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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y en estas vinieron las agencias de ‘rating’

Afirmaba Thomas Mann que con el tiempo es mejor una verdad dolorosa que una mentira útil. Vienen a mi memoria estas palabras del premio Nobel alemán al hilo de las recientes bajadas de rating a España por parte de las agencias calificadoras, porque ¿en realidad, resultan fiables los pronósticos que estos modernos arúspices de la economía lanzan a los cuatro vientos, modulando vidas y haciendas? ¿Es verdad lo que nos cuentan? Trataré de exponerles humildemente mi opinión, al hilo de un trabajo interdisciplinar que profesores de mi Universidad han publicado al respecto en estos días. De entrada sorprende sobremanera que la actuación de estas famosas Agencias (Moody’s, S&P y Fitch) respaldaran unos comportamientos que están en el mismo origen de la crisis financiera y que actuaron como espoleta de otros graves problemas posteriores, especialmente el de la deuda soberana en Europa. Las calificaciones de las agencias pretenden, ante todo, clasificar el nivel de riesgo relativo de cada emisión de renta variable, constituyendo, por tanto, un indicador que, de ser correcto, objetivo y ecuánime, resulta extraordinariamente útil para el correcto análisis del riesgo crediticio, proporcionando al inversor una medida del posible incumplimiento en el pago de intereses, dividendos o principal de una determinada inversión. También desempeñan una función clave a la hora de fijar precios en títulos de renta fija, erigiéndose en un indicador de la rentabilidad añadida (denominada prima o spread de riesgo) que puede pedir el inversor en relación con un valor sin teórico riesgo como la deuda pública. A mayor calificación, menor riesgo crediticio y, por tanto, menor rentabilidad adicional.

Hasta aquí, todo correcto, pero conviene insistir en que, como enfatizan las propias agencias de calificación, este análisis no sustituye al propio del inversor, sino que es un mero complemento al mismo, lo que no deja de ser más que un subterfugio para eludir la propia responsabilidad. Las agencias insisten en que las calificaciones no son más que previsiones sobre la solvencia de muy diferentes entidades, aunque a menudo realmente determinan y condicionan el comportamiento financiero de las empresas y organizaciones analizadas. En este sentido, se consideraba que quienes gozasen de la máxima calificación tendrían pocas probabilidades de entrar en suspensión de pagos, fuese cual fuese su situación financiera, ya que el mercado confiaría en ese producto. Sin embargo, la estrepitosa quiebra de empresas con la máxima calificación, como Lehman Brothers en 2008, ha refutado esta creencia.

Para formar sus opiniones de riesgo, las agencias calificadoras recurren al acervo y experiencia de analistas especializados y a modelos matemáticos, o bien a una combinación de ambos. Por ejemplo, el modelo seguido por S&P para evaluar Gobiernos, así como los criterios en los que se basa dicha evaluación, lo conforman los cinco factores siguientes: a) Efectividad institucional y riesgos políticos; b) Estructura económica y expectativas de crecimiento; c) Liquidez externa y nivel de deuda; d) Flexibilidad y política fiscal; e) Flexibilidad monetaria.

Si algo demuestra la experiencia es su responsabilidad en la inestabilidad financiera

Algunos de estos factores permiten el recurso a magnitudes cuantitativas —por ejemplo, PIB per capita— y quedan claramente definidos los criterios utilizados para calcular las puntuaciones. Sin embargo, muchos de los indicadores empleados son cualitativos —por ejemplo, los referidos a política— y, por tanto, están sujetos a interpretaciones y a la más pura subjetividad, aunque efectivamente en muchas ocasiones tengan un cierto peso y resulten sumamente inconvenientes (proclamas secesionistas de Cataluña, anuncios de huelgas generales, etcétera). Por tanto, las propias agencias abjuran de la metodología científica en la que dicen apoyarse sus propias calificaciones. Los criterios científicos aplicables a todos los ámbitos del saber son los clasificatorios o cualitativos, los comparativos o de equiparación y los métricos o cuantitativos. Las agencias los mezclan sin recato alguno, pues en unos casos hablan de probabilidad y verosimilitud; en otros, de deuda calificada en grado de inversión y grado especulativo (claramente clasificatorios), pero en otros muchos casos recurren a los benchmarks, esto es, a criterios comparativos, y todo ello sin establecer claramente cuándo, cómo, dónde y por qué se emplea cada uno de ellos. Por si esto no fuera suficiente, se habla de escalas de calificación al emplear símbolos alfabéticos aderezados con los signos + y - para expresar las opiniones reflejadas por las calificaciones, ignorando completamente qué significa el concepto de escala, que aun cuando pudiera ser de distinta tipología, en ningún caso debiera entreverarse.

