No hay generaciones perdidas
La historia es injusta con quienes la padecen. Los jóvenes que tendrían que haber empezado a trabajar en los últimos cinco años han encontrado unas crecientes dificultades para hacerlo, en fuerte contraste con las facilidades de las que disfrutaron sus inmediatos antecesores. Desafortunadamente esto no ocurre por primera vez en España. El bloqueo del ingreso en la ocupación se produjo, incluso con mayor virulencia, durante los nueve años que transcurrieron entre 1976 y 1985. Y aunque la crisis de los primeros noventa fue mucho más corta, sus contundentes efectos sobre los jóvenes fueron muy semejantes.
Muchas cosas han mejorado desde entonces en nuestro país, pese a que nuestro mercado de trabajo sigue comportándose de forma convulsa, asociando sus profundas recesiones a las fases bajistas del ciclo de la construcción. Quizá la más decisiva sea el vuelco educativo de los jóvenes protagonizado preferentemente por la mitad femenina, que ha elevado al 52% la proporción de españolas de 23 años que en el curso 2011-2012 tienen o están estudiando una titulación universitaria. En 1976-1977 eran el 11%. Es más decisivo el aumento del nivel de estudios de las mujeres que su crecida participación en el trabajo porque el aumento de su ocupación se debe en gran medida a la mejor composición por estudios de las nuevas generaciones, ya que, a iguales niveles de estudios, las mujeres actuales presentan tasas de empleo muy semejantes a las que tenían entonces.
La experiencia de haber sufrido en el pasado cercano dos graves crisis de empleo ayuda a poner en su lugar alguna de las afirmaciones más desalentadoras que circulan en el espacio público, como la de que “esta será una generación perdida”, que suele estar aderezada de esta otra: “el 50% de los jóvenes españoles están parados”. No se dice que este porcentaje únicamente se aplica a los jóvenes “activos de 16 a 24 años”, es decir, aquellos que trabajan o que afirman buscar empleo. Repetidas por políticos, sindicalistas e incluso expertos, oscurecen sin un fundamento sólido las expectativas de los que están estudiando, que son la mayoría en esas edades. Si supiesen que el último año (EPA IV/11-III/12), esos parados no son la mitad (50,6%), sino una quinta parte (paro absoluto = 20,9%) del total de españoles entre 16 y 24 años, y que la mayoría de ellos (69,0% EPA III/12) no tienen estudios ni de formación profesional ni universitarios, sabrían que es esa descualificación lo que les perjudica gravemente, y no verían tan incierto su futuro.
Y tendrían razón para no creer que estaban “perdidos”. Ni ellos ni su generación. Porque todas las cohortes que sufrieron las crisis anteriores al empezar a trabajar se recuperaron en las expansiones subsiguientes al mismo nivel de ocupación que aquellas que las soportaron con más edad. Además, entre 25 y 34 años, que es cuando hay que consolidar la posición laboral y construir algún tipo de familia, la desocupación es mucho más perjudicial. Y este año soportan un paro absoluto mayor (22,6%) que el de los más jóvenes, lo que dificulta a muchos de ellos cumplir a tiempo esos procesos básicos.
La deficiente regulación de los mercados de trabajo, tanto en el sector privado como en el público, ha logrado una temporalidad y una rotación de récord buscando la defensa de los contratados estables, mientras que la lucha por un salario digno ha expulsado del empleo a los descualificados. En la inflación de la burbuja de la vivienda han participado todos los poderes públicos y privados, favoreciendo el que la población con posibles (algún dinero, acceso al crédito u otro inmueble) se entregaba a la vorágine de las compras y las ventas de pisos con subidas anuales de precios de dos dígitos, asumiendo unas deudas que ahora demasiados no pueden pagar.
Estos desastres organizativos han convertido la consolidación vital de muchos jóvenes españoles en un prolongado calvario. Las diferencias más importantes no se dan entre los que trabajan, ni siquiera entre las distintas familias que han logrado formar. Las desigualdades más flagrantes se dan entre los que trabajan y los que no pueden hacerlo, y entre los que han accedido a una vivienda y aquellos que no conseguirán hacerlo a tiempo. Europa tiene que reaccionar, pero nosotros también.
Luis Garrido Medina es catedrático de Sociología en la UNED
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