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Columna
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Las cicatrices de la crisis

Los Gobiernos exitosos definirán un modelo de país y diseñarán un plan a largo plazo para lograrlo

Ángel Ubide
Maravillas Delgado

La crisis del euro se ha acabado. Es cierto, la tragedia griega sigue en primer plano, y la salida de Grecia del euro podría atestar un golpe mortal al proyecto de la moneda única. Pero no es un escenario realista ni probable. Es un espectáculo que llena páginas de periódicos, pero que solo revela que estamos viendo una negociación en público. Y, durante una negociación, nada de lo que se dice es necesariamente verdad, todo es parte de una estrategia para conseguir maximizar la ganancia, sea personal, como en el caso del ministro Varoufakis, o colectiva. A ninguna de las partes le interesa cerrar la negociación antes del último minuto, ya que eso supondría no haber agotado todas las posibilidades. Tenemos película para rato. Pero aparte de Grecia, la crisis del euro ha terminado. Nadie (excepto la prensa británica, que siempre desea el fracaso del euro) duda ya del futuro del euro, la política económica ha dado un giro hacia la normalidad con la expansión cuantitativa del Banco Central Europeo y la neutralidad de la política fiscal, y la economía europea está empezando a dar señales positivas. Europa ha dejado de ser la preocupación de riesgos a la baja para ser una fuente de riesgos al alza para el crecimiento mundial. Los mercados financieros lo entendieron hace ya varios meses, como se refleja en el acelerón de las Bolsas europeas.

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La crisis es historia, pero ha dejado cicatrices muy profundas. Las heridas abarcan tanto la economía, sobre todo en los millones de personas que han perdido su empleo y cuyo nivel de vida ha sufrido un repentino ajuste a la baja que puede dejar secuelas económicas y psicológicas permanentes, como la profesión económica, y han creado una confusión que enturbia la toma de decisiones para resolver los problemas estructurales derivados de la crisis, generar una recuperación robusta que alivie el sufrimiento derivado de la larga recesión y crear las condiciones para evitar su repetición.

El punto de partida es complejo: altísimos niveles de deuda, inversión insuficiente, salarios estancados, pobreza en rápido aumento, tipos de interés cero. La diferencia entre las recesiones normales, provocadas por un recalentamiento de la economía, y las causadas por crisis financieras radica en que las primeras no afectan a la estructura de la economía, y a la política económica le basta con modular la recesión a base de bajadas de tipos de interés y ajustes fiscales. Las recesiones causadas por crisis financieras alteran los fundamentos de la economía: el crecimiento potencial, el desempleo y el tipo de interés de equilibrio, las expectativas de inflación, la aversión al riesgo. En el caso actual se debe añadir el aumento de la desigualdad, resultado de la profundidad de la crisis, la divergencia entre la evolución de los activos financieros y la economía real, y la digitalización del empleo. Esto complica la selección de prioridades para los Gobiernos, y la ideología interfiere para crear divisiones de opinión que aumentan la confusión de los ciudadanos. La tradicional diferencia entre derecha e izquierda —la derecha defiende la igualdad de oportunidades, asocia la desigualdad de resultados a diferencias en el esfuerzo y por tanto prefiere dejar que la economía encuentre libremente su equilibrio, mientras que la izquierda no olvida la igualdad de resultados y es más proclive a políticas intervencionistas que corrijan los fallos del mercado— se nubla, ya que la derecha no puede ignorar el aumento de la brecha entre ricos y pobres y la izquierda no puede ignorar la necesidad de liberalizar la economía para aumentar el crecimiento potencial. El nocivo efecto de anclaje intelectual generado por la crisis griega —la errónea conclusión de que todo es culpa del exceso de deuda y de la falta de competitividad— contamina más la búsqueda de soluciones eficaces.

Además, las burbujas que preceden a las crisis financieras son el caldo de cultivo perfecto para la corrupción, ya que eliminan la restricción presupuestaria, hay dinero para todo y para todos. Y si la burbuja culmina en un rescate, como en el caso español, el examen poscrisis es más profundo y se acaban descubriendo cosas que en una recesión normal habrían pasado desapercibidas. La corrupción es una lacra para el crecimiento y, junto con el rápido aumento de la desigualdad, genera el caldo de cultivo para populismos políticos que abandonan el eje derecha-izquierda y abanderan un nuevo eje, “ellos contra nosotros”, eficaz como táctica de comunicación, pero con frágiles fundamentos económicos. Haber cometido errores en la resolución de la crisis y haber tolerado la corrupción no implica que los cimientos del pensamiento económico ya no sean válidos. La ortodoxia económica sigue siendo la misma, la gestión de recursos escasos, y si no se aumentan los recursos no se puede distribuir. Esa es la base del crecimiento inclusivo.

Las discusiones durante la reunión de primavera del FMI revelaron muchas dudas. No sabemos si estamos ante un estancamiento secular o ante una resaca tras una crisis profunda. El trauma de la crisis bloquea en muchos casos el raciocinio de los dirigentes. La política fiscal fluctúa entre la miope posición alemana de ahorrar hasta el infinito porque el futuro es incierto frente a la lógica aplastante de aprovechar los tipos de interés cero e invertir ahora para mejorar el incierto futuro. La política monetaria vacila ante la necesidad de continuar con la máxima expansión monetaria posible y las infundadas advertencias de los posibles efectos nocivos de los bajos tipos de interés. La crisis no fue el resultado de los bajos tipos de interés, sino de la mala supervisión y regulación financiera. Los Gobiernos deben entender que mejorar la educación no va a ser suficiente para resolver la desigualdad, ya que el tipo de progreso tecnológico que estamos experimentando está reduciendo el beneficio de la inversión en educación, y que aumentar los impuestos sobre el capital solo conseguirá ahuyentarlo —gravar la propiedad es más eficiente—. Reducir el desempleo requerirá combinaciones inteligentes de subsidios e incentivos, como el impuesto negativo sobre la renta. El apoyo a los más necesitados va a tener que lidiar con las acusaciones de lucha de clases y requerirá políticos astutos, creíbles y eficaces.

Las cicatrices de la crisis van a ser duraderas, las decisiones serán difíciles, y se cometerán muchos errores. Los Gobiernos exitosos tendrán visión, definirán el modelo de país que quieren y diseñarán un plan a largo plazo para conseguirlo. La competencia va a ser fortísima. Hay que ser ambiciosos. La improvisación, la bisoñez y las medias tintas fracasarán.

Ángel Ubide es senior fellow de Peterson Institute for International Economics. @angelubide

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