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Columna
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Sandy y la crisis

Cuando llegan desastres naturales o económicos, la gente redescubre la importancia de que lo público funcione bien

Joaquín Estefanía

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman afirma que la modernidad iba a ser aquel periodo de la historia en el que se iban a dejar atrás los temores del pasado, que los ciudadanos se iban a hacer con el control de sus vidas y domeñarían las fuerzas de la naturaleza, las políticas y las económicas. Si así fuera, el mundo no habría llegado a la modernidad, como muestran el huracán Sandy, los atentados terroristas o la crisis financiera global.

En los desastres naturales o en los provocados por la acción del hombre se manifiesta la importancia de Estados sólidos con instituciones públicas que funcionen bien y que logren apaciguar los efectos más catastróficos de los acontecimientos. La Gran Recesión no se ha multiplicado, como defendían los profetas de la revolución conservadora, por la fortaleza que adocenaba a los Estados y sus sectores públicos, sino por la fragilidad de estos, por haber perdido las herramientas para su utilidad, después de tres décadas de deslegitimación de los mismos en beneficio de una permanente privatización y desregulación de lo público. Los reguladores no han sido capaces de domesticar los abusos de los golfos apandadores o porque no disponían de los medios necesarios o porque no creían en su función (en una sistemática captura de esos reguladores por los intereses privados).

Cuando pasa el huracán Sandy, caen las Torres Gemelas o la gente se siente estafada por una desigual distribución de los sacrificios económicos en forma de paro y empobrecimiento, los ciudadanos redescubren de modo agudo la necesidad de instituciones públicas que trabajen adecuadamente, la fuerza mayor de lo colectivo, la importancia de estar bien gobernados y de gestionar solidariamente la escasez, la significación de los bienes públicos conquistados, la centralidad de un Estado de bienestar que los proteja por el mero hecho de ser ciudadanos.

El profesor Gabriel Tortella explicaba en estas mismas páginas (¿Se equivocó Montesquieu?, EL PAÍS del 30 de octubre) la polémica que hay en el mundo académico entre quienes atribuyen, con criterios excluyentes, la riqueza de las naciones a los factores geográficos y climáticos (factores naturales) o a las instituciones (factores artificiales). Los economistas José Antonio Alonso y Carlos Garcimartín (Acción colectiva y desarrollo. El papel de las instituciones. Editorial Complutense) denominaron a los primeros el hardware de la economía. Pero, como sabemos, para que un hardware funcione bien hay que añadir el software adecuado. El software de la economía es la calidad del marco normativo y de las instituciones en la promoción del progreso.

Por ello, cuando llegó Sandy a EE UU, resultaron tan ridículas las demandas de reducir e incluso privatizar la Agencia Federal de Emergencias que hasta el día anterior había hecho el candidato republicano, Mitt Romney. Ojalá le sirvan para perder las elecciones del martes próximo.

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