La unión bancaria en marcha
El sector tiene por el control del BCE, ahora es preciso que el crédito fluya
La Unión Bancaria acaba de iniciar su andadura: no hay mal que por bien no venga. Se trata, en efecto, de una de las pocas contrapartidas favorables de la larga crisis económica y financiera que está sufriendo la eurozona. Del carácter en gran medida existencial de esa crisis, en la medida en que ha llegado a cuestionar el diseño de la Unión Monetaria, la supremacía de las consideraciones políticas a las especificaciones técnicas, como las que sugería el paradigma de las “zonas monetarias óptimas”. Y otras exigencias complementarias como la existencia de una unión fiscal y la unión bancaria que ahora nace. Constituye de hecho una vía de perfeccionamiento la dinámica de integración monetaria.
La evaluación global a la banca —la revisión de la calidad de los activos y las pruebas de resistencia— cuyo resultado ha sido conocido hace 15 días constituía la condición necesaria para que el Banco Central Europeo (BCE) asumiera, a partir del pasado día 4, la máxima responsabilidad del Mecanismo Único de Supervisión, el primero de los cuatro pilares de esa vía de fortalecimiento de la todavía incompleta Unión Monetaria Europea. Junto a esa supervisión común, la unión bancaria descansa en una normativa común, un mecanismo único de resolución de crisis bancarias y un sistema de protección o seguro de depósitos bancarios homogéneo. En un documento reciente del grupo europeG pueden encontrarse más detalles sobre su estructura.
Recordemos que en el desencadenamiento de ese horizonte de integración bancaria, el papel de España ha sido importante. Fue la crisis de su sistema bancario; la necesidad de un rescate sectorial con el fin de fortalecer su capitalización; y la disposición del “memorando de entendimiento” que guió la condicionalidad correspondiente, los factores que actuaron como catalizadores de esa unión. Al igual que en el conjunto de las economías periféricas, el círculo vicioso entre el deterioro de las cotizaciones de la deuda pública y la calidad de los activos bancarios denunciaba el carácter incompleto de la unión monetaria europea.
La aplicación de la supervisión única, si se ajusta a su correcta definición, significará un fortalecimiento de la credibilidad de la información concerniente a los bancos. No solo de la correspondiente a esas 130 entidades de crédito consideradas “significativas” que ya son objeto de supervisión directa por el BCE, sino a las casi 6.000 existentes en la eurozona. El sesgo nacional en la regulación y supervisión dejará de ser un elemento de desconfianza en la comunidad inversora, especialmente en momentos de mayor tensión o inestabilidad que es cuando puede emerger la percepción de “captura del supervisor”.
La importancia de esa homogeneización es tanto mayor cuanto más importante es el peso de los bancos en la canalización de los activos y pasivos financieros de las familias, empresas y administraciones públicas. En la Unión Europea la intermediación bancaria tradicional representa más del 300% del PIB, muy por encima del existente en otras economías avanzadas.
Resultado de esas nuevas tareas es el fortalecimiento institucional del BCE. El denominado Consejo de Supervisión quedará subordinado al todopoderoso Consejo de Gobierno del BCE, el responsable de la definición de la política monetaria de la eurozona. No hay razones para dudar de la eficacia de la satisfacción de esos dos cometidos, la política monetaria y la supervisión bancaria, que la experiencia ha demostrado compatibles en otras instituciones. Con todo, no faltarán suspicacias en algunos países del núcleo de la eurozona acerca de ese renovado poder del BCE. Lo que es necesario es que esta institución dé muestras de la agilidad decisional suficiente para que esa concentración funcional quede avalada por los resultados.
El inicio ha sido satisfactorio, como lo demuestran las exigencias técnicas aplicadas en la “evaluación global” de los bancos, la mayoría de ellos objeto de supervisión directa por el Mecanismo Único, cuyos resultados hemos conocido hace dos semanas. Han sido examinados 130 bancos de los 18 países de la eurozona, más los de Lituania —que adoptará la moneda única el 1 de enero— representativos del 82% de los activos ponderados por riesgo del conjunto del área monetaria. Junto a Italia, España ha sido, con 15, el país con mayor número de bancos examinados. Las necesidades de capital adicional detectadas en el conjunto de la eurozona son fácilmente asumibles, desde luego en España. El 50% de las entidades europeas tiene un capital regulatorio superior al 12%.
Ya no es el momento de discusión detallada acerca de las especificaciones técnicas de esa evaluación, sino de cuestionarse hasta qué punto la fase que se ha iniciado la pasada semana se traducirá no solo en la evitación de futuras crisis bancarias, sino en mayor crecimiento económico. O, dicho de otra forma, hasta qué punto el horizonte ahora abierto estará acompañado de una completa normalización del funcionamiento de los sistemas bancarios: de crecimiento del crédito y reducción de la fragmentación financiera en el seno del área.
En condiciones normales, los resultados de la evaluación de la salud bancaria y la asunción de responsabilidades del BCE deberían mejorar la percepción de los inversores y reducir la aversión al riesgo que los propios bancos siguen manteniendo.
Pero la realidad es que las condiciones económicas en la eurozona no son hoy las más propicias. El crecimiento económico es muy reducido porque la demanda está desplomada, el desempleo demasiado elevado y la inflación demasiado próxima a esa frontera deflacionista que mantuvo a la economía japonesa paralizada durante más de una década. En las economías periféricas, ese cuadro se combina con un elevado endeudamiento de las familias y de las empresas, especialmente las de pequeña y mediana dimensión. Son precisamente este tipo de empresas, más importantes en términos de generación de producción y empleo, las que sufren mayores costes financieros que las equivalentes de los países del núcleo del área monetaria.
Tampoco es un factor favorecedor de la normalización crediticia la concentración resultante en el propio sector bancario. La capacidad de negociación de los prestatarios más dependientes de la financiación bancaria se ha reducido de forma considerable como consecuencia del aumento en el grado de concentración. Desde luego en España, donde el número de “entidades significativas” ha pasado de 45 a las 15 evaluadas. Lejos de darse por ultimada esa consolidación, las autoridades europeas parecen empeñadas en favorecer la simplificación adicional del censo fomentando fusiones transfronterizas. En la dirección de ese afianzar el carácter verdaderamente paneuropeo de las mayores entidades bancarias, actuarían eventuales limitaciones a las inversiones en deuda pública del país de origen de los bancos.
Por eso es igualmente importante que, además de vigilar las prácticas de los oferentes y la existencia de competencia suficiente, se avance en la extensión de modalidades de financiación no bancaria. Esa es una de las condiciones para minimizar el alcance de eventuales crisis bancarias, con independencia de que los pilares de la unión bancaria estén bien asentados. La otra es que la eurozona abandone la cercanía a ese escenario adverso simulado en los test de estrés mediante el estímulo a la demanda agregada. Por ejemplo, mediante la rápida anticipación de los programas de inversión pública ya previstos por el nuevo Presidente de la Comisión Europea, además de actuaciones adicionales de estímulo monetario del BCE similares a las aplicadas en las economías estadounidense y británica, con envidiables registros de crecimiento y empleo.
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