Por si toda esta curiosa y confusa metodología no fuese bastante, conviene no olvidar que se trata de un oligopolio natural en el que tan solo tres agencias dominan de facto el mercado. Y, lo que es peor, dicho mercado cuenta con unas fuertes barreras de entrada. Además, la demanda es inelástica, ya que un emisor debe pagar el precio requerido por la agencia si quiere obtener una calificación, lo cual es requisito indispensable para acceder a determinados mercados. Esta alarmante ausencia de competencia tiene consecuencias claras, como el abuso de poder, un precio más elevado que el de razonable equilibrio y una peligrosa falta de incentivos a la innovación. Pero quizá lo más llamativo de todo sea que el descenso de la calificación otorgado por la agencia actúa a modo de lo que en inglés se denomina self-fullfiling prophecy (profecía autocumplida), creando círculos viciosos de retroalimentación negativa que normalmente abocan a la catástrofe de los evaluados. En efecto, el descenso de calificación hace que suban los intereses para la entidad pública o privada evaluada y además también pueden verse afectados negativamente otros contratos con las demás entidades financieras, lo que conduce derechamente a un aumento de gastos y un subsiguiente e inevitable descenso de solvencia. En algunos casos, los grandes préstamos a compañías o Gobiernos pueden incluir determinadas cláusulas que obligan a que el préstamo deba ser devuelto en su totalidad si la calificación de estas cae por debajo de un cierto umbral, normalmente el de calificación de bono especulativo o basura.

En el caso peor, el más habitual generalmente, una vez que la agencia degrada la calificación de una empresa, los créditos y préstamos de la misma deben ser devueltos ipso facto en su totalidad, viéndose abocada, tras esa espiral sin fin, a la bancarrota. Este tipo de cláusulas fueron determinantes de la debacle en el caso Enron. Desde entonces, la Securities and Exchange Commission (SEC, regulador de los mercados en EE UU) exige que las empresas de capital público hagan pública su existencia. Por otra parte, para que una profecía se cumpla, basta con no ponerle fecha, pues si en un momento el vaticinio se verifica, queda plenamente demostrado, y si no, siempre se puede argumentar que se adverará más adelante. Si algo demuestra la experiencia (hipotecas subprime, Enron y Lehman Brothers...) es la inequívoca responsabilidad de las agencias en la inestabilidad financiera, tal y como denunció el FMI el 29 de septiembre de 2010.

Resta además aludir a sus dudosas prácticas, calificadas en ocasiones como gansteriles. Así, por ejemplo, una costumbre habitual de las agencias consiste en la bajada sistemática de algunos escalones de los bonos de finanzas estructuradas que se usan en el activo de una nueva estructura si previamente no han sido calificados por la misma agencia que se encarga de analizar la nueva estructura, forzando así a los emisores a calificar todas sus estructuras con la misma agencia. Lo mismo ocurre en la llamada venta en lotes, mediante la cual las agencias solo emiten una calificación respecto de una emisión si el emisor se compromete a calificar con la misma agencia las futuras emisiones. Finalmente, una fracción de los honorarios de las agencias es negociable, lo que indudablemente incide sobre la propia calificación. Así, en ocasiones se produce una distorsión conocida como “ir de tiendas” (rating shopping), que consiste en la búsqueda de otra evaluación más favorable si la otorgada inicialmente no convence al emisor. Por fin, y no deja de ser curioso, las agencias de calificación, al emitir solo opiniones, están registradas como simples agencias periodísticas, por lo que legalmente solo desempeñan labores informativas, no quedando sujetas a las reglas, deberes y responsabilidades de las firmas de auditoría, que deben preservar la transparencia de sus informes y que responden con su patrimonio en caso de una quiebra que no se haya advertido en el proceso y hubiese ocasionado perjuicios a un tercero. Por último, las agencias son conscientes de que el catastrofismo siempre opera a su favor, pues de no acaecer el agorero vaticinio, el alivio es tan grande que enseguida se olvida el patinazo. Cuando hace unas semanas rebajaban el rating de España, no pude eludir el recuerdo a Bertolt Brecht cuando señalaba que “la más hermosa de todas las dudas es cuando los débiles y desalentados levantan su cabeza y dejan de creer en la fuerza de sus opresores”. J

José Andrés Sánchez Pedroche es rector de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA).

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