Bush a que se trabajen más horas no fue un mero desliz verbal, sino que, por el contrario, fue una señal de que se encuentra firmemente asentado en la parte derecha de la gran división que existe sobre lo que necesitan las familias trabajadoras estadounidenses.
Ahora existe un consenso real entre los demócratas – que se observa en el discurso previsto del lunes de Hillary Clinton sobre la economía – sobre el hecho de que los trabajadores necesitan más ayuda, en forma de seguros de salud garantizados, unos salarios más elevados, un mayor poder de negociación, etcétera. Los republicanos, sin embargo, creen que los trabajadores estadounidenses simplemente no se están esforzando lo suficiente en mejorar su situación, y que la manera de cambiar eso es quitar el colchón de seguridad al mismo tiempo que se reducen los impuestos a los “creadores de empleo” adinerados.
Y aunque es posible que Jeb Bush parezca a veces un moderado, está muy en línea con el consenso del partido. Si logra llegar a la Casa Blanca, el dogma de la pereza dominará las políticas públicas.
© 2015 New York Times Service.
Traducción de News Clips.
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