Grecia y su futuro
La salida de Atenas del euro hubiera supuesto el fracaso del proyecto de la moneda única
El FMI acaba de publicar los documentos que sirvieron de base para las discusiones del año pasado sobre el futuro del programa griego. Son más de 250 páginas que revelan la dificultad del caso, escritas en un muy cuidado lenguaje diplomático —en la jerga interna del FMI se denomina informalmente, o al menos se denominaba, fundish— que trata de lidiar con las dificultades de una negociación triangular, o a veces incluso cuadrangular, con Grecia, el FMI, los países de la zona euro y el BCE como vértices de ese complicado diseño.
Hay muchas maneras de ver el caso griego. La opinión generalizada hace un par de años era que estaba claro que no tenía solución y que, por tanto, la única alternativa era la suspensión de pagos y la salida del euro. Desde un punto de vista puramente económico, quizá. Simplificando, el exceso de deuda se puede corregir de tres maneras: poniendo en marcha un plan de ajuste fiscal, creciendo rápidamente o reduciendo el valor de la deuda. Y su valor se puede reducir de dos formas: generando inflación o simplemente incumpliendo los contratos y dejando de pagar. La opinión generalizada era que el ajuste fiscal necesario era imposible, que la aceleración del crecimiento era imposible sin una devaluación a gran escala y que, por tanto, la mejor opción era la salida del euro para así poder devaluar y la suspensión de pagos.
Pero el punto de vista puramente económico nunca ha sido el correcto —como tampoco lo era, por ejemplo, en el caso de Letonia en 2008, cuando la opinión generalizada era que debería abandonar el sistema de tipo de cambio fijo. No lo abandonó porque eso hubiera supuesto, en gran medida, abandonar los planes de entrada en el euro, y ahora Letonia está de camino de nuevo hacia su ingreso en la moneda única, habiendo recuperado la senda de crecimiento tras el (muy duro) ajuste.
La devaluación interna necesaria para volver a crecer está empezando a materializarse
El caso griego tenía muchas ramificaciones políticas, e incluso geopolíticas, a las cuales los observadores externos no prestaban suficiente atención. La salida de Grecia del euro hubiera supuesto el fracaso del proyecto de la moneda única: si un sistema monetario tiene mecanismos de salida, la credibilidad del mismo nunca será completa. Imagínense qué hubiera sucedido con los activos financieros estadounidenses si, por poner un ejemplo, Florida hubiera considerado públicamente la salida del dólar en 2008, como lógico mecanismo para generar una devaluación y así amortiguar el impacto de la durísima crisis inmobiliaria. El concepto de salida controlada, con cortafuegos, nunca fue creíble, ya que su impacto es materialmente imposible de calcular ex-ante, de la misma manera que la liquidación de Lehman Brothers tuvo consecuencias que nadie se imaginaba cuando se tomó la decisión. El efecto contagio sobre otras economías de la zona euro hubiera sido enorme, y el coste en términos de PIB, probablemente muy grande. Al final, una vez que se tenían en cuenta las posibles ramificaciones negativas de la salida de Grecia, estaba claro que no merecía la pena intentarlo (a pesar de que algunos sectores del FMI apoyaban la opción de salida y en algunas capitales europeas se consideró interesante desde un punto de vista político hasta el verano pasado). El aspecto geopolítico no se debe desdeñar. Grecia es la punta de lanza de la zona euro hacia Asia, y la salida de Grecia no solo hubiera dejado a la Unión Europea sin un mirador adelantado en la zona, sino que hubiera abierto la puerta a complicadas combinaciones estratégicas, con Rusia y Turquía en primer plano.
Tras las elecciones griegas, y una vez calmado el pánico generado por la irrupción de Syriza como segunda fuerza política del país, estas consideraciones acabaron imponiéndose el verano del año pasado, y la negociación durante el resto del año fue, por tanto, un intento de reconducir el programa griego hacia una solución lo más duradera posible. El ajuste fiscal que ha puesto en práctica Grecia hasta la fecha ha sido brutal (con una reducción del déficit primario —antes del pago de intereses— de alrededor de 15 puntos del PIB) y la devaluación interna necesaria para regenerar el crecimiento está empezando a materializarse. La caída de los costes laborales unitarios, la medida de la competitividad de una economía, supera el 15% en tasa interanual.
El resultado de la negociación es esperanzador. El perfil de la deuda sigue siendo muy complicado, pero la nueva estructura de la misma, con un coste mucho menor y un perfil de refinanciación mucho más manejable, se empieza a acercar a una solución factible. Lo que el país necesita ahora, además de, entre otras, una profunda reforma de la administración de impuestos, es la esperanza de un futuro. La recesión de los últimos cinco años —sí, cinco años de recesión, que serán como mínimo seis con 2013, increíblemente larga, algo que debería dar mucho que pensar a los responsables políticos de la gestión de la crisis griega, tanto en Grecia como en las capitales europeas y en el FMI— se ha debido, además de a las múltiples complicaciones políticas a nivel griego y europeo, a la total incertidumbre sobre el futuro del país, que ha parado en seco toda perspectiva de inversión o de empleo. Es imposible tomar una decisión de inversión cuando no se sabe qué tipo de moneda o sistema político tendrá el país en el futuro inmediato. Una lectura cuidadosa del documento del FMI podría sugerir que hay un principio de acuerdo con las autoridades europeas para reestructurar, en un futuro no muy lejano, tanto las tenencias de bonos griegos del BCE como los préstamos de los países europeos a Grecia —medida absolutamente necesaria para restaurar la solvencia del país, ahora que la gran mayoría de la deuda griega es con el sector oficial—. Este acuerdo, de existir, es implícito, pero debería hacerse explícito lo antes posible —condicionado al cumplimiento de objetivos, como se ha hecho con éxito en experiencias anteriores— para así dar fuerza a las autoridades griegas en su esfuerzo por continuar los ajustes y dar motivos al sector privado para empezar a invertir de nuevo en Grecia. Esto permitiría además reducir el nivel del superávit primario que deberá mantener Grecia en el futuro y generar espacio para el crecimiento. El esfuerzo ha sido de dimensiones casi históricas. Es hora de empezar a pensar en cómo se pueden recoger los frutos.
Ángel Ubide es senior fellow del Peterson Institute for International Economics en Washington.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.